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    Era el invierno más crudo en cuarenta y cinco años. Las poblaciones de la campiña inglesa estaban aisladas por la nieve y el Támesis se había congelado. Un día de enero, el tren que va de Glasgow a Londres llegó a Euston con veinticuatro horas de retraso. La nieve y los apagones se combinaban para que resultase peligroso conducir por las carreteras; se multiplicaban los accidentes y eran comunes los comentarios jocosos sobre que era más arriesgado circular con un «Austin siete» por Piccadilly durante la noche que atravesar la «Línea Sigfrido» con un tanque.

    Después, cuando llegó la primavera, todo se volvió glorioso. La barrera de globos flotaba majestuosamente en el cielo luminoso, y los soldados con permiso flirteaban en las calles de Londres con muchachas ataviadas con vestidos sin mangas.

    La ciudad no tenía demasiado aspecto de ser la capital de una nación en guerra. Había, por cierto, algunos signos, y Henry Faber, que iba en su bicicleta desde Waterloo Station hacia Highgate, los advirtió: bolsas de arena apiladas en las aceras de los edificios públicos importantes; refugios en los parques de las afueras; carteles publicitarios sobre evacuación y medidas de seguridad durante las incursiones aéreas. Faber observó esos detalles. En realidad, era más observador que la mayoría de los empleados de ferrocarril. Vio multitud de niños en los parques, y concluyó que la evacuación había sido un fracaso. Le llamó la atención la cantidad de automóviles que circulaban pese al racionamiento de gasolina, y leyó los anuncios de los últimos modelos promocionados por los fabricantes de automóviles. Entendió el significado del trabajo nocturno de grandes cantidades de obreros en lugares donde pocos meses antes escasamente había trabajo para el turno de día. Sobre todo, advirtió el movimiento de tropas en torno a las líneas ferroviarias; todo lo que fueran expedientes pasaba por su oficina, y a partir de lo que éstos contenían se podía averiguar mucho. Hoy, por ejemplo, había sellado un montón de formularios que le llevaron a la conclusión de que se estaba reuniendo una nueva fuerza expedicionaria, y de que esa fuerza recibiría un refuerzo de unos cien mil hombres cuyo destino era Finlandia.

    Había síntomas, era verdad; pero también se mezclaban con un poco de diversión. La Radio satirizaba a la burocracia del tiempo de guerra y sus disposiciones, en los refugios antiaéreos se cantaban canciones a coro, y las mujeres elegantes llevaban sus máscaras antigás en bolsos pequeños y coquetos. Se hablaba del «tedio de la guerra», la cual, según se decía, era eterna y trivial como una película muda. Todas las alarmas de ataque aéreo habían sido falsas.

    Faber tenía una opinión distinta, pero Faber era una persona distinta.

    Condujo su bicicleta hasta Archway Road y se inclinó un poco hacia delante para enfilar la cuesta arriba; sus largas piernas pedaleaban tan incansablemente como los pistones de una máquina de ferrocarril. Se conservaba muy bien para su edad, treinta y nueve, aunque se quitaba años porque mentía sobre casi todas las cosas simplemente como medida de precaución.

    Comenzó a sudar a medida que ascendía en dirección de Highgate. El edificio donde vivía era uno de los más altos de Londres, y ésa era precisamente la razón que le había empujado a elegir ese lugar. Era una casa victoriana de ladrillo, situada en el extremo de una hilera de seis edificios. Las casas eran altas, estrechas y oscuras, como las mentes de aquellos para quienes habían sido edificadas. Cada una tenía tres pisos, más un sótano con entrada para servicio. La clase media inglesa del siglo xix insistía en que se debía tener entrada de servicio, a pesar de que nadie tuviera servicio doméstico. Faber tenía una opinión muy cínica respecto a los ingleses.

