Le basta un certero golpe para derribarlo. El otro intenta recuperar el equilibrio, pero se lo impide manteniéndolo contra el suelo mientras nota su respiración agitada bajo la mano con la que presiona su pecho. La hora que marca el reloj digital de su muñeca le preocupa. No le queda mucho tiempo para acabar el trabajo. Eleva los ojos, cruzándolos con los de quien yace indefenso; tan pequeños y negros que resultarían inescrutables de no ser por el pánico que traslucen. Siempre ocurre igual. Ha visto demasiadas veces a sus víctimas cometer el error de dispersar sus esfuerzos tratando de escapar hasta acabar concentrándolos en una sola mirada, buscando una piedad que para entonces ya es imposible.

No emite un solo ruido. Solo boquea. El pico, entreabierto al ritmo de sus jadeos, rezuma fatiga, o tal vez ansiedad por lo que va a ser de él. Pero el hombre que tiene encima no disfruta matando. Solo se trata de negocios. Y el mundo no va a ser mejor, ni distinto, por aplastar a ese pájaro. Afloja la presión de su mano y el animal, tras un segundo de vacilación, sale volando en dirección contraria al resquicio de la ventana por la que acaba de entrar, desorientado. Desaparece entre los cuerpos despellejados de corderos y vacas que penden colgados de gruesos ganchos, y al poco su aleteo deja de oírse. Hay quien piensa que escapa de su destino cuando en realidad está corriendo hacia él. En este caso hacia una estéril prórroga: el frío de la cámara frigorífica hará el resto.

Ojalá fuera tan fácil respecto al otro; se gira, recordando que no está solo en la estancia. Mira al tipo semiinconsciente que está en la silla con las manos y las piernas atadas. En otros tiempos, a esas alturas del proceso habría llamado al contratante para anunciarle que la víctima ya no era capaz de hablar. Y al otro lado del teléfono alguien habría sonreído, deleitándose en su afán de venganza; o quizá se habría mostrado inquieto al entender que ya no había marcha atrás. Pero esta vez no tiene a quién llamar. Como el agua en una habitación que se inunda, así contempla resignado aumentar el nivel de la soledad que él mismo se ha buscado. Sabe nadar, confía en no ahogarse, aunque hay algo que le dice que se está volviendo turbia, tiñéndose de un color demasiado parecido a la desconfianza.

Hace una hora, el hombre de la silla gritaba y se resistía. Por último, empezó a gemir, como si pretendiera negociar a base de lamentos, los cuales parecía manejar mejor que el idioma. Ahora permanece en silencio. El lenguaje posee demasiadas barreras, pero el dolor iguala a todas las personas.

Se acerca a él, cauto, desde la diagonal. Aun atado como está, no se fía. Si le quedaran fuerzas, un ataque desesperado en la parte frontal, un golpe en los genitales, en la cabeza o en la cara podría resultar fatal. Confirma su inconsciencia y desliza la mano por el antebrazo derecho del tipo hasta posar dos dedos sobre su muñeca. Ya no tiene pulso distal. La baja temperatura y la extrema palidez de su piel le confirman que los torniquetes de cuerda fina que le colocó casi a la altura de las axilas funcionan. La insensibilidad por la brusca ausencia de flujo sanguíneo provocaría que, aun levantándose, no pudiera usar los brazos. Eso asegurará el resultado.

Mira a su alrededor. Le llevará un tiempo recogerlo todo. A un lado, desperdigados, quedan la palangana con agua, la venda y los trapos con los que le ha infligido un ahogamiento simulado —que de simulado no tiene nada— para la melodía de las balas 9 que hablara. Pero esta vez no ha habido suerte. O el tipo es duro o completamente idiota. Mucho músculo, poco cerebro. Suele cumplirse el axioma. Su boca se arruga en un rictus disgustado al dedicar un último vistazo a los instrumentos de tortura. El agua se está congelando, lo que delata una frialdad en el aire que por algún motivo él todavía no siente. Se le acaba el tiempo y ha de finalizar el trabajo. A su espalda, el gorgoteo de un gemido sanguinolento le interrumpe esa reflexión. Al volverse observa al moribundo, que parece hacer un último esfuerzo por interrogarle con la mirada. Pero él no posee respuesta para su muda pregunta. Los ojos del otro se posan en el silenciador que comienza a enroscar, despacio, en el cañón, delatando un pánico que, al enfrentar el negro abismo cilíndrico, transforma su expresión en la de un muñeco de cera que acaba de aceptar su suerte.


