La frase que encabeza este artículo fue uno de los estribillos más coreados en la movida de los 80. Germán Coppini, cantante de Golpes Bajos, lo repetía una y otra vez con su voz seca y su acento desencantado.

Hoy, más de treinta años después, la frase cobra, tristemente, actualidad y vigencia. Malos tiempos para la Lírica. Y para los líricos.

En noviembre del pasado año, Arabia Saudí ordenaba la ejecución del poeta palestino Ashraf Fayad por apostasía y blasfemia, es decir, por renegar del Islam y por, supuestamente, haber injuriado al Profeta o a alguno de sus allegados. Dejando a un lado el que cada uno pueda renegar de lo que le dé la gana y de que existen delitos infinitamente más graves que el de acordarse de los muertos de alguien —sin ir más lejos permitir que miles de niños mueran de hambre cada día—, la cadena de delitos de este poeta de treinta y cinco años se inició en 2008, al publicar su poemario Instrucciones, en el interior, en el que relataba sus experiencias como refugiado.

En 2013 fue detenido por la Mutaween (Policía religiosa saudí), teóricamente por insultos a las divinidades, aunque sus allegados opinan que el crimen de Fayad fue la osadía, pues al chico no se le ocurrió otra cosa que grabar a miembros de la Mutaween azotando a latigazo limpio a un hombre de la ciudad de Abha.

En enero de 2014, las autoridades volvieron de nuevo a la carga contra el poeta. En esta ocasión, la condena fue de 800 latigazos y cuatro años de prisión. Como presumiblemente hubiéramos hecho cualquiera de nosotros ante la perspectiva de 1.500 días entre rejas y el cuerpo convertido en carne picada, Fayad recurrió la sentencia, y la respuesta de los padres de la Ley fue ejemplar, como no podía ser menos. Por estos lares a menudo se acude al refrán «Si no quieres taza, taza y media». Por aquellos, algo así como «Si no quieres cuatro años de cárcel y ochocientos latigazos, condena a muerte, para que te enteres».

Hace unas pocas fechas, otro tribunal saudí, ha anulado la sentencia de muerte, cambiándola por ocho años de prisión y de nuevo los dichosos 800 latigazos, pero eso sí, repartidos generosamente en dieciséis sesiones de cincuenta azotes cada una. Como complemento al castigo, Ashraf Fayad deberá pedir perdón públicamente —imagino que le obligarán a hacerlo antes de la paliza, por aquello de que no aparezca hecho un guiñapo y para que se le pueda entender bien— y renunciar a la poesía.

La comunidad artística mundial se levantó indignada cuando Fayad fue condenado a muerte. Artistas, activistas, entidades culturales —entre ellas el PEN Club—, Amnistía Internacional, manifestaron su rechazo y su repulsa por la condena. La semana pasada se llevó una lectura simultánea en 44 países, para pedir la puesta en libertad del poeta.

La lírica, el arte, la cultura, siempre han sido objetivos a eliminar por parte de aquellos que ven tales manifestaciones como armas apuntando a su poltrona y a sus bolsillos. Pocas frases más acertadas como la de «Matar al mensajero». Escritores, músicos, pintores… pagaron, y por lo que se ve siguen pagando, con sus vidas la osadía de denunciar injusticias, de reclamar libertades y derechos, de educar al pueblo.

Por desgracia no hablamos tan sólo de tiempos pasados ni de países lejanos. Aquí, ahora mismo, en la vieja Hispania, en la Hispania de ¡Todos con la Roja!, de la manida Marca España, la Cultura sigue estando en la diana de quienes llevan en la sangre y en el alma los genes del latifundio, del terrateniente, del «señorito». No existe pueblo más sometido que el pueblo inculto, por ello se está intentando arrancar la cultura a azadazos, al igual que se arrancan las malas hierbas.

Por fortuna no se llegan a los extremos de los legisladores del país del petróleo y la arena, pero la meta es similar: acabar con la cultura y con quienes la promueven.

El Real Decreto 5/2013, por el cual cuando un creador supera los 65 debe renunciar a los derechos de autor generados por las obras que publique, así como a los beneficios que pueda obtener por la obtención de un premio, por la realización de una conferencia o, en general, por cualquier actividad de carácter intelectual que alguien tenga a bien remunerarle, habla por sí mismo.

Y no, no hablamos de una ley que quizá no se aplique. El ángel exterminador ya ha empezado a llamar a las puertas. Figuras de nuestra literatura, como Eduardo Mendoza o José Caballero Bonald, ya se han sentado en el banquillo de la nueva Inquisición y, por supuesto, han sido condenados. En el fondo deben dar las gracias. Hace unos pocos siglos habrían ardido en la hoguera.

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