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Al este del Tolly Club, más allá de donde Deshapran Sashmal Road se bifurca, hay una pequeña mezquita. Un desvío lleva a un tranquilo enclave. Un laberinto de callejones y modestas viviendas de clase media.
Antes, en ese lugar había dos lagunas alargadas, una al lado de la otra, y detrás, una hondonada que medía varias hectáreas.
Después del monzón, el nivel de las lagunas ascendía y cubría el terraplén que las separaba. La hondonada también se inundaba con la lluvia; el agua alcanzaba una profundidad de casi un metro, y permanecía una parte del año.
En la llanura inundada abundaban los jacintos de agua. Las plantas acuáticas crecían con vigor, invadiéndolo todo. Sus hojas hacían que la superficie pareciera sólida. Verde, contrastando con el azul del cielo.
En el espacio de alrededor se levantaban aquí y allá algunas sencillas cabañas. Los pobres se metían en el agua en busca de algo comestible. En otoño llegaban las garcetas, con sus blancas plumas oscurecidas por el hollín de la ciudad, y esperaban inmóviles a sus presas.
En el húmedo clima de Calcuta, la evaporación era lenta. Pero al final el sol acababa eliminando la mayor parte de la crecida y el suelo empapado volvía a quedar expuesto.
Subhash y Udayan habían cruzado muchas veces la hondonada. Era un atajo para llegar a un campo de las afueras del vecindario, donde iban a jugar al fútbol. Esquivando charcos, caminando sobre alfombras de hojas de jacinto que no habían desaparecido. Respirando el aire húmedo.
Algunos animales ponían huevos capaces de soportar la estación seca. Otros sobrevivían enterrándose en el barro, simulando estar muertos, esperando el retorno de la lluvia.
2
Ellos nunca habían puesto un pie en el Tolly Club. Como la mayoría de la gente de los alrededores, habían pasado centenares de veces por delante de su puerta de madera y sus muros de ladrillo.
Hasta mediados de los años cuarenta, su padre miraba las carreras de caballos desde detrás del muro. Lo hacía desde la calle, rodeado de apostadores y de otros espectadores que no podían comprarse una entrada ni acceder a los terrenos del club. Pero después de la Segunda Guerra Mundial, por la época en que nacieron Subhash y Udayan, elevaron la altura del muro para que nadie pudiera mirar desde fuera.
Bismillah, un vecino, trabajaba de caddy en el club. Era un musulmán que se había quedado en Tollygunge tras la Partición. Por unos pocos paisas, les vendía a los dos hermanos pelotas de golf perdidas o abandonadas en el campo. Algunas tenían un tajo como un corte en la piel, revelando un interior rosado y gomoso.
Al principio, ellos golpeaban esas pelotas con palos una y otra vez. Luego, Bismillah les vendió también un putter con la varilla ligeramente doblada. Un jugador frustrado lo había estropeado golpeándolo contra un árbol.
Bismillah les enseñó a inclinarse hacia delante, dónde colocar las manos. Fijando sin mucho rigor el objetivo del juego, cavaban agujeros en el suelo e intentaban meter las bolas. Aunque para lanzarlas más lejos hacía falta otro palo, ellos utilizaban siempre el mismo putter. Pero el golf no era como el fútbol o el críquet. No era un deporte en el que los hermanos pudieran improvisar satisfactoriamente.
Bismillah dibujó un mapa del Tolly Club en el suelo del campo de juegos. Les contó que más cerca de la sede del club había una piscina, establos, una pista de tenis. Restaurantes donde servían el té en teteras de plata, habitaciones especiales para jugar al billar y al bridge. Gramófonos tocando música. Barmans con chaqueta blanca, que preparaban bebidas llamadas pink lady y gin fizz.
Hacía poco, la dirección del club había elevado más otros tramos del muro para mantener a raya a los intrusos. Pero Bismillah decía que todavía quedaban tramos con alambrada por donde colarse, en el lado de poniente. Esperaron hasta que oscureció, cuando los golfistas se iban del campo huyendo de los mosquitos y se retiraban a la sede del club para beber sus cócteles. Guardaron su plan en secreto, sin comentárselo a los otros chicos del barrio. Caminaron hasta la mezquita de la esquina, con sus minaretes rojos y blancos destacando entre los edificios circundantes. Y luego enfilaron la carretera con el palo de golf y dos latas de queroseno vacías.
Cruzaron al otro lado de los estudios Technicians. Se dirigieron hacia los arrozales por donde antes fluía el Adi Ganga, por el que en otros tiempos los británicos navegaban hasta el delta.
