PARTE I

CAPÍTULO 1

Me despierto.
Últimamente no duermo bien.
Las hormonas, como cada noche, juegan con mi cuerpo.
Me giro con la esperanza de envolverme en un calor que no encuentro.
Sin David, la cama parece más grande.
Su mitad está fría. Hace rato que la ha abandonado.
«¿Dónde se encuentra?».
Es algo que ya apenas me importa. Lo único que se resiente es mi orgullo.
De hoy no pasa.
Firmaré los papeles del divorcio. No tiene sentido continuar con esta mala pantomima.
Lo hemos intentado. En ese aspecto no puedo reprocharle nada. Pero el hecho de intentarlo no implica que lo nuestro acabe en un comieron perdices.
No recuerdo cuándo comenzó a deteriorarse la relación. Los primeros años fueron estupendos. Recién licenciados, él en Economía y yo en Derecho. Pobres como ratas, pero con afán de comernos el mundo.
El pequeño apartamento en el que vivimos los primeros años de nuestro matrimonio aparece en mi mente. Después del tiempo, se alza reclamando una atención que, sin duda, merece. Fue parte de nuestro principio, de nuestra historia. Disponía de una cocina y un baño. O dos huecos que lo pretendían ser. Y una suerte de habitación-salón-comedor-despacho. La cama, también pequeña, desaparecía por las mañanas embutida en la pared.
No teníamos nada. O acaso lo teníamos todo. Ilusión, pasión y amor.
Otra vuelta más en la cama. Es grande, una king size. Solitaria y fría.
Lo más probable es que no pueda volver a conciliar el sueño. Aun así, no me resigno a abandonarla. A renunciar a la falsa seguridad que me proporcionan las plumas del edredón.
Me abandono a los pensamientos, a los recuerdos que me gritan desde el pasado convertidos en un dedo acusador que me señala. Me braman que si David no está compartiendo mi cama es por mi culpa.
No quiero escuchar. No quiero sentir y, sin embargo, me recreo en los sentimientos de esa culpabilidad marchita. En la añoranza de haber podido tejer una vida diferente.
Una vibración en mi muñeca me libera del linchamiento autoimpuesto.
Todavía es pronto para que suene la alarma del despertador.
Miro la pulsera deportiva que atrapa mi muñeca izquierda y en la oscuridad dibuja el símbolo de una llamada de teléfono.
El móvil descansa en silencio. Cargando en el baño, como cada noche.
Deshaciendo el abrazo anodino del nórdico, me levanto para atender la llamada.
Ciega, reconociendo las formas que me rodean, llego hasta el cuarto de baño que está dentro del dormitorio.
En la pantalla del móvil leo el nombre de David.
Con las yemas de los dedos a punto de alcanzar el terminal, un escalofrío, presagio de lo que va a ocurrir, ralentiza mi movimiento.
—¿David?
—Lola.
Su voz denota angustia.
—¿Sabes qué hora es?
Escupo. Intentando transmitirle el malestar que siento.
—Por favor, escúchame. Necesito tu ayuda. Creo que la he matado. Hay sangre por todas partes.
Las preguntas se superponen en mi cerebro.
—¿A quién?
—A Luisa.
«¿Quién coño es Luisa?».
Sin embargo, la pregunta que sale de mis labios es otra.
—¿Dónde estás?
—En su casa.
Tampoco sé dónde narices está la casa de Luisa.
Intento mantener la calma.
—Dame la dirección. Me visto y salgo para allá. Y David…
—¿Qué?
Suena como un niño asustado.
—No toques nada.