    La número seis había pertenecido al señor Harold Garden, de la «Garden’s Tea and Coffee», una pequeña compañía que quebró durante los años de la Depresión. Habiendo vivido conforme a la norma de que la insolvencia es un pecado mortal, el señor Garden no tuvo más alternativa que morirse ante la quiebra. La casa fue toda la herencia que le dejó a su viuda, que se vio obligada a aceptar huéspedes. Le gustaba ser la dueña, aunque la etiqueta de su círculo social exigiera que debía mostrarse un tanto avergonzada por ello. Faber tenía una habitación en el último piso con una ventana en forma de tragaluz oblicuo. Permanecía allí de lunes a viernes, y le había dicho a la señora Garden que iba a pasar los fines de semana con su madre en Erith. En realidad disponía en Blackheath de otra dueña de pensión que le llamaba señor Barker, creía que era viajante de una papelera y que se pasaba la semana de lugar en lugar distribuyendo la mercadería.

    Pedaleó por el sendero del jardín bajo el ceño adusto y reprobador de las altas ventanas de las habitaciones de delante. Dejó la bicicleta en el cobertizo y la aseguró con el candado junto a la cortadora de césped. Estaba prohibido dejar vehículos sin seguro. Las patatas que habían sembrado en cajones alrededor del cobertizo ya estaban brotando. La señora Garden había remplazado las flores por verduras como contribución a la economía de guerra.

    Faber entró en la casa, colgó el sombrero en el perchero del recibidor, se lavó las manos y se dirigió a tomar el té.

    Tres de los otros huéspedes estaban ya tomándolo: un muchacho granujiento procedente de Yorkshire que estaba tratando de entrar en el Ejército, un vendedor con una calvicie incipiente rodeada de pelo color arena, y un oficial de Marina retirado a quien Faber consideraba un degenerado. Saludó con una inclinación de cabeza y se sentó.

    En ese momento el vendedor contaba un chiste: «Entonces el capitán le dice: “¡Volvió temprano!”, y el piloto se da vuelta y le contesta: “Sí, he tirado los panfletos en paquetes. ¿No está bien?” “¡Santo Dios, pudo haber herido a alguien!”»
    El oficial de Marina contribuyó con una corta risa, Faber sonrió. La señora Garden entraba en ese momento con la tetera.

    —Buenas tardes, señor Faber. Hemos empezado sin usted…, espero que no se ofenda.

    Faber esparció margarina sobre una rodaja de pan integral mientras pensaba que su máxima ambición era comerse una buena salchicha, pero dijo:

    —Sus patatas ya están listas para la siembra.

    Se apresuró a terminar su té. Los demás discutían sobre si Chamberlain debería ser destituido y remplazado por Churchill. La señora Garden intervenía sin parar con sus opiniones y luego miraba a Faber en busca de una reacción. Era una mujer jovial, ligeramente rolliza. Pese a tener la edad de Faber, vestía como una mujer de treinta, y él se daba cuenta de que intentaba conseguir otro marido. Se mantuvo ajeno al intercambio de opiniones.

    La señora Garden puso en funcionamiento la radio, que durante un momento emitió un zumbido; luego el locutor anunció: «Ésta es la “BBC” en su emisión para el hogar. ¡Con ustedes, Una Vez Más Ese Hombre!»

    Faber había escuchado el programa. Casi siempre se refería a un espía alemán llamado Funf. Se despidió y subió a su cuarto.

    Una vez finalizada la audición de Una Vez Más Ese Hombre, la señora Garden volvió a quedarse sola; el oficial de Marina se fue al pub con el vendedor, y el muchacho procedente de Yorkshire, que era religioso practicante, había asistido a una reunión de la iglesia. Se quedó sentada en la sala con un pequeño vaso de ginebra, mirando a las cortinas de camuflaje de guerra y pensando en el señor Faber. Habría deseado que no pasara tanto tiempo encerrado en su habitación. Ella necesitaba compañía, y él era el tipo de compañía que ella necesitaba.

    Esta clase de pensamientos la hacían sentir culpable, y para paliar la culpa se puso a pensar en el señor Garden. Sus recuerdos eran familiares, pero entrecortados como una película vieja con trozos de celuloide borrados y banda sonora defectuosa; por tanto, aunque recordaba la presencia de él y su compañía allí mismo, en la habitación, le resultaba difícil reproducir su rostro o las ropas que estaría usando, o los comentarios que provocarían en él las noticias diarias. Era un hombre menudo, activo, con éxito en los negocios cuando la suerte le acompañaba y con fracasos cuando no era así; poco demostrativo en público e insaciablemente afectuoso en la cama. Le había amado mucho. Si aquella guerra seguía su curso, pronto habría en el país muchas mujeres en la misma situación que ella. Se sirvió otra copa de ginebra.

