Venían del antiguo régimen y cada uno, con sus matices particulares, supo adaptarse a los nuevos tiempos. Los recuerdo ya mayores, y tal vez no fuera tanto por su edad cuanto por la seriedad de su gesto y el uniforme que llevaban puesto, de tono oscuro y triste como ellos.
     Entre sus ocupaciones, que yo no alcanzaba a entender del todo, había dos fundamentales y contrapuestas. Una de ellas tenía dos caras, pues consistía en garantizar la seguridad, por lo que a la vez que proporcionaba tranquilidad, suponía una componente de represión y cierto miedo a la reacción imprevista.
     La otra función era claramente positiva y así se percibía de manera nítida. Se concretaba en servir de enlace, durante su horario de trabajo, siempre de noche, entre la población y las distintas necesidades o emergencias sanitarias que pudiesen presentarse y, o bien llamaban y acompañaban al médico hasta la casa del enfermo o llevaban el recado de éste para que el doctor determinase qué hacer.
     Algo parecido ocurría con lo tocante al veterinario, pues aunque pudiera parecer menos importante, en aquellos años y en un medio rural primitivo y absolutamente dependiente de los animales para las tareas agrícolas o de la producción en las ganaderas, la salud de una mula o de un rebaño no era un tema menor.
   Recuerdo una anécdota, que no podría asegurar cuánto tiene de verdad y cuánto de recomposición más o menos deformada, en la que se vieron involucrados y de la que salieron airosos por los pelos. Uno de los días en el que estaban de “ronda”, detuvieron a un hombre forastero que no supo justificar qué hacía, a esas horas, en el lugar en el que le sorprendieron. Como en el Ayuntamiento no había calabozos donde encerrar con una cierta seguridad al sospechoso, se lo llevaron al “cuarto” en donde ellos se resguardaban en las horas en las que no tenían que salir a vigilar. Su intención era retenerlo allí hasta el día siguiente en el que determinarían si lo dejaban en libertad o se lo entregaban a la guardia civil del pueblo más cercano. Todo fue bien hasta que llegó la hora de terminar su servicio y marcharse a casa. En ese momento, y dado que el joven no había causado ningún problema ni mostrado intención de escaparse, determinaron dejarle, dormido como estaba, o aparentaba estar, y marcharse a casa a descansar.
   La sorpresa se la llevaron cuando amaneció y un vecino que había visto abierto el “cuartelillo” fue a avisarles. La reconstrucción de los hechos no resultó difícil y concluyeron que el detenido, una vez que se encontró solo y evaluó la poca resistencia de la puerta, decidió darle una patada y escapar, cosa que no le debió resultar demasiado complicado, ya que en ningún momento le inmovilizaron ni esposaron. Tampoco le habían requerido y retenido la documentación que pudiera haberle identificado.
     Como decía, el hecho no tuvo consecuencias importantes porque nadie se preocupó de ello ni el fugitivo volvió. Sí creo recordar que se inició algún expediente para sancionar a los vigilantes pero que no llegó mucho más allá de la mera instrucción y toma de declaraciones.
     Tras este suceso, la vida continuó su ritmo y los “serenos” desempeñando su función, cada vez más “descafeinada”, hasta que se jubiló el mayor de ellos, momento en el que el otro pasó a prestar servicios más administrativos o de ordenanza que de vigilancia, y así estuvo hasta el final de su vida laboral.
     Fue este uno más de los oficios o funciones que desaparecieron a lo largo de los años en la medida en que el pueblo perdía población y las circunstancias cambiaron hacia una sociedad más abierta y menos represiva, a la vez que se contaba con nuevos medios para suplir lo que antes sólo podía cubrirse a través del servicio de una o varias personas. No obstante, siempre quedó en él y en el resto de la comunidad, el eco de su oficio primordial y algo de ello se “perpetúa” en alguno de sus descendientes, aunque los tiempos han cambiado y también nosotros.

Esteban Rodríguez Ruiz