 

CAPÍTULO 2

Aunque estoy cerca, apenas a tres manzanas de la dirección que David me proporciona, voy en coche. Es posible que lo necesite más tarde.
Sus palabras suenan en mi mente una y otra vez. Mi imaginación hace de las suyas y recreo el escenario de un crimen que no he visto.
«¿En qué coño estaría pensando? ¿Qué ha hecho? ¿Estoy casada con un asesino?».
Dos números antes de llegar a mi destino veo un hueco para el coche.
Estaciono. Me aseguro de dejarlo centrado entre los otros dos vehículos.
Mi puñetera manía con la perfección, aún en estos momentos, tiene que ganar la batalla.
Camino hasta el portal. Se trata de un edificio señorial. Una luz tenue ilumina el acceso. La puerta, seguro que restaurada, de forja y cristal, permite fisgar en la intimidad del inmueble.
Busco el móvil en el bolso.
—David. Estoy abajo.
Con el zumbido del portero automático, accedo.
Al salir del ascensor, David me está esperando con la puerta abierta.
—Lola.
Intenta abrazarme, tocarme. Pero me aparto de él juzgándolo con la mirada.
Se hace a un lado.
—Pasa.
—¿Qué ha ocurrido?
—No lo sé. No lo recuerdo. Creo que, de alguna manera, perdí el conocimiento.
Como una criminal, me adentro en la vivienda de la tal Luisa.
—Por aquí —me indica David en un tono apenas audible—. Está en el dormitorio.
Me armo de valor para seguirlo. La imagen que mi cerebro ha creado sigue latente. Insidiosa. Caprichosa.
No me fijo en la casa. Solo camino detrás de David. Él abre la marcha hacia el inicio del horror que va a marcar mi vida.
Desde el marco de la puerta la veo. Está tumbada en la cama. Solo lleva un conjunto de ropa interior de encaje blanco, ahora teñido casi en su totalidad por la sangre.
La habitación es un caos. Las lámparas de las mesillas están tiradas por el suelo. Hay una pequeña butaca patas arriba. Ropa a un lado. Posiblemente, la que Luisa llevaba puesta unas horas antes.
—¿No recuerdas lo que ha ocurrido?
—Ya te he dicho que no.
Salta a la defensiva. Pero mi semblante hace que cambie el tono de su voz.
—Me desperté en el suelo. Al levantarme, la habitación y ella estaban así.
Se lleva las manos a la cara, intentado tapar con ellas la monstruosidad expuesta ante nosotros. Sus nudillos están cubiertos de sangre. La sangre de Luisa.
No quiero entrar en la habitación. No quiero contaminar el escenario. De hecho, ni siquiera debería estar aquí.
—¿Habéis consumido drogas?
David quita las manos de su rostro y niega con la cabeza.
—No.
—¿Te la estabas tirando?
Me mira como si no creyera lo que le acabo de preguntar.
—¿Cómo puedes pensar eso?
Arrojo las palabras sin rabia. En estos momentos no soy su mujer. La fría analista que llevo en mi interior ha tomado el control de la situación.
—¿Cómo? No sé. Estás aquí, en su casa. En medio de la noche. Ella está en ropa interior. ¿Acaso me podría imaginar otra cosa?
Sigue sin haber reproche. Solo expongo los hechos. Lo que veo.
Alarga una mano hacia mí con la intención de tocarme, de romper el abismo profundo que nos separa.
De nuevo, evito el contacto. Ahora, no. Aquí, no. Con Luisa muerta sobre la cama, no.
Mi reacción trunca su explicación.
—Debemos llamar a la policía. Tenemos que dar parte.
—¿Y qué les vamos a decir? Creerán que la he matado. No puedo hacerlo, Lola. Mi carrera, mi futuro. No puedo verme envuelto en esto.
Mientras lo dice, señala con su mano ensangrentada el interior de la habitación.
Para eso me ha llamado. Para que lo ayude a limpiar el escenario.
No cuentes conmigo. Quiero gritarle.
Pero antes de poder rechazar su idea, un golpe seco se adueña del silencio.

