Siempre me he preguntado qué diferencias habría habido entre el ser que hoy soy y el que podría haber sido si mi abuelo Isidro no se hubiera ido cuando yo tenía siete años.

Mientras compartí vida con él en este mundo me limitaba a vivir a su lado, y esta frase debe entenderse y visualizarse en toda su amplitud: desde que nací, mi abuelo no se separó de mi lado, ni yo del suyo. Él supo crear a su alrededor un hogar feliz. Él supo hacer que sus tres hijas y sus dos hijos, y las parejas que el tiempo y la edad fueron arrimando a la familia, encontraran en ella el mejor refugio. Hasta que la muerte se lo llevó físicamente, mi vida y la suya estuvieron íntimamente unidas.

En todo lo que aprendí, en todo lo que descubrí, en todos mis recuerdos felices él está presente. Lo vivido en esos escasos años ha ocupado, y ocupa, todos los años posteriores. Y lo hace sin empañarse, sin decolorarse, sin agrietarse. Por el contrario, con el tiempo se ha ido acompañando de connotaciones nuevas.

Me explico. Entre las cosas que conservo de mi abuelo –libros, fotografías, documentos diversos, etc.- figura una colección de postales que por sus características siempre he tildado de fascinante. Ellas me han servido para ir descubriendo en alguna medida al Isidro que por razones obvias yo no pude conocer, al Isidro joven, de inquietudes y aficiones cuanto menos curiosas.

Isidro Urrutia Mendizabal nació en Bilbao en 1895. Muchas de esas postales están escritas en 1913, es decir, cuando él contaba dieciocho años. Lo que las hace especiales, lo que les concede un valor infinito es que, salvo unas pocas, todas las demás están remitidas desde diversos lugares del mundo: Francia, Argentina, Rusia, Inglaterra, Alemania, el Imperio Austrohúngaro… Y todas están escritas en esperanto.

La revelación de que mi abuelo se carteaba con buena parte de Europa y algún país de América, y que lo hacía por medio del idioma universal creado por el oftalmólogo polaco Ludwik Lejzer Zamenhof en 1887, fue como una ventana abierta a la vida de aquel Isidro casi adolescente. En su día, y con el deseo de conocer lo que aquellas personas escribían al joven Isidro, me puse a la tarea de aprender esperanto, precisamente con un libro que heredé de él. No perseveré en el aprendizaje todo lo que hubiera sido pertinente, pero llegar a entender algunas de aquellas postales fue algo indescriptible.

Kara amiko! Mi recevis via bela karton. Mi desiras al vi felican novan… / ¡Querido amigo! Recibí tu hermosa tarjeta. Te deseo un Feliz Año Nuevo…

En innumerables ocasiones he tomado esas postales y he pasado horas con ellas en mis manos. No ya intentando traducirlas, sino inventándome el momento en que aquellos Henri Deschamps, J. J. Vatter, Tromicek, Frida Laap, Thomas Anderson, L. Dzioch… se sentaron a escribir a aquel joven amigo de Bilbao, de Hispanujo. Y recreándome en imaginar el momento en que mi abuelo, con su camisa blanca y su chaleco oscuro, las leería ensimismado, dichoso de conocer noticias de lugares tan lejanos.

Un año después de muchas de aquellas cartas, el mundo, especialmente Europa, se resquebrajaba de arriba abajo, se desangraba entre bombas y gritos. Nunca lo he hecho, pero quizá algún día me ponga a la labor de ordenar las postales por años y de averiguar si esas personas siguieron carteándose con mi abuelo durante y después de la Primera Gran Guerra Mundial.

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