CAPÍTULO 1

La vejez comienza cuando el recuerdo
es más fuerte que la esperanza.

Proverbio hindú

El cristal de la ventanilla le devuelve el reflejo de un hombre cansado. Tras ella desfilan cada vez más despacio los mástiles de las farolas, destacando su fulgor el pálido brillo de unas canas incipientes y el cóctel de fatiga y tristeza que es su mirada. Al entrar en la estación mira a lo alto, hacia el resplandor verde de la castigada uralita, tan intenso como los líquenes que imagina asediando la tumba reciente de su madre. Cierra los ojos y traga una saliva dura y amarga. Cuando vuelve a abrirlos, el tren ya se ha detenido. Se pone en pie, recoge su mochila del portaequipajes y consulta su reloj. Ha llegado tarde.

Nada más pisar el andén atisba el hosco semblante de un policía plantado más allá, en el control de seguridad. Repasa su coartada y su conciencia. Aún no hay nada que temer, de modo que alza la cabeza, aprieta el paso y solventa el torno de salida sin incidencias. En el exterior, una hilera de taxis separa a la estación del Norte de una Valencia que se le presenta tal como la recordaba. Echa un último vistazo al plano de la ciudad y vuelve a guardarlo en el bolsillo trasero de su pantalón. A punto de reorientar sus pasos, repara en el cartel de Se vende colgado en el edificio de La Unión y el Fénix Español. Tarde o temprano, hasta lo más emblemático sufre su ocaso, admite. En la azotea, la gigantesca estatua de un hombre abrazado a una mitológica criatura alada le hace fantasear con la idea de escapar de esa ciudad en cuanto le sea posible. Pero el aviso del semáforo de peatones le empuja de nuevo a la realidad y enfila la calle Játiva hacia la plaza de San Agustín. Al dejar atrás su iglesia recuerda que, de las dos calles que se abren ante él, debe tomar la de la izquierda. Avenida del Oeste, indica la placa azul con letras blancas clavada en la pared. Se consuela pensando que, al menos en eso, va por el camino correcto.

Un invisible relé considera que la tarde ya ha oscurecido lo suficiente, porque el resplandor naranja de las farolas callejeras surge de pronto, despacio, con la misma pereza que él siente por llegar a su destino. Pero se ha comprometido a hacerlo y ahora no hay vuelta atrás.

O tal vez sí.

Prosigue su marcha hasta que los latidos del corazón se le agolpan en la garganta al divisar, unos metros más allá, el perfil de otra iglesia. Se siente tentado de interrumpir el paso, pero termina por sobreponerse a su desconfiado instinto y continúa caminando. Lo hace sin prisa, notando cómo los muros del templo se hacen cada vez más grandes. Está casi a punto de llegar cuando percibe un fuerte olor a pescado que sale del Mercado Central, mezclado con la balada que un músico callejero apoyado en el muro de la Lonja toca en su acordeón. Al verse ante la puerta de la iglesia se detiene, dirige su vista hacia arriba y la posa en las figuras de piedra toscamente talladas que reposan sobre la entrada. Un santo y dos ángeles. Ninguno le devuelve la mirada.