    El señor Faber era muy tranquilo; en eso residía precisamente la dificultad. No parecía tener vicios. No fumaba, nunca olía a alcohol, y se pasaba todas las tardes en su habitación escuchando música clásica por la radio. Leía una gran cantidad de periódicos y salía a hacer largas caminatas. Ella sospechaba que debía ser un hombre bastante inteligente pese a su humilde empleo. Sus intervenciones en las charlas del comedor siempre demostraban un poco más de agudeza que las de los restantes huéspedes. No cabía duda de que, si lo deseaba, podía conseguir un trabajo más calificado. Parecía no concederse a sí mismo las oportunidades que merecía.

    Lo mismo pasaba con su aspecto exterior. Era un hombre de buena presencia, alto, de espaldas y hombros anchos, en absoluto gordo, de piernas largas. Su rostro era fuerte, de frente alta y mandíbula larga, con brillantes ojos azules; no era guapo como un actor de cine, pero tenía ese tipo de rostro que resulta atractivo a las mujeres. Sólo sus labios finos y su boca pequeña indicaban que podía ser capaz de comportarse con crueldad. En cambio, el señor Garden habría sido incapaz del más mínimo acto de crueldad.

    Sin embargo, según la primera impresión, no era la clase de hombre al que las mujeres miran por segunda vez. Los pantalones de su viejo traje nunca parecían planchados. Ella se los hubiera planchado con mucho gusto, pero él nunca le pidió que lo hiciera. Además, siempre llevaba un raído impermeable y una chata gorra de trabajo. No llevaba bigote, y cada quince días se hacía cortar bien el pelo. Era como si se propusiera confundirse con el montón.

    Necesitaba una mujer, de eso no cabía la menor duda. Se detuvo un momento a pensar si no sería lo que la gente suele llamar afeminado, pero rechazó rápidamente tal idea. Necesitaba una mujer que le animara y motivara para desarrollar su ambición. Y ella necesitaba un hombre que le hiciese compañía y…, bueno…, para el amor.

    Sin embargo, él nunca hizo ademán alguno, lo cual a veces la llevaba al borde de la frustración. Estaba segura de ser atractiva. Mientras se servía otro vasito de ginebra se miró en un espejo. Tenía un bonito rostro, enmarcado por un pelo rubio ensortijado, y cualquier hombre hubiera tenido algo en que fijarse…, se rió ante ese pensamiento. Ya era hora de ir a arreglarse un poco.

    Tomó un sorbo y dudó si no sería ella la que debía dar el primer paso. Evidentemente, el señor Faber era el hombre más tímido del mundo. No se trataba de que fuera asexuado, lo había advertido por la expresión de sus ojos en las dos ocasiones en que la vio con vestido de noche. Quizá pudiera hacerle perder la timidez si de algún modo lograba resultar provocativa. Después de todo, ¿qué podía perder? Trató de imaginarse lo peor, simplemente para ver qué sentía. Supongamos que él la rechazaba. Bueno, sería un mal momento, incluso humillante. Su orgullo quedaría malherido. Pero nadie tenía por qué enterarse de que eso había sucedido. Simplemente, él tendría que irse de la casa.

    El pensamiento de que podía ser rechazada le hizo descartar la idea. Lentamente se puso de pie, pensando: «Realmente, no soy del tipo provocativo.» Era hora de irse a la cama. Si se tomaba otra ginebra una vez acostada, podría dormirse; en consecuencia, se llevó la botella escaleras arriba.

    Su dormitorio estaba debajo del cuarto del señor Faber, por lo que mientras se desnudaba podía oír la música del violín que llegaba de la radio. Se puso un camisón nuevo, color salmón, con un cuello bordado, ¡y que nadie lo viera! Se tomó una última copa. Se preguntó qué aspecto tendría el señor Faber desnudo. Seguramente tendría el vientre plano y vello en torno a las tetillas, y se le podrían contar las costillas porque estaba muy delgado. Probablemente tendría un trasero pequeño. Nuevamente volvió a reírse para sus adentros, pensando: «Soy una descarada.»

