Recuerdo el día en que decidí hacer la película en el Japón. Fue en abril del año pasado. En un día así empecé la historia de mi vuelta a Asia. Siempre supe que la vuelta era inevitable, aunque no para siempre, ya que me encuentro muy bien en mi país y no deseo vivir en otro sitio. Sin embargo, volvía allí. No hay nadie que después de vivir media vida en Asia no sienta la tentación de volver. No sabía cuándo ocurriría ni siquiera dónde iba a ser o cuál sería la causa de la vuelta. En nuestro mundo nada cambia más de prisa que la geografía. La amable China, país y hogar de mi juventud y adolescencia, es de momento tierra prohibida. Me niego a darle el título de país enemigo. La gente que vive en mi memoria es demasiado amable y la tierra demasiado hermosa para ser enemiga.
La China no es todo Asia, pero sí una gran parte de ella. Quedan todavía otros países a los que podría volver: el Japón, la India, Corea y el resto. El Japón es, después de China, el país que conozco mejor, así es que lógicamente la vuelta sería allí. Pero ¿cuándo? No soy una turista, y no disfruto visitando un país si sólo voy a ver lo que figura en las guías. Tampoco me gusta ir a ver a alguien determinado. Me había dicho, por lo tanto, muchas veces que cuando volviera al Japón sería con algún proyecto, una obra mía por ejemplo, algo interesante que yo realizaría allí, algo que sirviese de excusa a mi negativa a aceptar todas las invitaciones que me hicieran para cenar, o pasar el fin de semana, o cualquier otro entretenimiento que la gente hospitalaria ofrece a sus amigos. Pero ¿qué proyecto sería ése? Aquélla era otra pregunta a la que no hallaba solución por el momento.
Pero un día me ofrecieron de improviso un viaje al Japón, para trabajar con otros en la realización de una película basada en mi cuento La gran ola . Aquel trabajo sería algo nuevo y por lo tanto interesante. Hace ya tiempo que pasé por la etapa de precaución e instintos conservadores que tiene la juventud. He llegado a la edad de la aventura, y La gran ola es un libro de aventuras. El tema se desarrolla en un pueblecito de pescadores, y en escena figuran también un desbordamiento de las aguas y un volcán, que no había visto desde hacía muchos años, y que me gustaría volver a contemplar. Por fin recibí una respuesta a mis preguntas. El lugar sería el Japón, y en seguida.
Pero todavía quedaba algo por resolver: mi familia. Algunos de los miembros de la misma eran viejos y otros muy jóvenes, una gran familia extendida a través de generaciones y con ramificaciones muy diversas. ¿Podía y debía yo dejarlos en un momento como aquél? Nos reunimos en consejo de familia. Aparentemente no sólo podía sino que debía hacerlo. El médico de cabecera me dijo que no había motivos para que yo retrasase mi partida. Tanto los niños ya crecidos como los que estaban creciendo se hallaban llenos de vitalidad y energía. ¿Y él? Estaría siempre igual. Si esperaba a que llegase el desenlace, podría ser cuestión de años. Seis meses antes no hubiera podido dejarlo, pero en aquel espacio de tiempo las cosas para mí habían dado un cambio tan grande como la noche y el día. Se había adentrado en un mundo propio. Yo todavía no me había acostumbrado a la idea de lo que era y lo que sería ya desde entonces.—Márchese —me dijo el médico—. Necesita un cambio. Tiene un largo camino que recorrer.
—Márchate —me dijo mi hija más sensata—. Yo me encargaré de todo.
De modo que, animada, firmé el contrato y se compraron los billetes para la marcha.
Del libro había que hacer un guión. La gran ola es una historia muy sencilla, pero su argumento es muy amplio. Trata de la vida y de la muerte envolviendo a un puñado de seres humanos en un pueblo remoto de pescadores, en la punta sur de la hermosa isla de Kiusiu, al sur del Japón. La obra tiene a lo largo del relato una gran vitalidad. Ha sido galardonada y traducida a muchas lenguas, pero nunca al mundo extraño y maravilloso de una película. El lenguaje del movimiento es en sí aventura; ya no son sólo palabras sino seres humanos que hablan, viven y mueren con valentía, y aman y palpitan con mayor coraje aún. Estoy acostumbrada a las artes sencillas. Me he familiarizado con los lienzos y los pinceles, con el barro y la piedra, con algunos instrumentos musicales, pero la imagen en movimiento es algo completamente diferente de todo eso. Sin embargo, es también un gran arte. Aun cuando lo mancillan artistas de poca monta y material barato, el medio es inspiración en potencia. Cuando los artistas sean lo suficientemente buenos, llegaremos a obtener muchas películas geniales. No albergaba la ilusión de una película genial en aquel caso, pero esperaba, a pesar de todo, poder colaborar en la realización de una película fiel a los caracteres que yo había creado.