El eco del portón cerrándose a su espalda se extingue y deja el interior inmerso en su perpetuo silencio. La cree vacía, pero cuando sus ojos se habitúan a la penumbra avista en la última fila de la bancada a un hombre joven que susurra algo en el oído de un niño sentado junto a él. Aguarda inmóvil unos instantes bajo el umbral. A diferencia de las de su tierra, no es esta una iglesia lóbrega. Pese a que el andamiaje del techo la afea un poco, el blanco de las paredes, los remates de las columnas en mármol negro y rojo y el altar completamente dorado confieren al lugar un aire desenfadado. El templo es grande, pero desde su posición puede dominarlo con la vista. Excepto los dos feligreses, allí dentro no parece haber nadie más. Mejor así. Unos adoran a Dios como él adora su impunidad.

Camina hacia la parte delantera. Aunque una vez fue creyente, no reconoce ninguna de las tallas de las capillas. Suerte de las inscripciones que señalan en honor de quiénes fueron esculpidas. Al pasar ante el altar duda un instante, pero termina por inclinarse y se persigna con disimulo. Luego sigue andando hacia el lateral opuesto hasta detenerse. Ahí está. La primera capilla junto a la puerta de la sacristía, la situada más al fondo y la más oscura. Limosnas a san Antonio Abad, lee bajo la cruz dorada de la pared. El retumbar de su corazón alcanza a sus oídos. La capilla está abierta. Carraspea y mira hacia atrás varias veces. Sus retinas no captan ninguna figura humana, pero su imaginación despliega policías acechando en cada rincón del templo. Respira un par de veces y vuelve a tomar conciencia de quién es y de por qué está allí. Por fin accede y se aproxima al pequeño altar desde el que le contempla la escuálida figura de un anciano con barba blanca que sostiene un libro y un cayado. Luego se arrodilla en el pequeño reclinatorio del rincón. Solo cuando mira por segunda vez la figura del santo repara en que tiene un cerdo a sus pies. Sus labios se arrugan formando una hastiada sonrisa. Al menos ese detalle ha apaciguado su ritmo cardíaco, que ahora trata de volver a las andadas. Cruza los dedos como si rezara, mira por última vez a su espalda y se inclina más. Inspira de nuevo. Al exhalar el aire libera su mano izquierda y la introduce en el hueco dispuesto entre el reclinatorio y la peana del viejo santo. Las sudadas yemas de sus dedos exploran a tientas hasta que rozan una textura inconfundible y metálica. La agarra y la extrae despacio, sin detenerse a observarla. El acero desprende un pavonado destello a la luz del cirio que ilumina la estancia. Se la pasa a su mano derecha y vuelve a meter la izquierda en el hueco. Al cabo de un segundo saca un cilindro, también de metal. Con calma, introduce la pistola entre el pantalón y su vientre, y el silenciador en la parte posterior de su cintura. Por último, se ajusta el faldón de la camisa, se persigna y vuelve a ponerse en pie.

Cuando sale de la capilla, comprueba aliviado que los bancos siguen vacíos. El hombre de la última fila persevera, con infinita paciencia, en el intento de enseñar la señal de la cruz a su pequeño, que lo mira con una sonrisa embobada mientras trata de imitar el gesto. Recuerda su infancia en Éibar y cómo él también vivió un ambiente cristiano que de tan poco le ha servido en la vida. Pero lo cierto es que siente tal respeto por las enseñanzas que aquel desconocido pretende inculcar al niño que hasta el ruido de sus zapatos al caminar sobre el mármol le resulta embarazoso. Al llegar al umbral se detiene para echar un último vistazo al padre y al hijo, justo cuando la manita de este va por lo de …y del Espíritu Santo. Nunca se sabe, concluye volviendo a la calle, cuándo será la última vez que un hombre tendrá la oportunidad de aprender qué es la piedad.

                                                                                                                     ***   ***   ***   ***   ***


Me llamo Jon Cortázar, y en esta vida solo hay dos cosas que se me dan bien. Una es tocar el piano. La otra, matar. Puede que acaben de deducir en qué orden lógico debí de aprenderlas, pero déjenme decirles algo: se equivocan.