    Se llevó la copa a la cama y cogió su libro, le suponía demasiado esfuerzo fijar la vista en los caracteres. Además, estaba aburrida de tanto romance inventado. Las historias sobre amores peligrosos estaban muy bien cuando uno se sentía perfectamente a salvo con un marido al lado, pero una mujer necesitaba más que Barbara Cartland. Bebió otro sorbo de su copa y deseó que el señor Faber apagara la radio, pues aquello era como tratar de dormir durante un guateque.

    Por cierto…, podría pedirle que la apagara. Miró la hora en su despertador; eran más de las diez. Lo único que tenía que hacer era ponerse el deshabillé que hacía juego con el camisón, peinarse un poco, calzarse las zapatillas —que eran muy elegantes, con adornos de ramilletes de rosas—, subir las escaleras y…, bueno, golpear a su puerta. Seguramente él le abriría en pantalón y camiseta, y la miraría, tal como la había mirado cuando la vio camino al baño…

    «Pedazo vieja loca —se dijo a sí misma en voz alta—, simplemente estás buscando excusas para poder ir hasta el piso de arriba.»

    Y luego se preguntó por qué habría de necesitar excusas. Era una mujer adulta, estaba en su casa, y en diez años no se había encontrado con otro hombre que le resultara tan conveniente, y ¡qué diablos!, necesitaba sentir a alguien fuerte, curtido y peludo encima de ella, estrujándole los senos, jadeando en sus oídos y abriéndole los muslos con sus manos anchas y fuertes. Quizá mañana los alemanes asolaran el lugar con bombas de gas y todos murieran asfixiados y envenenados, y de ser así habría perdido su última oportunidad.

    En consecuencia, vació su copa, salió de la cama, se puso el deshabillé, se pasó el peine por el pelo, se calzó las zapatillas y cogió el manojo de llaves por si él le había puesto llave a la puerta y la radio no le permitiera oír la llamada.

    No había nadie en el rellano. Encontró las escaleras en medio de la oscuridad, trató de evitar el escalón que crujía, pero tropezó en la alfombra suelta y pisó con fuerza, pero, al parecer nadie la había oído, de modo que siguió adelante y llamó a la puerta. Lo hizo con suavidad. Estaba cerrada, efectivamente.

    El volumen de la radio bajó, y se oyó la respuesta del señor Faber:

    —¿Quién es?

    Su manera de hablar era agradable; no se asemejaba al londinense inculto ni tenía ningún acento extranjero; poseía simplemente una voz agradable y neutra.

    —¿Puedo hablar un momento con usted? —dijo ella.

    Él pareció dudar, luego respondió:

    —No estoy vestido.

    Tampoco lo estoy yo —respondió ella con una especie de risita, y abrió la puerta con el duplicado de la llave.

    Él estaba de pie ante el aparato de radio con algo así como un destornillador en la mano. Llevaba sólo los pantalones. Estaba pálido y parecía terriblemente asustado.

   Ella entró y cerró la puerta, quedando en pie sin saber qué decir. Luego recordó las palabras de una película norteamericana y dijo:

    —¿Tienes un trago para una muchacha solitaria?

    En realidad era estúpido, porque ella sabía que en la habitación de él no había bebida alguna y, como era obvio, ella no estaba vestida para salir; pero le pareció que sonaba a seducción.

    Al parecer, ejerció el efecto deseado. Sin decir una palabra, él se acercó a ella lentamente. Era cierto, tenía vello en torno a las tetillas. Ella avanzó otro paso, y luego sus brazos la rodearon, y él la besó, y ella se agitó levemente entre sus brazos y por último sintió en la espalda un terrible y espantoso dolor que le hizo abrir la boca como para lanzar un grito.

    Él la había oído tropezar en la escalera. Si ella hubiese esperado un minuto más él habría tenido tiempo de colocar de nuevo el radiotransmisor en su caja y los libros del código en su cajón, y no la habría tenido que matar. Pero antes de que él pudiera ocultar las pruebas, oyó girar la llave en la cerradura, y cuando ella abrió la puerta el estilete ya estaba en su mano.

