Hace bastantes años, plantado ante el escaparate de una librería de mi barrio, me pregunté qué sentiría, como lector, si todos aquellos títulos carecieran del nombre de su autor o autora. No supe responderme.

Muchas veces me he planteado la misma cuestión a partir de aquel día, y las teorías son tan diversas que no acierto a quedarme con una más válida que las demás.

¿Hasta qué punto los lectores nos dejamos influenciar por el nombre de un autor o una autora?
¿Hasta qué punto somos víctimas de la opinión generalizada?
¿Hasta qué punto somos ovejas que siguen el sendero marcado por el pastor del marketing?

Lo que sí he comprobado en mis propias carnes y en carnes ajenas es que la justicia es muy débil a la hora de juzgar a un autor novel de uno consagrado. Ante un mismo texto que nos deja indiferentes o, peor aún, que nos resulta pobre o absurdo, no mantenemos un mismo criterio. Si en la portada de la novela figura el nombre de ese autor/a célebre y vitoreado, pasamos página concediendo un margen de confianza o, como suele suceder en muchas ocasiones, nos sentimos culpables por no alcanzar a entender lo que la elevada literatura del autor/a quiere decir. Pero si el nombre es de un desconocido o de un autor/a de segunda fila… la cosa sólo acaba de dos maneras: se le concede un generoso perdón y se le sigue leyendo por compasión o se cierra el libro directamente.
Pensando únicamente en los autores, podría resultar injusto negarles su autoría y con ello una posible y exitosa carrera. Pensando en los lectores, leer libros anónimos nos haría más imparciales.

La solución, si es que la hay, no es fácil. Yo al menos, pese a buscarla durante años, no la he encontrado.

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