Nací en Éibar, Guipúzcoa. Fui un niño alto, con las piernas fuertes de tanto jugar al fútbol en las empinadas cuestas del pueblo, y ese velo permanente en la mirada de quienes fuimos educados en la asfixia de la represión que el Estado español ejercía sobre nosotros. No es difícil aceptar y hasta comprender la violencia cuando te has criado mamándola. Llega un momento en que se vuelve cercana, incluso familiar. Recuerdo las cargas policiales en mitad de la calle contra una manifestación por nuestros presos, por la independencia o por lo que diablos fuera, y cómo la gente corría a buscar cobijo en los comercios cercanos hasta que la situación se calmaba. No éramos más que unos críos, pero mis amigos y yo hacíamos lo propio en la tienda del abuelo Ander para llenarnos los bolsillos de golosinas, aprovechando la confusión y sin que el viejo se diera cuenta. Así fue como desde bien temprano aprendí que, de un modo u otro, la violencia puede ser empleada como instrumento para obtener algo.

Todos los veranos, desde que cumplí ocho años, mis padres me enviaban a unos campamentos juveniles que no estaban nada mal. Durante el día hacíamos excursiones y aprendíamos a encender fuego o a construir cabañas. Por las noches aparecían unos jóvenes que se sentaban con nosotros alrededor de la hoguera y nos hablaban de nuestra patria y nuestra lengua. Cuando el fuego se consumía y nos mandaban a la cama, yo solía acostarme tarareando alguna de las cancioncillas que nos habían enseñado, como aquella que hablaba de un vaquero empeñado en golpear duro a quien intentara ahogar el euskera.

Admito que no tengo explicación para lo de la música. Nadie en mi familia tuvo nunca inclinaciones artísticas, que yo sepa. Tampoco sabía tocar ningún instrumento. Pero durante mi adolescencia tenía por costumbre quedarme en casa hasta las tantas, viendo en televisión un programa que se llamaba Jazz entre amigos, con aquellos escenarios e instrumentos por entonces tan poco familiares para mí, como el saxo, la trompeta o el contrabajo, y esos hombres que aparentaban entrar en éxtasis cuando arrancaban de ellos notas en apariencia desordenadas, pero que en realidad componían un lenguaje tan desconocido como fascinante. El resto del tiempo lo pasaba en el gaztetxe del pueblo, sentado con mi cuadrilla en un sofá y fumando porros. No deja de ser curioso cómo, a pesar de la conocida oposición del mundo abertzale a las drogas, precisamente a lomos de ese delicioso humo la doctrina de una Euskal Herria libre nos entraba mucho mejor. El caso es que acabé haciéndome cargo del local simplemente porque no tenía nada mejor en qué ocuparme; pero parece que eso agradó a ciertas personas, y conforme pasaron los meses fueron encargándome más tareas, como montar casetas para las fiestas de otros pueblos o colaborar en la organización de reuniones.

Mientras tanto, yo seguía creciendo, al tiempo que en mi interior se desarrollaba el sentimiento irreprimible de una violencia desbaratadora. Sin estructura, sin organización, sin un fin. Solo el constante martilleo en nuestros cerebros de que «había que hacer algo». Mi memoria de aquellas noches es una mezcla de adrenalina, contenedores ardiendo y cristales rotos. Jornadas revolucionarias que a veces, las menos, culminaban entre las sábanas retozando con alguna compañera de lucha. Y eso me hacía sentir bien, importante; el germen de un gudari de la patria vasca ante los ojos de quienes mandaban. Pero fue justo una noche cuando todo cambió para siempre.