Nos pusimos en marcha una mañana de mayo. Durante los años que yo pasé en China, el Japón había sido un buen vecino. Cuando yo era niña, si íbamos en barco desde Vancouver o San Francisco, el Japón era la última escala que se hacía antes de llegar a Shanghai, la entrada a mi casa de China. Si partíamos de Shanghai, entonces el Japón era la primera escala que se hacía en dirección a mi casa de América. También había sido un país de refugio cuando las revoluciones nos obligaban a marcharnos de la China. Una vez pasé muchos meses en una pequeña casa del Japón, en las montañas, cerca de Unzen, y Unzen está cerca del sur de la isla de Kiusiu, cerca de Obama. Hice un viaje en una barca motora alrededor de Kiusiu aquel mismo año, y me detuve poco tiempo solamente en Obama para bañarme en las fuentes termales de aquel punto. Me imaginaba el pueblecito de pescadores en aquella región, junto a la costa maravillosa, las montañas verdes y el volcán humeante.
—Lo reconoceré en cuanto lo vea —le dije a mi familia—. Será un pueblecito con una playa rocosa, una bahía arenosa entre montañas, y unas cuantas casas de piedra tras un alto malecón. Lo veo con los ojos de mi imaginación como si lo recordase, aunque no sé su nombre.
Si el Japón había estado cerca y sido familiar para mí en el pasado, todo parecía ahora a dos pasos de mi casa de Pensilvania. Subimos a un jet en Nueva York, a dos horas de distancia de mi granja aproximadamente, y nos acostumbramos al vuelo en cuestión de minutos. Reflexioné sobre el increíble cauce de mi vida. Aunque, si Dios quiere, me quedan todavía muchos años de vida en este mundo maravilloso. Relacionándome con la vida y la gente, yo había empezado a vivir en la Edad Media. Cuando era niña viajé en un carrillo, en una litera, en una carreta tirada por mulos, en un barco tirado por unos hombres que andaban a lo largo de un canal. Hasta que tuve doce años no vi un tren en China y hasta que tuve quince años no viajé en él. A los barcos estaba acostumbrada, ya que en el río Yangtsé, había barcos que nos llevaban a Shanghai y, por lo tanto, a través del Pacífico o por el río hasta Kiukiang y los Montes de Lu, adonde huíamos del verano tórrido de las llanuras. Ni vi ni viajé en automóvil hasta que me mandaron a la Universidad y luego cuando volví a mi país. Entonces me convertí en una mujer moderna y me dediqué a viajar en avión como si tal cosa. No, ahora recuerdo que antes de dar ese paso tomé una rudimentaria avioneta para acortar un viaje a Rangún; si no, habría tenido que tardar ocho días en un barco lento. Y una vez volé desde Suecia a Copenhague en otro trayecto. Sí, y otra vez volé desde Ceilán a Java bajándome en el calor húmedo y achicharrante de Sumatra. Años más tarde, mi primer viaje en un jet fue en Europa, en el rapidísimo silencioso avión que hace la ruta de Copenhague a Roma. Mi interés por la ciencia me ha tenido interesada en el desarrollo de los aviones y cualquier cosa más lenta que un jet me impacienta ahora, ¡a mí, que empecé mi vida a una velocidad no superior a las cuatro millas por hora y en litera!