Ahora el agua estaba estancada, flanqueada por los asentamientos de hindús que habían huido de Dhaka, de Rajshahi, de Chittagong. Una población desplazada que Calcuta acogía pero ignoraba. Desde la Partición, hacía diez años, habían inundado partes de Tollygunge, del mismo modo que la lluvia del monzón anegaba la hondonada.
A algunos funcionarios les habían dado casas allí con el programa de intercambio, pero la mayoría eran refugiados que llegaban en oleadas, despojados de su tierra ancestral. Un goteo rápido y luego una riada. Subhash y Udayan los recordaban. Una procesión sombría, un rebaño humano. Unos pocos fardos sobre la cabeza, críos atados al pecho de sus padres.
Construían refugios de lona o paja, paredes de bambú entretejido. Vivían en condiciones de insalubridad, sin electricidad. En chabolas junto a montones de basura, en cualquier sitio disponible que encontraran.
Eran la razón por la que el Adi Ganga, en cuyas orillas se levantaba el Tolly Club, se había convertido en una cloaca del sur de Calcuta. Eran la razón de que el club hubiese añadido muros.
Subhash y Udayan no encontraron ninguna alambrada. Se detuvieron en un punto donde el muro era lo bastante bajo como para trepar por él. Llevaban pantalones cortos y los bolsillos llenos de pelotas de golf. Bismillah les había dicho que en el club encontrarían muchas más, que estaban en el suelo, junto a las vainas caídas de los tamarindos.
Udayan lanzó el putter por encima del muro y luego una de las latas de queroseno. Subiéndose a la otra lata, Subhash podría encaramarse al muro. Pero Udayan era un poco más bajo por entonces.
Entrelaza los dedos, le dijo Udayan.
Subhash juntó las manos. Notó la gastada suela de la sandalia de su hermano, el peso de su pie y luego el de todo su cuerpo, que lo empujó hacia abajo un instante. Rápidamente, Udayan se impulsó hacia arriba y se sentó a horcajadas sobre el muro.
¿Quieres que me quede vigilando a este lado mientras tú exploras?, le preguntó Subhash.
¿Qué gracia tendría eso?
¿Qué ves?
Ven a verlo por ti mismo.
Subhash empujó la lata de queroseno y la acercó a la pared. Al subirse en ella, notó que su estructura hueca cedía bajo su peso.
Vamos, Subhash.
Udayan se descolgó por el otro lado del muro, hasta que sólo las puntas de sus dedos eran visibles. Entonces se soltó y cayó. Subhash lo oyó respirar agitadamente por el esfuerzo.
¿Estás bien? Claro. Ahora tú.
Subhash se agarró a la pared con ambas manos, apretándola contra su pecho, sujetándose con las rodillas. Como solía ocurrirle, no sabía si estaba más frustrado por el atrevimiento de Udayan o por su propia falta del mismo. Subhash tenía trece años, quince meses mayor que su hermano, pero no se imaginaba sin Udayan. Desde que tenía uso de razón, su hermano había estado siempre allí.
De pronto ya no se hallaban en Tollygunge. Seguían oyendo el incesante tráfico de la calle, pero ya no lo veían. Se encontraban rodeados de enormes taparones y eucaliptos, calistemos y franchipanes.
Subhash nunca había visto una hierba como aquélla, tan uniforme como una alfombra, desplegada sobre las pendientes del terreno. Se ondulaba como las dunas del desierto o como el suave oleaje del mar. La del putting green estaba tan bien cortada que le pareció musgo al tocarla. Debajo, el suelo estaba liso y la hierba era de un verde más claro.
Nunca había visto tantas garcetas en un mismo sitio; echaron a volar cuando se acercó demasiado. Los árboles proyectaban sombras vespertinas sobre el césped. Sus delicadas ramas se dividían cuando alzaba la vista hacia ellas, como las zonas prohibidas de un cuerpo de mujer.
Los dos estaban aturdidos por la emoción de haberse colado allí, por el miedo a ser descubiertos. Pero no los vio ningún vigilante, ni a pie ni a caballo, ni tampoco ningún encargado del campo. Nadie fue a echarlos.
Cuando empezaron a relajarse, descubrieron una serie de banderines plantados a lo largo del campo de golf. Los agujeros, completamente redondos, eran como ombligos de la tierra e indicaban adónde se suponía que tenían que ir las pelotas de golf. Aquí y allá, había hoyos de arena poco profundos y charcos de formas extrañas a lo largo de la calle, como gotitas vistas con el microscopio.
Se mantuvieron alejados de la entrada principal y no se aventuraron cerca de la sede del club, donde parejas extranjeras paseaban cogidas del brazo o estaban sentadas en butacas de mimbre bajo los árboles. Bismillah les había contado que a veces celebraban el cumpleaños del hijo de alguna familia británica de las que todavía vivían en la India, con helados y paseos en poni y un pastel con velas encendidas. Aunque Nehru fuera el primer ministro, era el retrato de la nueva reina de Inglaterra, Isabel II, el que presidía el salón principal.