Había quedado con otros dos de mi cuadrilla para sabotear una subestación eléctrica que daba servicio a un tercio del pueblo. Nuestra excusa era ecologista. Nuestra realidad, destruir. Bien entrada la madrugada, la vigilamos durante una hora para asegurarnos de que ninguna patrulla de los zipaios anduviera cerca. Cuando estuvimos convencidos de que allí no había nadie, ejecutamos el plan conforme habíamos acordado. Los otros dos fueron hacia un lateral para saltar la tapia y yo me quedé en la parte delantera para forzar la puerta. Uno de ellos llevaba una fiambrera grande de plástico en la que habíamos introducido un explosivo de fabricación casera. Lo colocaríamos junto a los transformadores, que estaban rellenos de aceite para su refrigeración, y la explosión los incendiaría.

No me costó demasiado lo de la puerta. Todo estaba oscuro, pero al abrirla un fogonazo me deslumbró. Del susto perdí el equilibrio y caí de espaldas al suelo. Yo solo oía: «¡Alto ahí! ¡Quieto o te mato!». Ayudándome con las manos me arrastré hacia atrás, mientras percibía a lo lejos el ruido de unas pisadas apresuradas. Mis compañeros huían a la carrera y a mí me tocaba comerme el marrón. La luz estaba cada vez más cerca, así que con todas mis fuerzas me puse en pie de un salto. Pero ya era tarde. Quien estaba tras la linterna se me echó encima y en ese momento noté una desagradable presión en mi estómago. En un principio no supe lo que era, pero al intentar zafarme el tipo me agarró con tanta fuerza que pude notar su aliento nervioso en mi cara. Por puro instinto, agarré aquel objeto y de un tirón se lo arranqué de las manos. Fue cuando me di cuenta de que era una pistola. El hombre se puso hecho una furia y alzó la linterna, dispuesto a golpearme con ella.

La prensa se hizo eco de aquel suceso durante varios días. Fue tan inesperado, y quizá por eso tan limpio, que la policía no halló pistas sobre el autor. O sea, sobre mí. Tampoco hubo testigos. No era más que un pobre hombre, un guarda que dormía allí y al que nunca habíamos visto antes. Allá en lo alto del cerro, donde quedaba la subestación, nadie pudo oír el sonido del disparo que acabó con su vida; pero su eco perduraría durante años en el pueblo y entre mis compañeros de lucha. Y aunque no lo mencionaban jamás, en el gaztetxe, en las asambleas o en cualquier lugar yo percibía sus silencios cómplices y sus miradas de admiración. Un reconocimiento que otros adolescentes, aspirantes a gudaris, me otorgaban por haber sido el primero en traspasar una línea que muchos de ellos no se atreverían a cruzar jamás. Pero eso no me devolvía el apetito ni el sueño. En el plato, en un libro, en la oscuridad del techo de mi habitación… En todas partes se me aparecía el rostro desencajado de aquel trabajador que solo estaba ganándose el pan. Pasaron los meses y, aunque a veces olvidar es un capricho que no podemos permitirnos, yo seguí haciendo mi vida con el mismo compromiso por la causa, solo que alejado de la lucha callejera.

Por aquella época conocí a Iñaki, un tipo divertido y parlanchín que se dejaba caer de vez en cuando por el gaztetxe a las cinco de la tarde para marcharse invariablemente a las seis. Extrañado por aquel escrupuloso horario, y una vez que alcanzamos cierta confianza, le pregunté el motivo. Iñaki tocaba el piano y acudía todos los días a las siete a los ensayos de una coral de Éibar llamada Sostoa Abesbatza. Mi curiosidad se disparó. Mi única experiencia con los pianistas había sido verlos en televisión como sobrios bustos sin piernas, y ahora tenía uno delante. La cuestión es que, a partir de ahí, las tardes en el gaztetxe consistieron en largas charlas sobre música en las que él se explayaba y yo no entendía casi nada. Me hablaba de Nueva Orleans y de Nueva York, de los primeros clubes, de los estilos, del blues y el bebop. Elementos de un universo que fue cobrando sentido conforme transcurrían las semanas. Hasta que en una ocasión me invitó a acompañarle a un ensayo y fue allí donde se reveló ante mis ojos algo que se me antojó pura magia. Unos segundos de piano poseían más valor que cientos de horas de teoría musical. Como buen artista, Iñaki presentía mis inquietudes, así que, sin apenas darme cuenta, un día me vi sentado en el taburete con mis manos apoyadas sobre la ristra infinita de teclas blancas y negras.

