Hace unos pocos días supe por medio de un amigo que Iñaki García Camino —arqueólogo, historiador, director del Museo Arqueológico de Bilbao y autor de reconocidos trabajos— me había mencionado en el transcurso de una conferencia celebrada en Ugao-Miraballes, comentando el rigor histórico que puede apreciarse en mis novelas, de lo que deducía el intenso trabajo de documentación llevado por mi parte.

Estas palabras, viniendo de quien han venido, suponen uno de los mayores halagos que me han hecho a lo largo de mis años de andadura en el mundo de las letras, de la novela, sobre todo porque reconocen un aspecto en el que siempre he puesto un énfasis especial: respeto a la Historia.

Ante esto, no faltarán quienes se hagan, cuanto menos, algunas de las siguientes reflexiones:

• ¿Acaso es que la Historia es una e inamovible y hay que creerla a pies juntillas?
Pues sí y no. A mi juicio, la Historia la escriben los vencedores y lo poco o mucho que los derrotados puedan escribir queda a menudo vedado, apartado, oculto o destruido. Pero la Historia, es decir, los hechos, nombres, fechas y lugares aceptados por unos y por otros —al margen de las interpretaciones particulares— sí deben ser respetados.

• ¿Acaso existen autores y autoras que se dedican a escribir novelas de corte histórico y falsean los hechos?
Sí. Rotundamente, sí. No me atrevo a afirmar que todos/as lo hagan de manera premeditada, pero sí, se falsea la Historia. Nadie está libre de cometer un desliz. Yo mismo he escrito en mi novela Los caminos de Elías el nombre de una calle de Vitoria-Gasteiz de manera incorrecta, atribuyéndole el nombre de una persona que nació pocos años después de la fecha que yo mencionaba. Incluso en algunas de mis conferencias y charlas incluyo este apartado de «pequeños gazapos históricos», que siempre hacen reír, o cuanto menos sonreír, al público. Lo que ya no me parece muy permisible ni disculpable son los errores de bulto, las invenciones, los datos falseados por motivos interesados. No se pueden cometer errores como el de poner en boca de un personaje del siglo XIII el grito «¡Gora Euskadi!», entre otras razones porque el vocablo Euskadi se estableció muchos siglos después. Para más inri, la novela que presentaba este escandaloso patinazo fue premiada con un importante galardón.

• ¿Puede ser que falte documentación?
No contamos con toda la documentación que ha sido escrita a lo largo de los siglos, en parte porque muchos gobernantes y legisladores se encargaron de quemar —en actos impropios de seres medianamente civilizados— trabajos que no eran de su gusto o que atentaban contra su pensamiento, ideología o religión. La documentación se hace más escasa y confusa —excepto en algunos casos— a medida que desandamos el calendario, pero puede decirse que desde la Baja Edad Media —siglos XI al XV— hasta nuestros días, existe una documentación muy aceptable a disposición de cualquiera que desee acometer una novela histórica. Además, no hay que olvidar que una novela no es un ensayo y que su fin no es impartir un curso de Historia.

• Entonces, ¿por qué los escritores/as no se preocupan más de documentarse?
Pues por una parte por lo que ya hemos comentado: intereses personales, políticos… Y por otra —yo creo que la principal— porque puede resultar muy cansado, aburrido, pesado… enfrascarse en biografías, crónicas, estudios, ensayos… Y más si cabe si no se es aficionado, cuanto menos, a la Historia y sólo se quiere escribir una novela histórica por moda o por cambiar de registro.

La labor de documentación lleva su tiempo, pero para un escritor/a de novela histórica es un paso fundamental, obligatorio, en el proceso de la novela. Una novela hay que acometerla con seguridad, sabiendo de lo que se habla, sabiendo cómo vestía, viajaba, legislaba, comía, sentía y pensaba la gente de la época y cómo eran los lugares en los que esa gente se movía. Todo el que no lo haga así puede tener una literatura maravillosa, manejar el vocabulario mejor que Cervantes, crear unos argumentos inigualables, pero estará patinando en algo inexcusable: el rigor histórico.

Por nimio que este aspecto pueda parecerle a más de uno, la importancia que tiene es enorme: se está engañando, mal enseñando, confundiendo a los jóvenes. Y al igual que ellos a muchos adultos que no tienen muchos conocimientos de Historia. Sólo por esto, se debería tratar el tema con un tacto extremo. Y este es un aspecto —el del falseo histórico— que no sólo se da en la literatura, sino en un campo mucho más peligroso por aquello de su fácil difusión: el audiovisual.

Series televisivas como Isabel, en la que por un lado se nos deforma la personalidad de los principales personajes y por otra se nos ocultan hechos que bastarían para repudiarlos sin contemplaciones, resultan tan tendenciosas que uno prefiere no pensar qué fin persiguen o a quiénes van dedicadas. O como Hispania, la leyenda, en la que vemos a unos romanos tratando de usted —tratamiento que se inició en el siglo XVII— a los pastores lusos, o a estos mismos pastores hablando como oradores romanos y con un look impecable, luciendo una piel tersa y una dentadura de estrella de Hollywood de los años cincuenta.

Igualmente tendenciosos y mal documentados son largometrajes como Los Borgia, de Antonio Hernández, en el que desde la escena inicial hasta el final de la cinta se expone un torrente de hechos erróneos, inexactos, en los que, por ejemplo, se nos pinta a un César Borgia como un macarra de barrio que se pasa el día buscando camorra por las calles de Roma en compañía de sus hermanos, cuando en realidad era un hombre —al margen de sus intrigas y crímenes— tremendamente culto, elegante y refinado. O como Gladiator, de Ridley Scott, en el que de buenas a primeras nos presenta al emperador Marco Aurelio siendo asesinado a manos limpias por Cómodo, su hijo, en tierras de Germania. ¿Se tacharía de aberración el que mostrasen en una película a J. F. Kennedy acuchillado en un baño público de Guatemala por su esposa o por su hermano? Pues lo mismo. Porque el desdichado Marco Aurelio falleció de muerte natural en Vindobona (la actual Viena), que pertenecía a la provincia imperial de Panonia.

Y para colmo, autores y directores, lejos de reconocer sus errores y su negligencia, responden a menudo con salidas de pata de banco y jactándose del éxito de sus trabajos.

Amén de muchas otras cosas, proceder de esa manera es una falta de respeto y un insulto a quienes dedican su vida —bien de manera altruista o bien de manera profesional— a investigar, escribir, comunicar, brindarnos el pasado en bandeja.

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