A veces, muchas veces, cada vez más veces, me asaltan preguntas relacionadas con el mundo de las letras, más concretamente con el arte, o la virtud, de juntar letras con una mínima coherencia.

El misterio de la escritura está presente en mí desde años tan jóvenes que me es imposible concretar su origen. Cuando echo mi vista atrás, veo mi infancia sumergida en una atmósfera de libros y de lecturas. Recuerdo juguetes, por supuesto (un balón, una espada de plástico, un fuerte con vaqueros e indios, una especie de traje de astronauta con bombillas de colores, un coche dirigido con cable…). Recuerdo momentos imborrables (nevar en Nochebuena, tardes en la huerta, juegos con mis primos y vecinos, los paseos en moto con mi padre y con mi tío Jose…). Recuerdo voces y rostros queridos. Y recuerdo todo ello envuelto en el papel de regalo de la literatura.

Quizá la culpa de que sea así la tenga mi abuelo Isidro. En la casa en la que nací y viví hasta los siete años, una especie de humilde chalet de dos plantas con jardín, patio y huerta, en lo que hoy es el barrio de Txurdinaga, en Bilbao, y que entonces era un verde potpurrí de bosques, huertos y caseríos, mi abuelo Isidro tenía una biblioteca. Sí, una biblioteca, no una serie de baldas con libros. En aquella casa, lo mismo que existía una cocina, varios dormitorios, un sótano y un cuarto de baño, existía una biblioteca, una estancia dedicada sola y exclusivamente a la literatura.

Aún hoy, puedo evocar perfectamente aquella puerta oscura, y puedo sentir en el pecho, al igual que sentía cada vez que la abría, la emoción que me invadía al contemplar las cuatro paredes forradas de libros desde el suelo hasta el techo. Cientos de lomos diferentes encajonados en elegantes estanterías de roble. Por la única ventana, que daba al patio, la luz se posaba sobre la mesa, también de roble, colocada en el centro, y sobre las cuatro sillas.

Ése era el santuario de mi abuelo Isidro. Conservo nítidas en mi memoria, horas de contemplarle allí, en silencio, enfrascado en tomos que a mi se me antojaban mundos por los que él, sin moverse del sitio, viajaba, conversaba con gentes de diferentes países, aprendía su idioma y sus costumbres. Horas transcurridas con él, acomodando mis cuatro, cinco, seis años a aquellas sillas altas y serias, acodándome a la mesa dura y oscura, imitando sus posturas, sus gestos, su silencio, su concentración. No puedo saberlo con certeza, pero quizá en aquella estancia mágica mi abuelo me enseñó a leer y a escribir. Jamás fui consciente de que sabía hacerlo. Simplemente era algo más de lo mucho que con mi abuelo hacía. Lo que sí recuerdo es la extrañeza que experimenté cuando al ingresar en la Academia San José, de Bolueta, mi primer centro de enseñanza, la directora y el profesor se sorprendieron de que yo leyera y escribiera correctamente. No entendí su asombro. Para mí, leer y escribir era como atarme los cordones de mis zapatos, como lavarme la cara por las mañanas o como tirar tacos de papel con mi tirachinas.

Hoy, tantos años después, pienso en aquellos días y se me dibuja una sonrisa en el alma. Y al mismo tiempo me pregunto: ¿Qué es escribir?

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