Cuando el aparato me elevó de la tierra al cielo aquella mañana de mayo en Nueva York, confieso que me pareció un caso único. El enorme pájaro metálico se irguió para emprender el vuelo, los motores rugieron y aquel ser tembló con su propia fuerza interior. Parte de mi emoción se debía probablemente al hecho de sentirme indefensa cuando nos lanzamos al aire. Me había encomendado al aparato. No podía escapar ni descender. No tenía que tomar ninguna decisión, ya que no había otro recurso que subir por el aire. Un viejo proverbio chino dice que de los treinta y seis modos de huir, el mejor es echar a correr. No sé cuáles serán los otros métodos, y, lo que es más curioso, nunca se me ocurrió preguntárselos a nadie después de pasar tantos años en China. Supongo que no lo hice porque la respuesta habría sido que los otros métodos eran innecesarios, ya que siempre le queda a uno el remedio de echar a correr. Eso ya no es válido en todos los casos actualmente. Cuando uno se encomienda a un aparato del aire y la puerta está herméticamente cerrada contra todo, no existe escapatoria alguna ni echando a correr. El resultado es una extraña sensación de paz, desesperada tal vez, pero paz al fin y al cabo.
Pensamientos de este tenor pasaban por mi mente aquella mañana mientras, a través de la ventana del avión, contemplaba a la tierra alejarse de mí. Cuando volviese a ella horas más tarde, si es que volvía, el ancho continente de mi tierra natal y el océano Pacífico, de un azul intenso, se interpondrían entre mi casa y yo, aunque en mi niñez los barcos tardaban semanas en cruzar aquel mismo océano y los trenes otra semana en cruzar el continente. Sin embargo, este nuevo mundo no me ha parecido nunca extraño. La velocidad ha pasado a ser un hecho palpable lo mismo que necesario. Flotábamos sobre un mar de nubes de plata y yo me eché hacia atrás en mi asiento para seguir trabajando en el guión de mi película.
Las islas Hawai son como piedras que se yerguen entre Asia y los Estados Unidos, como si uno pudiera servirse de ellas para cruzar las aguas. Las recuerdo como islas de esperanza cuando era niña y viajaba en barco. Diez días desde San Francisco a Honolulú u ocho días desde Yokohama a Honolulú era lo más normal. Pero yendo al Este o al Oeste, siempre tenía yo la ansiedad de llegar a las islas de eterno verdor donde podían cogerse cocos de las palmeras y el saludo de bienvenida era una guirnalda de flores. La velocidad de los aviones nos ha privado en parte de la novedad del gran barco entrando en el puerto después del largo viaje y la contemplación de grupos de amigos esperando, o incluso la tristeza de los últimos momentos de despedida y de los amigos saludando con la mano desde el muelle, mientras el gran barco levaba el ancla emprendiendo el largo viaje.
Aterrizamos impecablemente y con precisión en Honolulú, ni un momento más tarde del horario previsto y fue a recibirnos gente competente que nos llevó al hotel para pasar la noche. Me había decidido a hacer escala en Honolulú no sólo porque quería visitarlo otra vez sino, especialmente, porque quería pasar una vez más por las montañas ondulantes de detrás de la ciudad.
Quería ver a los expertos del esquí acuático deslizarse por encima de las olas. Y sobre todo quería aspirar el ambiente de Hawai como Estado libre ahora, en una nación libre. Tenía la teoría de que el pertenecer a una nación como parte integrante de la misma implicaba el subsiguiente descontento de las islas y la protesta de las mismas, y no es que la gente protestara mucho en Hawai, donde el aire es siempre cálido y la lluvia y el sol se suceden diariamente de un modo justo e injusto, y hasta a veces ocurriendo ambas cosas al mismo tiempo. No, allí tendría que ser una cuestión de estado de ánimo.
Era ya de noche cuando descendimos, y la luna brillaba en la blanca espuma y el mar oscuro. El hotel era principesco y al cruzar el inmenso vestíbulo para que nos entregaran la llave de nuestras habitaciones y pudiéramos descansar, contemplamos al pasar hombres y mujeres que entraban y salían, gentes de razas y costumbres diversas. No me resultaban extraños aquellos tipos diferentes, únicamente desentonaban las turistas vestidas con sus «Mother Hubbards», esa vestimenta adoptada por las mujeres de Hawai cuando llegaron los misioneros por primera vez, cuando aquella gente vivía aún como en los tiempos de Adán y Eva en su Paraíso, y no se daban cuenta de que el ir desnudos pudiera ser malo. A veces pienso si serían los misioneros los que obligaron a aquellas gentes inocentes a cubrirse, o si serían las mujeres misioneras, con sus faldas largas, los brazos cubiertos enteramente y el cuello tapado hasta arriba, quienes lo harían, sabiendo que jamás podrían competir con aquellos cuerpos suaves y tostados, que no llevaban nada más que un trozo de tela de alegres colores o unas yerbas cubriendo el pudor y una flor roja en su ondulado pelo negro. ¡Sólo Dios lo sabe, y se guarda esos secretos para Sí, tal vez con una sonrisa! Hoy, por capricho de la moda, las jóvenes de Hawai llevan vestidos elegantes al estilo occidental y las turistas se ponen las túnicas «Mother Hubbard», con lo que nuevamente las mujeres hawaianas salen ganando.