Pasaron los meses y la música acabó siendo una parte imprescindible de mí, aunque una parte de difícil encaje en el mundo en que yo vivía. Aquellas miradas que antaño eran de admiración empezaron a teñirse de reproches. Las miradas en Euskadi contenían un silencio frío y delator. Para ellos, la causa era lo único importante y una obligación de todos vivir consagrados a ella. Pero me daba igual. No le debía nada a nadie. Bueno, a nadie excepto a un amigo de mi padre, por cuya mediación, justo al cumplir los dieciocho años, entré a trabajar en la fábrica de armas STAR, Bonifacio Echeverría, donde me destinaron a un departamento de ensamblaje. Resultaba interesante conocer los entresijos de tantos modelos de pistolas y subfusiles. Al cabo de varias semanas, no había un arma en toda la factoría que guardara secretos para mí.

Pasado un tiempo, Iñaki se marchó a Barcelona a ampliar sus horizontes musicales, muy lejos de una sociedad que no se permitía entregarse a los favores del arte. Y no le fue mal: mucho después vi su rostro en la portada de un disco. Se le veía feliz, sonriendo como solo los que han logrado vivir de lo que les apasiona pueden hacerlo. Mientras tanto, yo había comenzado a merodear por otro gaztetxe situado muy cerca de Éibar, en Soraluze, donde descubrí un fenómeno sorprendente: el único local para jóvenes abertzales en el que se organizaban conciertos de jazz, algunos con artistas de cierto renombre. Fueron mis años dorados. Los mejores que puedo recordar. Tenía trabajo, vivía tranquilo y había logrado armonizar el universo de mis creencias con el de mis pasiones. También acabé aceptando que no existía antídoto para el veneno del jazz que ya corría por mis venas.

Todo empezó a torcerse el día que, sin previo aviso, en la fábrica me cambiaron de puesto, asignándome al departamento en el que se montaba la pistola modelo 28 PK, justo la que utilizaban de dotación los miembros de la Policía Nacional. Aquello fue demasiado. No podía soportar la idea de que el pan que me llevaba a la boca saliera de armar a la txakurrada. Hablé con el encargado y le pedí un cambio, pero no hubo manera, así que me largué de allí. Tenía que seguir viviendo y tras un tiempo de vacilación comprendí que no me quedaba otra opción que recurrir a los de siempre; a esos que habían jurado estar ahí de manera incondicional para apoyar a uno de los suyos. No fue fácil, sin embargo.

A pesar de que todos me conocían, tuve que pagar la factura de mis años de ausencia. Durante varias semanas me sometieron a extrañas reuniones y citas imprevistas, la mayoría de las cuales nunca se producían. Estaba claro que no se fiaban y eso me jodía. Me plegué al juego porque sabía que era necesario, que se estaban asegurando de que en el tiempo en que yo había estado distanciado no me hubiera captado la Policía Nacional o, aún peor, la Guardia Civil. No obstante, tampoco eran tontos. Yo ya había demostrado mi compromiso con la causa, me había convertido en un experto en armas y carecía de antecedentes penales. Les convenía. Ellos lo sabían y yo también. La diferencia estribaba en que, aunque mantenía intacta la pasión por ser un euskaldun capaz de cualquier cosa por su patria, me había vuelto mucho más práctico. Y en esa etapa de mi vida lo único que necesitaba de ellos era comer todos los días. Finalmente aceptaron, volvieron a acogerme y me ofrecieron ayudar en labores logísticas, lo que se traducía en formar a quienes habrían de ser los futuros miembros de los comandos operativos impartiéndoles clases sobre el manejo de armas de fuego.

Fue entonces cuando me hicieron pasar a Francia.