    Ella se agitó levemente entre sus brazos y Faber no logró atravesarle el corazón con el primer golpe. Tuvo que introducirle los dedos en la boca para impedirle gritar. Volvió a hundirle el estilete, pero ella volvió a moverse y la hoja sólo le raspó superficialmente la costilla. Luego, la sangre comenzó a manar y él supo que no sería un asesinato limpio. Cuando se erraba el primer golpe nunca resultaba limpio.

    Ahora ella se contorsionaba demasiado para despacharla con una sola puñalada. Manteniendo los dedos dentro de la boca de ella, le apretó la mandíbula con el pulgar y la apuntaló de nuevo contra la puerta. Su cabeza chocó contra la madera con un golpe sonoro, y deseó no haber apagado la radio, pero, ¿cómo hubiera podido prever algo parecido?

    Dudó antes de matarla, porque era mucho mejor que hubiera muerto en la cama; mejor desde el punto de vista de la defensa que ya iba tomando forma en su mente. Pero no estaba seguro de poder mantenerla en silencio. Siguió apretándole la mandíbula con el pulgar y manteniéndole la cabeza inmóvil contra la puerta, y entonces dibujó un arco con el estilete y le rebanó casi toda la garganta con un profundo desgarrón, pues el estilete no era un cuchillo de hoja afilada ni la garganta constituía su blanco especial.

    Dio un salto atrás para esquivar el primer horrible desborde de sangre, y luego volvió a avanzar más para impedir que ella se desplomara. La arrastró hasta la cama, tratando de no mirarle la garganta, y la depositó allí.

    Había matado antes, de modo que anticipó la reacción. Se encaminó al lavabo que había en la esquina de la habitación y esperó a que se le produjera. Se miró la cara en el pequeño espejo para afeitarse. Estaba pálido y con los ojos como desorbitados. Se miró y pensó: «Asesino.» Luego vomitó.

    Cuando terminó, comenzó a sentirse mejor. Ahora podía comenzar a trabajar. Sabía lo que tenía que hacer; los detalles habían comenzado a desfilar por su mente cuando aún la estaba asesinando.

    Se lavó la cara, se cepilló los dientes y limpió el lavabo. Luego volvió a sentarse junto a la radio, miró su libreta, encontró el lugar y comenzó a presionar la tecla. Era un largo mensaje sobre el alistamiento de un cuerpo de ejército para Finlandia, y cuando ella había entrado él estaba con el mensaje a medias. Lo tenía escrito en código cifrado. Cuando lo completó, firmó: «Saludos a Willi.»

    Una vez que hubo guardado el transmisor en una maletita especial, Faber puso el resto de sus cosas en otra, se quitó los pantalones, enjugó las manchas de sangre y volvió a lavarse de arriba abajo.

    Finalmente miró el cadáver.

    Ahora podía considerarlo con frialdad. Era tiempo de guerra, eran enemigos. Si él no la hubiera asesinado, ella habría causado su muerte. Ella constituía una amenaza, y todo lo que sentía ahora era gran alivio ante la neutralización de la misma. No tendría que haberle atemorizado.

    No obstante, lo que le faltaba por hacer era desagradable. Le abrió el deshabillé y le levantó el camisón hasta la cintura. Llevaba bragas. Se las rasgó de tal modo que se viera el pelo del pubis. Pobre mujer; todo lo que había querido era seducirle. Pero él no hubiese podido sacarla de la habitación sin que alcanzara a ver el transmisor, y la propaganda británica había alertado a toda esa gente contra los espías de manera absurda, pues si el Abwehr hubiera tenido tantos agentes como decían los periódicos, los ingleses ya tendrían que haber perdido la guerra.

    Dio un paso atrás y la miró inclinando la cabeza. Algo estaba mal. Trató de adaptarse a la mentalidad de un maníaco sexual. «Si yo estuviera enloquecido de deseo por una mujer como Una Garden, y la matara para poder violarla, ¿qué haría luego?»

    Por supuesto, esa clase de loco querría verle los senos.