El aire de Hawai es divino. Me tendí en la mullida cama y me dormí, despertándome para respirar la suave y pura atmósfera empujada por un gentil airecillo procedente del mar, y me volví a dormir hasta que el sol penetró en mi habitación. Me levanté entonces, me bañé y vestí y me desayuné sola en la pequeña terraza que había delante de mi habitación. El aire de la mañana era de la misma temperatura que la de mi cuerpo, no sentí cambio alguno al salir a la terraza. Me pareció una situación semejante a la de un niño que está aún en el vientre de su madre. Es una sensación de suavidad indescifrable y las consecuencias de la misma son un gran bienestar y la ausencia total de preocupaciones.
Ya había esquiadores acuáticos, disfrutando de las olas mañaneras, y hombres y mujeres casi desnudos se solazaban en la playa. Me di cuenta de que tenía razón al hablar del cambio espiritual. El camarero que me sirvió el desayuno se movía con una calma y seguridad que revelaban su satisfacción interior. Hablamos brevemente de ello al yo decirle que cuando visité Honolulú anteriormente no era aún capital de Estado.
—Todo es mejor ahora —me dijo.
—¿Cómo es eso? —pregunté.
Se encogió de hombros.
—No es cuestión de comida o de vestidos o de algo material. Es simplemente que ha mejorado en todo. Ahora tenemos derechos, podemos hablar… —Y de pronto cambió de tema—. Señora, la mermelada es muy buena, hecha de naranjas frescas o de piña fresca. Se la recomiendo.
—Gracias —le dije—; creo que tiene razón. Todo es mejor ahora.
Reflexioné sobre esto después que él hubo echado en la taza los huevos pasados por agua, y me sirvió lo demás y se marchó. Sentirse excluido es siempre peligroso. Ser participantes es por el contrario la única seguridad posible: si es que estamos destinados a formar un mundo de paz: la participación en un reino internacional. Creo que todos los países deberían pertenecer a las Naciones Unidas, con la misma fatalidad que un niño que nace dentro de una familia. Dimitir sería imposible. Si en un arranque de petulancia el niño se inhibe o incluso se marcha de su casa, sigue siendo miembro de la familia. Las relaciones básicas son aplicables hablando del mundo como familia de naciones. Todo lo que es básico, es sencillo y comprensible.
A mí no me gusta practicar el esquí acuático. El mar y yo no somos enemigos, pero digamos que somos poco amigos. He tenido encuentros con el mar embravecido y hasta con el mar en calma, pero aun en el último caso me recordaba a un león tratando de ser manso mientras palpa a un hombre con su pata juguetona.
Una vez, un día de agosto, en Martha’s Vineyard, estábamos él y yo nadando no lejos de la orilla. Había habido una tormenta hacía algunos días y aunque el cielo aparecía azul aquella mañana el mar presentaba olas magníficas.
—Dame la mano —dijo él—, juntos tendremos fuerza suficiente para combatirlas.
Pero no fue así. El mar nos atrapó entre sus enormes patas, nos arrastró hacia dentro, tragamos agua, los salpicones nos cegaban, y salimos medio ahogados. Todavía cogidos de la mano fuimos arrojados a la arena y pudimos escapar. Lo que recuerdo es la sensación de seres indefensos en aquellos momentos, cuando nos llevaban las olas, cuando estábamos a merced de un poder insensato y sin clemencia. Echamos a andar en silencio por la playa, él y yo agradecidos del don de la vida y sin querer saber más del mar durante aquel día.
