De joven —de más joven quiero decir—, cuando la palabra artista se nombraba en los círculos de amigos y conocidos, o se oía en la televisión o la radio, o se leía en una revista o periódico, la imagen que se formaba en mi cabeza era un «algo» abstracto en el que se mezclaban sin orden ni concierto, sin prioridades, sin jerarquías, todas las disciplinas que podríamos englobar dentro de la categoría «artísticas».

Todas las personas consideradas como artistas flotaban en mi imaginación marcadas por unas características comunes: bohemias, raras, extravagantes, tocadas por la varita mágica de la genialidad, tremendamente introvertidas o excéntricamente extrovertidas, elegantes hasta en la manera de sonarse los mocos o zafias como patanes… pero todas poseedoras de un glamour inalcanzable para el resto de los mortales.

Con el tiempo, al igual que me ha ocurrido con otras cosas —la política, la religión, el deporte… —, ese universo compacto e indivisible del «artista» se ha ido desgajando y colocando en diferentes pedestales, mas no sólo por mi propia percepción de las distintas disciplinas, sino también por la percepción que he ido conociendo de los demás.

Me he dado cuenta de que la profesión más valorada, más deseada de alcanzar, más imitada, es la de escritor. En mi faceta de aficionado a las letras no sé si alegrarme o entristecerme por ello, pero es así. Por encima de pintores, escultores, ilustradores, bailarines, actores, músicos… el título de escritor es el más relevante, el que «más viste». He conocido personas que, sin haber publicado un libro y ni tan siquiera haber escrito uno, por breve que fuera, guardan en el bolsillo de su chaqueta tarjetas con el título de «escritor». No voy a entrar en porqués psicológicos, interesados, morales o éticos de tal proceder. Prefiero quedarme con la incógnita: ¿De dónde procede ese afán en ser catalogado de escritor? ¿Qué imaginan que se esconde detrás de esa profesión? Quiero creer que a aquellos y a aquellas que anhelan —a veces recurriendo a tácticas a todas luces inmorales— alcanzar el estatus de escritor/a no les mueve especialmente el aspecto económico o quizá tengan este aspecto muy confundido, pues estoy seguro de que un pintor con un cuadro, un escultor con una figura o un fotógrafo con una instantánea ganan bastante más dinero que cualquiera de los grandes tótems de la literatura. Hablo, por supuesto, de figuras consagradas de estas disciplinas.

Sea por lo que sea, la imagen del escritor/a recluido en una isla, en su casa de campo, en un pueblo remoto, en la vorágine de una gran urbe, concentrado en la redacción, o simplemente en la elaboración mental de su próxima novela —porque éste es otro aspecto interesante: no es lo mismo escribir una novela que un ensayo, por ejemplo— sigue teniendo un tirón impresionante. La magia que se esconde tras la fotografía en un periódico del autor/a mirando al infinito, el nerviosismo de plantarnos ante ellos en una firma de libros y escuchar su voz preguntándonos «¿Para quién va dedicado?», la emoción que nos invade el pecho al ver cómo escribe de su puño y letra nuestro nombre bajo el título y al lado de su propio nombre, el estrechar su mano si tienen la gentileza de conceder ese detalle, resultan imposibles de describir.

De este tema pueden derivarse unos cuantos más y no menos interesantes. En una próxima ocasión escribiré algo sobre la otra cara de la moneda: el escritor/a. También aquí la fauna es diversa y variopinta.

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