En la pasada madrugada, Juan Marsé fallecía en el Hospital de Sant Pau, de Barcelona, la ciudad en la que nació hace ochenta y siete años.

No hablaré de su figura, ni de su trayectoria, ni de sus obras –algunas adaptadas al cine-, ni de los galardones que le fueron concedidos a lo largo de su carrera. Para eso ya están otros y otras mucho más preparados que yo.

En su recuerdo, a modo de homenaje póstumo, tan sólo hablaré, brevemente –pues así entiendo yo los homenajes- de cómo descubrí al escritor Juan Marsé y de lo que aquella primera novela me hizo sentir. La novela en cuestión es Últimas tardes con Teresa. Yo andaría más o menos por mis dieciocho años. Me atrapó desde las primeras líneas. El escenario planteado, los personajes que iban apareciendo y la manera de describirlo todo fueron como un tobogán en el que el autor me empujaba hacia un mundo espectacular: su mundo, la Barcelona de postguerra que se convulsionaba al pisar los umbrales de la modernidad, los exponentes de una rica burguesía y el contrapunto de una inmigración que se desplazaba a Cataluña en busca del maná, arrastrando con ella su vida, su carácter y sus costumbres, no siempre bien aceptados por las clases altas.

Maruja, y especialmente Teresa y Manolo, el Pijoaparte, tejen una historia de intereses, anhelos, necesidades y amores de una intensidad brutal y hermosa como la cólera de los dioses. Ellos conforman un retrato afilado, crudo y hasta romántico de una sociedad y un momento en una Barcelona siempre atractiva, siempre seria, siempre sorprendente.

Últimas tardes con Teresa fue desangrándose ante mis ojos, que avanzaban página tras página entre la admiración y la fascinación. Me enamoré de la desdichada Maruja, deseé a la sensual Teresa y me sentí seducido, pese a mi voluntad, por el Pijoaparte, ese murciano moreno y guapo, descarado y enamoradizo. Para mis dieciocho años, la novela de Marsé supuso una puerta abierta a una literatura avasalladora dentro de su aparente sencillez; para mis hormonas una forma de estimular mi imaginación y mis sentidos con paisajes, pieles y diálogos plenos de calor, de sol, de fuego, de pasión.

Por todo ello, siempre me he sentido en deuda con Marsé y agradecido en alto grado.

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