Por lo tanto, no sentía inclinación por el esquí acuático estando sola en Honolulú.
Tampoco me sirve de nada imaginar que puedo divertirme entre un grupo de gente. Los cazadores de autógrafos existen en todas partes del mundo y como no me gusta mostrarme desagradable, es preferible que me quede en algún rincón solitario. Sola, por tanto, disfrutaba de mi terraza y de la vista que se me ofrecía del mar y las montañas. Leí los periódicos de la localidad, siempre una ayuda para comprender mejor al país, y dejé que transcurriera el tiempo hasta la hora de la comida con unos amigos, y luego fuimos a dar una vuelta en jeep por la isla. Waikiki es para los turistas, y únicamente al marcharse de allí es cuando uno se da cuenta de las otras playas resguardadas en pequeñas bahías donde la gente que vive en Honolulú o por allí cerca, se va con sus familias para merendar y divertirse. La carretera es magnífica y abraza una costa maravillosa. Nos detuvimos a menudo para contemplar el impacto de las olas tremendas contra las rocas negras de lava milenaria, y nuevamente, como muchas otras veces en mi vida, me extasié ante la maravilla de los arrecifes escarpados, montañas negras de cara al mar. Parece increíble que seres humanos puedan escalar esas moles de roca volcánica y que haya cuevas y grietas entre ellas. Sin embarco los hombres de otras épocas las escalaron y se resguardaban en las cuevas y grietas llevando consigo canoas y botes que pasarían a ser los monumentos funerarios de los famosos capitanes del mar. Hoy día otros hombres suben para bajar las embarcaciones nuevamente, limpiarlas del polvo de los siglos y depositarlas en los museos. Me acordé de Noruega y las grandes embarcaciones existentes en los museos de aquel país, que también fueron tumbas de los lobos de mar. En Hawai, el rescate de los barcos antiguos parece increíble a causa de la resbaladiza altura de los acantilados.
Era ya de noche cuando volvimos al hotel. En el periódico de la tarde venía la noticia de un gran terremoto ocurrido en Chile. Leí el desastre y me estremecí por aquellos que habían perdido la vida.
¡Chile! Recordaba que la expedición de Downwind del reciente Año Geofísico, hecha por mar, en su exploración bajo el océano, tenía el proyecto de medir la ola de calor desde el interior de la tierra hasta el fondo del Pacífico. En Easter Island Rise la oleada de calor aumentó sobremanera. Easter Island y Sala y Gómez, ambas chilenas, eran el resultado de esta subida. Y justamente fuera de la costa oeste de Chile hay una depresión profunda con el fondo muy estrecho, una compensación de los Andes, pero probablemente originado por un río de corriente fría que parte del centro del océano y se abre paso bajo la masa rocosa del continente. Un mundo extraño y silencioso bajo las aguas aquel lecho del océano, un mundo violento a veces cuando ocurre una catástrofe en pugna con el fuego y el agua, el calor y el frío.
Chile parecía muy lejos de las amables islas de Hawai, y me dediqué a pensar en nuestros planes para aquella noche. Íbamos a cenar en el club nocturno que había al otro lado de la calle, y en efecto disfrutamos de la comida hawaiana, la música y los bailes. Los bailes me hicieron reír una y otra vez. No eran solamente hermosos, sino que también eran sutiles y alegres sátiras de la vida. Uno de los bailes, ofrecido ostensiblemente a la memoria de los primeros misioneros, era especialmente humorístico. Una hermosa joven morena apareció en escena. Llevaba un vestido blanco anticuado y de corte occidental, de muselina bordada; no era un «Mother Hubbard», sino la clase de vestido que habría llevado la mujer de un misionero de hace cien años, con el cuello alto, las mangas largas, estrecho de cintura, la falda ancha y hasta el suelo con un poco de cola. La joven era la viva imagen de la inocencia, con el pelo largo muy bien peinado en un moño sobre la nuca. La única nota de color que llevaba, sin contar los rojos labios, era una flor roja de hibisco detrás de la oreja izquierda, y aquella flor me hizo sospechar. A los pocos minutos se confirmaron mis sospechas y me miró una risa incontenible. Aquella joven, aquella doncella inocente de la isla, envuelta de la cabeza a los pies en su vestido blanco, bailó una danza llena de todas las vilezas que una mujer puede inventar para cazar al hombre, y estoy segura de que si la misma Eva la hubiese visto, hubiera querido recibir lecciones de ella. Dentro del vestido blanco, el hermoso cuerpo moreno se estremecía de placer sensual, y no digo primitivo, ya que ese placer es eterno, y se renueva en todas las generaciones de hombres y mujeres en una danza de amor.
