Los que afrontamos la escritura de una novela histórica, la primera necesidad con la que nos encontramos –para algunos esa necesidad se convierte en obstáculo, lo cual sería digno de debate- es la documentación precisa para ambientar debidamente ese argumento que tenemos en mente.
Lo más recurrente y recurrido es acercarse a una biblioteca que nos pueda ofrecer un catálogo de trabajos extenso y riguroso. Hoy en día, y por suerte, Internet palia en cierta medida la dificultad de quienes no disponen cerca una biblioteca en condiciones.
Dependiendo del personaje o personajes, de los hechos y de las épocas que queramos tratar en nuestra novela, la documentación puede ser más o menos complicada de encontrar. Y cuando damos con lo que queremos, la alegría es tan grande que nos parece que la novela se escribirá sola. Pero lo que pretendo con estas líneas no es hablar de esa labor de búsqueda, sino de lo que se esconde detrás de esa información que hemos encontrado, o que no hemos sido capaces de encontrar, pero que probablemente existe en alguno de los muchos volúmenes ordenados en las estanterías.
Para que nosotros sepamos, por ejemplo, que en la Edad Media las leyes de muchas villas y ciudades prohibían el juego de dados y naipes, que las patatas eran algo inexistente en Europa hasta que fueron traídas del Nuevo Mundo, que el barbero de cualquier pueblo era a la vez dentista, o que existía un camino de rueda (apto para carros) y otro de herradura (apto solamente para bestias), ha habido personas que a lo largo de los siglos han ido poniendo por escrito las «noticias» que se daban en su entorno o las que llegaban hasta sus oídos: los cronistas. Gracias a ellos, conocemos hoy en día nombres, apellidos, lugares, fechas, hechos, costumbres… de hace siglos.
No hay que confundir la figura del cronista con la figura del historiador, aunque hay casos en que puedan ir unidas. El cronista, podríamos decir que es el periodista en el que el historiador se basa para estudiar el pasado y a partir de ahí sacar conclusiones, montar el puzle de la Historia –lo de la interpretación de las crónicas también daría para otro debate- y aportar a la cadena del saber los resultados de su investigación.
Allá por 2003-2004, tuve la suerte de conocer personalmente a un cronista. Y esa suerte se convierte en inmensa suerte al tratarse de Ricardo Guerra Sancho, Cronista Oficial de la Ciudad de Arévalo, en Ávila. Por aquel entonces yo me hallaba inmerso en la redacción de la novela que en 2005 sería publicada por la editorial Txalaparta bajo el título «Ignacio. Los años de la espada», centrada en la época más desconocida de Iñigo López de Loyola, el futuro San Ignacio de Loyola. Y esa época desconocida del guipuzcoano de Azpeitia tenía mucho que ver con la ciudad de Arévalo (por aquel entonces villa), ya que en ella pasó once años de su vida (1507-1518), es decir, desde sus dieciséis años hasta los veintisiete. Y para conocer de cerca la localidad y sus alrededores me desplacé hasta allí. En el ayuntamiento solicité información sobre el tema que me ocupaba, y sin dudarlo me facilitaron los datos de Ricardo Guerra Sancho.
La amabilidad, la empatía, la generosidad que recibí de su parte desde el instante mismo de conocernos y estrechar nuestras manos, merecerían elogios sin límite y un agradecimiento eterno. Me conformo con decir que caminando a su lado por la antigua villa viajé en el tiempo hasta siglos pasados. «Vi» a la joven Isabel, hija del rey Juan II de Castilla, padeciendo el deterioro mental de su madre; el ajetreo de las Cortes convocadas por Enrique IV; a las familias de musulmanes y de judíos que allí trabajaron y vivieron durante generaciones… y por supuesto, «vi» y «escuché» a Iñigo López de Loyola, hermano, hijo y nieto de banderizos, de guerreros, que en el palacio de Juan Velázquez de Cuéllar, Contador Mayor de Castilla, recibía educación cortesana y llevaba un ritmo de vida que, a quienes solamente conozcan su faceta mística y religiosa, sorprendería, y mucho.
En 2006 se cumplió el 450 aniversario de la muerte de Ignacio de Loyola, y en Arévalo, en donde Ignacio es venerado, el ayuntamiento organizó un ciclo de actos en su memoria, en los que, gracias a la mediación de Ricardo, fui invitado a participar, presentando mi novela. Fue, sencillamente, una tarde-noche memorables.
Recientemente, Ricardo ha publicado un libro al que ha bautizado «Arévalo. Histórico, artístico y monumental». No es su primer trabajo, tanto en solitario como en colaboración. Según sus propias palabras, este libro lo ha concebido en forma de guía, una guía nueva, actualizada, enfocada tanto al turismo como a los propios vecinos y vecinas de la ciudad, ya que la investigación es algo que no cesa y siempre aparecen detalles, curiosidades y hallazgos que merece la pena poner al día.
Aún no he tenido la oportunidad de echarle un vistazo, pero conociendo la forma de comunicar de Ricardo no me cabe duda alguna de que descubrir, o redescubrir Arévalo siguiendo sus páginas será un viaje productivo, sorprendente y ameno. Porque Ricardo Guerra Sancho ama su ciudad, su tierra, su Historia, pero es consciente de que la Historia la escriben los hombres y las mujeres, y que por lo tanto, por su propia condición de humanos, en todo pasado existen luces y sombras. De ahí que presuma de lo suyo y lo quiera transmitir al mundo, pero vistiéndolo sin ropajes aparatosos, adecentándolo sin maquillajes y cocinándolo sin edulcorantes.
Por mí mismo puedo decir que la Historia de Arévalo es fascinante y merecedora de libros, guías, novelas y hasta películas o series. Ahora, mediante el nuevo trabajo de Ricardo Guerra Sancho podemos conocerlo, o visitarlo de nuevo, cuando las condiciones sanitarias nos lo permitan, que ojalá sea pronto. Cuando nuestra vida vuelva a la normalidad, Arévalo puede ser un destino ideal para celebrarlo.
Dejo unos enlaces para conocer «Arévalo. Histórico, artístico y monumental» y a su autor, Ricardo Guerra Sancho, Cronista Oficial de la Ciudad de Arévalo.
Interesante. Un libro, entonces, a tener en cuenta. Gracias por la recomendación.