En su rincón sin vigilancia, en compañía de un despistado búfalo de agua, Udayan golpeaba con energía. Levantaba los brazos por encima de la cabeza, adoptaba poses extrañas, blandía el putter como si fuera una espada. Abrió una brecha en el césped impoluto y perdió unas cuantas pelotas de golf en uno de los obstáculos de agua. Buscaron otras por fuera del césped para sustituirlas.
Subhash era el centinela; prestaba atención por si oía acercarse cascos de caballo por los anchos senderos de tierra roja. Oyó los golpes de un pájaro carpintero. El débil siseo de la hoz en otra extensión de hierba del club, donde estaban cortándola a mano.
Vieron grupos de chacales, quietos y erguidos, con su pelaje pardo rojizo moteado de gris. Cuando oscureció, unos cuantos empezaron a buscar comida, con sus delgadas siluetas avanzando en línea recta. Sus afligidos aullidos, que resonaban en todo el club, indicaban que era tarde, hora de que los hermanos volvieran a casa.
Dejaron las dos latas de queroseno, una en la parte de fuera del muro, para señalar el sitio. Se aseguraron de esconder detrás de unos arbustos la que quedó dentro del club.
En posteriores visitas, Subhash recogió plumas y almendras silvestres. Vio buitres remojándose en el agua y desplegando las alas para secarlas.
Una vez encontró un huevo intacto que se había caído del nido de una curruca. Se lo llevó a casa con cuidado, lo metió en un recipiente de terracota de una tienda de caramelos y lo tapó con ramitas. Después, como el huevo no eclosionó, cavó un hoyo para él en el jardín trasero de su casa, al pie del mango.
Una noche, tras tirar el putt desde dentro del club y trepar por el muro, vieron que la lata de queroseno que habían dejado al otro lado ya no estaba.
Alguien se la ha llevado, comentó Udayan. Empezó a buscarla. La luz era escasa.
¿Estáis buscando esto, chicos?
Era un policía, como surgido de la nada, que patrullaba por el exterior del club.
Pudieron distinguir su estatura, su uniforme. Llevaba la lata en la mano.
Dio unos pocos pasos hacia ellos. Vio el putt en el suelo, lo recogió y lo inspeccionó. Dejó la lata y encendió una linterna, con la que alumbró la cara de los dos chicos y luego sus cuerpos de arriba abajo.
¿Sois hermanos?
Subhash asintió con la cabeza.
¿Qué lleváis en los bolsillos?
Sacaron las pelotas de golf y se las entregaron. Vieron cómo el policía se las metía en los bolsillos. Se quedó una en la mano; la lanzó al aire y la recogió varias veces.
¿De dónde las habéis sacado?
Permanecieron callados.
¿Alguien os ha invitado a jugar hoy al golf en el club?
Ellos negaron con la cabeza.
No hace falta que os diga que estos terrenos son privados, dijo el policía. Con suavidad, apoyó la varilla del putt en el brazo de Subhash. ¿Es la primera vez que venís?
No.
¿Fue idea tuya? ¿No eres lo bastante mayor como para saber que esto no se hace?
Fue idea mía, intervino Udayan.
Tienes un hermano muy leal, le dijo el policía a Subhash. Quiere protegerte, desea asumir la responsabilidad. Esta vez voy a haceros un favor, continuó. No diré nada al club si no volvéis a intentarlo.
No lo haremos, dijo Subhash.
Muy bien. ¿Os acompaño a casa de vuestros padres o dejamos la conversación aquí?
La dejamos aquí.
Pues entonces date la vuelta. Sólo tú.
Subhash se puso cara a la pared.
Da otro paso.
Notó que el palo de acero le golpeaba las nalgas y luego la parte posterior de los muslos. La fuerza del segundo golpe, sólo un breve instante de contacto, lo hizo caer al suelo a cuatro patas. Los verdugones tardarían días en desaparecer.
Sus padres nunca les habían pegado. Al principio no notó nada, sólo un entumecimiento. Luego, una sensación extraña, como si le hubiera caído encima agua hirviendo.
¡Basta!, le gritó Udayan al policía.
Se agachó junto a Subhash y le rodeó los hombros con un brazo, tratando de protegerlo.
Se apretaron el uno contra el otro, dándose fuerzas mutuamente. Mantenían la cabeza gacha, los ojos cerrados; Subhash todavía retorciéndose de dolor. Pero no pasó nada más. Oyeron el sonido del putt al ser lanzado por encima del muro y aterrizando finalmente dentro del club. Entonces, dejándolos allí, el policía se marchó.