La media luz de las lámparas recayó sobre el corro de espectadores, cada uno sumido en su propio sueño, sus recuerdos o sus deseos insatisfechos. Cuando terminó la danza se hizo el silencio, seguido de un suspiro profundo y finalmente de una lluvia de aplausos. La hermosa joven sonrió y, haciendo una inclinación, se marchó. Aunque aplaudimos hasta que nos ardían las manos, no volvió a aparecer.
El maestro de ceremonias anunciaba cada número con una breve charla, y varias veces durante la velada habló de desbordamiento. Dijo a modo de chiste que a lo mejor nos gustaría experimentar la emoción de un desbordamiento y que por tanto había encargado uno como una atracción más de la noche. Ninguno de nosotros se tomó aquello en serio hasta que abrimos los ojos a la realidad y él empezó a hablar nuevamente de inundación. De pronto oí claramente lo que decía. No nos anunciaba un desbordamiento de las aguas, sino que nos prevenía de la llegada de uno de verdad.
Me levanté inmediatamente con mi acompañante, y salimos de allí y cruzamos la calle hacia el hotel. Todo era confusión. Los huéspedes se habían concentrado en los pisos de arriba y habían hecho barricadas en las calles que daban al mar. ¿Qué hacer? Nos miramos consternados. Nuestro jet tenía anunciada la salida para una hora después de la medianoche. Apenas si eran las once aún. Si la vida y sus dificultades me han enseñado algo al cabo de los años, ha sido el seguir el plan fijado hasta que sea de todo punto imposible. Nos apresuramos, pues, a nuestras habitaciones, hicimos el equipaje en un santiamén y tomamos el último taxi libre hacia el aeropuerto.
Como todo el mundo sabe, el aeropuerto de Honolulú está en una estrecha península justo sobre el nivel del mar. Cuando llegamos estaba desierto, lo que nos alarmó bastante. Sólo unos cuantos empleados miraban el horizonte. El taxista parecía tener prisa en dejarnos. A los pocos minutos nos encontramos solos en la gran sala de espera; un empleado adusto nos condujo al piso de arriba y nos dejó en un fumador muy cómodo. Aquella sala también estaba desierta y sólo quedaba una azafata asustada detrás del mostrador del bar. Nos recibió sin entusiasmo, sirvió nuestros cafés, y se dirigió al ventanal, y se quedó mirando al mar a través de la oscuridad. Nos sentamos en el sofá y escuchamos la radio, sin otra alternativa. Había un altavoz en el techo sobre nosotros. Tocaba música de jazz , pero a cada momento se interrumpía la música y una voz inexorable comunicaba que el desbordamiento había alcanzado ya otra isla y que la altitud del oleaje había aumentado. En pocos minutos atacaría Hilo, a una altura aproximada de más de treinta metros. También nos enteramos de que aquel desbordamiento era producido por el terremoto de Chile. Hay una conexión continental bajo el océano entre el profundo desfiladero junto a Chile y las islas del Pacífico. ¡Extraño fenómeno el que se produzca un desprendimiento en un hemisferio causado por un terremoto ocurrido en otro hemisferio!
Mis pensamientos se interrumpieron al darme cuenta de la repentina desaparición de la azafata de tierra. Había vuelto al mostrador murmurando algo sobre su marido y sus tres niños. ¿Se alarmarían al ver que ella no volvía a medianoche como tenía por costumbre? No podíamos responder a su pregunta ni ella tampoco; por lo tanto, sin decir una palabra más ni siquiera adiós o buenas noches, se marchó y no la vimos más.
