De la COVID-19 se podría hablar mucho y desde muchos puntos de vista. Desde el origen de la expansión del célebre virus hasta el confinamiento que, por lo que todo parece apuntar aunque nos estén haciendo la del trilero, está a la vuelta de la esquina. Y sería el segundo en cinco meses. Todo un récord.

Pero no me voy a meter en temas políticos, ni sanitarios, por mucho que el cuerpo me lo pida. Éste se supone que es un espacio cultural y por ello voy a ceñirme a su espíritu.

La COVID-19, o mejor dicho todo lo que ha derivado a raíz de su aparición estelar en el panorama mundial, ha dejado bien patente algo que ya estaba claro, es decir, ha sido la confirmación de un hecho ya sabido: la Cultura en el Estado español es la hermanita pobre, el pariente incómodo, el amigo tocanarices. Confieso que al conocer, allá por mediados de marzo, que íbamos a pasar una temporadita confinados en nuestros hogares albergué la esperanza de que ese tiempo nuevo, de que esa experiencia tan obligada como inesperada podría servirnos para encontrar refugio en la lectura, en la música, en el cine, en el teatro, para llenar las horas con un libro en las manos o frente al televisor disfrutando de una película, de un documental, de una obra de teatro, de un concierto… Pero mis débiles esperanzas se esfumaron a los pocos días, viendo cómo la ciudadanía en general se tomaba el asunto. Los balcones se convirtieron en escenarios, sí, pero para ovacionar a los sanitarios, para dar rienda suelta a nuestros anhelos artísticos escondidos, para hacer ver lo graciosos que somos… Una competición por demostrar nuestra capacidad de hacer más el gamberro que el vecino o la vecina de enfrente. Alguien podrá decir: «Eh, Urrutia, que también hubo casos de gente que cantó, o que recitó, o que tocó un instrumento en serio y que estuvo genial». Y yo lo admitiré, pues fue así, pero añadiré que la sola mención de esos casos demuestra su insignificancia porcentual.

Tras el confinamiento, el puesto de la Cultura en nuestro panorama ha quedado, por si alguien tenía dudas, bien definido: a la cola de nuestras preferencias, de nuestro interés y de nuestras reivindicaciones. Sectores como el de servicios, el de turismo y sobre todo el de hostelería pronto florecieron en los medios de comunicación y en boca de la ciudadanía. Y me parece muy bien, pero me parecería mejor si a esos sectores se hubiera unido el de la Cultura, porque la cosa no es eliminar preferencias, sino aunar colectivos. Y el colectivo cultural, pese a lo invisible que pueda parecernos, engloba a muchas personas, que por lo general no disponen de un colchón económico suficientemente grueso como para aguantar varios meses viendo cómo la cartilla se va llenando de saldos negativos y vaciando de ingresos. Pero claro, ¿a quién le importa esto salvo a los directamente implicados y a su círculo más cercano?

Nadie se escandaliza, nadie protesta ante el cierre de un teatro o de un cine, o ante la disolución de una asociación cultural o una editorial. Por el contrario, el clamor popular se dispara ante el anuncio de un recorte en el horario del ocio nocturno. Y es que, vamos, a quién se le ocurre robar cinco minutos a una actividad que además de soltar nuestra adrenalina nos sirve para saltarnos a la torera todas las recomendaciones sanitarias vigentes –lo cual, por otro lado, me hace pensar en aquellas fervorosas ovaciones a los sanitarios-.

Que nadie quiera ver una animadversión hacia la hostelería, porque tal animadversión no existe. Mi propio hermano vive desde hace años de ella, y me agrada ver bares, cafeterías y demás con su clientela, pero también sé diferenciar entre un negocio respetado y uno utilizado solamente para esparcimiento de nuestros vicios, porque, ¿qué ocurrió los primeros días del confinamiento? Pues que muchos negocios volvieron a bajar su persiana ante la avalancha de clientes y el nulo respeto a las condiciones mínimas.

Resulta triste comprobar cómo la débil luz de nuestra Cultura se va extinguiendo día a día en esta «nueva normalidad». El colectivo que engloba a nuestros artistas se va haciendo invisible, se va diluyendo como un azucarillo en un café, agonizando en silencio. ¿Para qué gritar cuando nadie quiere oírnos?

No quiero imaginar cómo sería un mundo sin libros, sin nuevos autores y autoras, sin actrices y actores, sin representaciones, sin espectáculos de calle, sin música. Personalmente, ya no sería un mundo en el que quisiera habitar. Confío en que esa tragedia nunca llegue. Pero si llega quizá sería el momento de quitarse la mascarilla y dejar que el verdadero virus, el de la ausencia de Cultura, se cuele en nuestro organismo y proceda como le venga en gana.

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