    Faber se inclinó sobre el cuerpo, agarró el borde del cuello del camisón y desgarró la tela hasta la cintura. Sus inmensos senos se balancearon hacia un costado.

    El médico forense pronto advertiría que la mujer no había sido violada, pero Faber no consideró que eso importara. Había seguido un curso de criminología en Heidelberg, y sabía que muchos ultrajes sexuales finalmente no se consumían. Además, no podía llevar las cosas más lejos, ni siquiera por la madre patria. El no estaba en la SS. Algunos de ellos habrían llegado hasta el final con el cadáver…, echó fuera de su mente aquel pensamiento.

    Volvió a lavarse las manos y se vistió. Era casi medianoche. Esperaría una hora más antes de largarse; sería más seguro.

    Se sentó a meditar sobre el error que había cometido.

    No cabía la menor duda de que había cometido un error. Si su coartada era perfecta, estaría a salvo. Si estaba a salvo, nadie podría descubrir su secreto. La señora Garden lo había descubierto, mejor dicho, lo habría descubierto si hubiera vivido algunos minutos más. Por lo tanto, él no estaba totalmente a salvo y sus medidas de precaución no eran correctas; por tanto, había cometido un error.

    Tendría que haberle puesto el cerrojo a la puerta. Era mejor ser considerado un tímido crónico que tener a las dueñas de las pensiones merodeando en camisón y con los duplicados de la llave en la mano.
    Ése era el error superficial. Pero había otro más importante, y era que él resultaba demasiado atractivo para que se le considerara un solterón. Esto lo pensó con irritación, no con vanidad. Sabía que era un hombre atractivo, agradable, sin razón aparente para estar solo. Puso en funcionamiento su mente para pensar algo que lo pusiera a cubierto ante los avances de las señoras Garden de este mundo.

    Debía hallar la forma de inspirarse en su propia personalidad. ¿Por qué estaba soltero? Se apartó incómodamente del lugar. No le gustaban los espejos. La respuesta era simple. Estaba soltero a causa de su profesión. Si había razones más profundas, no quería descubrirlas.

    Tendría que pasar la noche a la intemperie. El bosque de Highgate sería apropiado. Por la mañana llevaría sus maletas a la consigna de una estación de ferrocarril; luego, al llegar la noche, se iría a su habitación de Blackheath.

    Adoptaría su segunda identidad. Tenía un poco de miedo de ser apresado por la Policía. El viajante de comercio que ocupaba la habitación de Blackheath los fines de semana era bastante diferente del empleado de ferrocarril que había asesinado a la dueña de la pensión. En Blackheath, su personalidad era expansiva, vulgar y suelta. Llevaba corbatas llamativas, pagaba rondas de bebida y se peinaba en forma distinta. La Policía haría circular la descripción de un pervertido tímido y mal encarado, incapaz de saludar a un poste hasta que la lujuria lo desbordaba, y nadie dirigiría dos veces la mirada sobre el atractivo viajante, con su traje rayado que, como saltaba a la vista, vivía más o menos acuciado por el sexo y no necesitaba asesinar a las mujeres para hacer que ellas le enseñaran sus pechos.

    Tendría que fraguar una nueva identidad; siempre mantenía dos por lo menos. Necesitaba un nuevo trabajo, documentos, desde pasaporte, cédula de identidad, libreta de racionamiento, partida de nacimiento. Todo era tan arriesgado. Maldita señora Garden. ¿Por qué no se habría emborrachado hasta quedarse dormida como de costumbre?

    Era la una de la mañana. Faber echó una última mirada a la habitación. No le importaba dejar indicios. Sus huellas dactilares, naturalmente, estaban diseminadas por toda la casa, y sin duda a nadie le cabría la menor duda acerca de la identidad del asesino. Tampoco le producía pesar alguno dejar la casa que había constituido su morada durante dos años; nunca había pensado en ella como un hogar. Nunca había pensado en ningún sitio como un hogar.

    Siempre pensaría en aquella casa como el lugar donde aprendió a ponerle cerrojo a las puertas.

    Apagó la luz, cogió sus maletas y bajó las escaleras para salir al encuentro de la noche.