Seguimos sentados en la gran sala. La música de jazz se terminó a la medianoche y sólo quedó la voz que anunciaba la proximidad de las aguas desbordadas. Nos detuvimos a considerar nuestra situación, cualquiera que fuese lo que el destino nos preparaba, y cesamos de hablar. La voz nos informó de que no quedaba ningún avión en el campo y todos los vuelos habían sido cancelados. Las calles que llevaban al hotel estaban interceptadas. El silencio que se cernía sobre la ciudad era imponente. Ninguno de nosotros dos osaba decir palabra. No nos quedaba más que esperar.
De pronto, a la una en punto, se abrió la puerta. Un joven casi sin aliento nos gritó que bajásemos en seguida al campo. Nuestro avión iba a partir en pocos minutos. El equipaje ya estaba en el aparato. Cogimos nuestros bolsos de mano y salimos rápidamente tras él. El jet estaba allí, nos empujaron para que subiéramos más de prisa, y más de prisa que nunca el aparato se elevó por los aires. En el mismo momento en que despegábamos, la radio anunciaba la irrupción de las aguas.
Remontándome hacia el cielo se me vino a la mente la imagen de la muerte. Las horas de ansiedad que habían precedido a nuestra partida final, la separación de la tierra y todo lo que habíamos pasado, incluyendo la ascensión hacia espacios desconocidos ¿no había sido en verdad la experiencia de la muerte? Había, sin embargo, una diferencia, y era que del vuelo final no se vuelve nunca más y para nosotros, sin embargo, existía la esperanza de volver al bello Japón.
Sin embargo, antes de que volviésemos nuevamente a la tierra, las aguas habían irrumpido en la ciudad de donde despegó el avión. Remontándonos por el cielo, la radio anunció que el desbordamiento había llegado al Japón por el oeste. Había viajado más de prisa que nuestro jet , para atacar con enorme fuerza las playas del noroeste. La gente que había recibido aviso del Gobierno, no podía creerlo. Su experiencia les decía que un terremoto y un desbordamiento llegan casi a la vez, pero no como había sucedido en aquel caso. No podían dar crédito al hecho de que un terremoto en Chile significara un desbordamiento en sus playas. ¡Qué extraña coincidencia que tuviéramos que llegar nosotros al Japón en aquellos momentos, para rodar una película llamada La gran ola !
—¿Cómo se las han arreglado para conseguirlo? —nos preguntaron los periodistas en el aeropuerto de Tokio—. ¿Quién es su agente publicitario?
Desde luego bromeaban. No teníamos ningún agente publicitario, pero era verdad que llegamos a la vez que el desbordamiento o la ola gigante. Me entristecía pensar que mi vuelta a Asia tuviera lugar durante una catástrofe. No podía hacer nada más que expresar mi simpatía por los que habían sufrido.
Me había imaginado una llegada a Tokio tranquila. Llegamos entre las dos y las tres de la madrugada y no creía que fuese a recibirme nadie al aeropuerto. Pensé en el trayecto silencioso desde el aeropuerto hasta el viejo «Hotel Imperial», el trayecto a través de las calles oscuras. Después me daría un baño y me metería en la cama. Había sido un vuelo largo, después de todo. Durante la noche descendimos sobre la isla de Wake para cargar combustible, pero fue una parada sin importancia. Por la ventana vi un apelmazamiento de edificios y hombres que iban de acá para allá, a sus asuntos. Podía haberse tratado de una ciudad cualquiera a medianoche, pero Tokio era diferente.
—Me alegro de llegar a una hora tan intempestiva —dije—. Así no vendrá nadie a recibirnos.
—No estés tan segura —contestó mi acompañante.
El gran avión se estremeció al descender y las luces de Tokio brillaron en la oscuridad.
—Tengo razón —aseguré—. No hay nadie aquí.
Un hombre vestido con uniforme blanco se acercó a nosotros.
—¿Son ustedes…?
—Sí, en efecto —respondí.
—Entonces, bienvenidos al Japón —dijo—. Soy de las líneas aéreas japonesas. Vengan por aquí, por favor… Un momento, por favor… fotógrafos y reporteros.
Nos detuvimos. Las luces brillaron en la oscuridad; nos hicieron algunas fotos. Los periodistas nos rodearon haciéndonos preguntas y comentarios sobre el desbordamiento.
—Gracias —dijo el hombre a los reporteros cuando dimos muestras de cansancio—. Sus amigos los esperan.
De modo que nos esperaban. Nos apresuramos a pasar por la aduana, y
nuestros amigos nos agasajaron con flores y saludos de bienvenida.
Me sentía en cierto modo como si hubiese vuelto a casa después de una larga ausencia, y en cierto modo como si hubiese llegado a un país nuevo y extranjero. Los rostros sonrientes, las voces amables, y en ocasiones los ojos empañados en lágrimas hablaban por sí solos. Hombres y mujeres que había conocido de joven habían cambiado tanto como yo, y con ellos había hijos y nietos como los que yo tenía en casa; los niños iban vestidos a la moda occidental y las niñas con el típico quimono.
—Mis hijas se levantaron a la una para poder llevar el quimono al venir a recibirte —dijo orgullosa una amiga.
Sé el tiempo que se tarda en ponerse una el kimono y peinarse debidamente. Las niñas eran muy guapas y me alegraba de que ellas y otras llevasen quimono para hacerme sentirme en casa, por lo menos a mi llegada. Cuando vivía en el Japón antes de la guerra, todas mis amigas llevaban quimono. Las más modernas y liberales tenían tal vez un vestido a la moda occidental o un traje de chaqueta, pero era muy raro y no estaba bien visto. Ahora, sin embargo, las mujeres japonesas van vestidas a la moda occidental todos los días de la semana excepto en las recepciones de gala, cuando se visten con quimono, y muchas de ellas tienen sólo uno y otras ni uno siquiera. Hay excepciones, desde luego. Las mujeres mayores siguen conservando la antigua tradición y también ciertas mujeres distinguidas, que llevan quimono hasta para dirigir sus negocios. Mi amiga más íntima lo lleva porque le sienta bien. Ha alcanzado una edad y posición social en la que puede ponerse lo que guste y siempre queda bien.
La imagen de Tokio enmarcaba aquella gente que había ido a recibirnos con flores y fotógrafos. Sabía lo que había sufrido aquella ciudad durante los bombardeos de la guerra, y que ahora, ya reconstruida, representaba un símbolo del Japón nuevo y próspero que me resultaba desconocido. Hasta la gente que fue a recibirme parecía haber cambiado para bien. El frío protocolo había desaparecido. Oí risas espontáneas y reales. Todo el mundo hablaba con libertad y sin miedo. Aquello era algo nuevo. La amable cortesía prevalecía aún, pero la vida y el optimismo brotaban por doquier como si hubiera desaparecido la antigua tirantez del trato social. Aquélla fue la primera impresión que recibí esa noche, y hablaré de ella una y otra vez porque se reflejaba de muchas maneras distintas.
Mientras tanto, los fotógrafos nos seguían pacientemente sin que se les pasase inadvertido cualquier paso que dábamos. Los fotógrafos japoneses son infatigables, filosóficos e increíblemente ágiles. No exigen sonrisas ni posturas amables. Disparan las máquinas incesantemente en dondequiera que uno esté y sea lo que sea lo que uno esté haciendo. Las luces de flash parecían gusanos de luz brillando en la noche, y nos fotografiaban continuamente, rodeados de flores y de amigos. Finalmente, nos dirigimos en masa a los coches que esperaban y que nos llevaron a velocidad supersónica hasta el «Hotel Imperial». No sé por qué, pero los conductores de coches japoneses no me han asustado nunca. Se lanzan por calles de dirección prohibida y por entre la gente gritando y avisándolos de su presencia al pasar y, sin embargo, no hay accidentes o por lo menos yo no he visto nunca uno. Todo parecía natural al recordar tiempos pasados, hace años, cuando me llevaban de aquella misma forma por las calles o a lo largo de los acantilados, subiendo y bajando montañas, o por el mar y la rugiente espuma de las olas. Tal vez la falta de miedo sea porque en Asia me dejo llevar tranquilamente por el fatalismo oriental y me doy cuenta de que prácticamente no puedo evitar nada.
Finalmente llegamos vivos al «Hotel Imperial», donde el Japón se mezcla con el resto del mundo recibiendo a sus visitantes con su gracia y estilo característicos. Todo eso se combina con la comodidad en gran escala y el esmerado servicio de hotel, así es que una hora más tarde descansábamos ya en nuestras habitaciones con aire acondicionado y rodeados de cestas japonesas atestadas de flores.