 

CAPÍTULO 3

Todo ocurre en apenas un minuto.
El sonido del ariete golpeando la puerta invade el espacio.
En cuestión de segundos me encuentro tumbada sobre el suelo. Reducida por un equipo especial de la Policía Nacional.
David se halla en la misma situación que yo.
—El resto está limpio.
Escucho a uno de los agentes.
—¿Qué coño habéis hecho, cabrones?
Otro de los agentes nos increpa.
No espera una respuesta.
Comienza a recitar, como si fuera una epifanía, los derechos que nos asisten.
Estoy esposada con las manos a la espalda. No han perdido ni un momento.
Levanto la cara de las frías baldosas sintiendo como mi cuello se arquea. Quiero responder, revelar por qué estoy aquí.
Algo, mejor dicho, alguien tira de mí para que me levante.
—Me llamo Lola Brau. Soy fiscal —intento explicarme ante un policía que se eleva sobre el metro noventa y que en estos momentos está frente a mí.
Ignora mis palabras. Sin decir nada, mira a otro policía que se ha quitado el casco de asalto.
—Llévatela.
Parece que está al mando.
—Llevaos a los dos. Y que envíen un equipo de la Científica para que procesen el escenario. Esto es una puta carnicería.
Mi metro sesenta y dos hace que seguir los pasos del gigante que me custodia sea complicado. Camino a trompicones. Intentando no caer.
Escoltados, David y yo abandonamos el piso de Luisa.
La oscuridad comienza a deshacerse, rasgando el cielo en jirones para dar paso a la luz de un nuevo día.
—Entra.
El agente que me da la orden protege mi cabeza con su mano para que no me golpee al subir al furgón.
Custodiados por varios policías, nos ponemos en marcha.
En la penumbra, David busca mi mirada. En sus ojos puedo intuir las mismas preguntas que me hago yo: «¿Quién los ha avisado? ¿Por qué ese despliegue?».
Desvío la mía para buscar, entre nuestra escolta, un rostro conocido. Pero no lo encuentro.
El viaje hasta la comisaría transcurre en silencio. El nuestro, el de los agentes, el de los rotativos. Un silencio mortal que se cuela en mi alma, que me ahoga.
Sé que es cuestión de minutos, a lo sumo, horas. Este malentendido no tiene vida. Algo en mi interior se remueve, protesta. Estar al otro lado no me gusta. Perder el control no tiene cabida. Estoy de parte de la Justicia. Sigo las normas. Siempre, sin excepción. David dice que no tengo corazón, que me falta empatía. Me parece algo absurdo. La ley es la ley.
Continúo absorta en mis pensamientos cuando el motor se apaga.
Al bajar del furgón, dos agentes se colocan a mis flancos. A los de David, otros dos. El resto se divide, rodeándonos. Bloqueando cualquier pequeño hueco que invite a una salida.
Excesivo.
Nos separan. Es lo lógico.
Conozco la sala de interrogatorios. No muy grande. Una mesa, varias sillas y un espejo. Muy de película.
He estado aquí en más de una ocasión. Pero en el otro lado.
Sé que me observan desde ese otro lado del cristal. Si no lo hacen ya, será en breve, un experto, analizando mi comportamiento antes de proceder a interrogarme.
Me siento. Nadie me ha invitado a hacerlo, pero estoy cansada. No es físico. Es más profundo.
La imagen de David borra el resto de mis pensamientos, mi autocompasión queda relegada a un rincón profundo. «¿Cómo estará? ¿Ha sido capaz de matar a Luisa? Todavía desconozco lo que los une. ¿Ha sido un polvo ocasional? ¿Cuánto tiempo lleva Luisa en su vida? ¿Lo amo?».
Hace unas horas mi máxima preocupación era acabar con nuestro matrimonio. Verlo con las manos ensangrentadas, saber que existe una posibilidad de que sea un asesino debería causarme aversión y ser suficiente para que mi decisión se afianzase. Sin embargo, hay algo que me frena.
Quiero respuestas. Quiero, necesito saber qué ha pasado en esa habitación. Quiero estar al otro lado del espejo. Quiero volver a controlar la situación.

 

CAPÍTULO 4

—Lola.
Es un saludo.
La puerta se ha abierto y el comisario de policía ha entrado en la sala.
Me giro en esa dirección moviendo la silla hacia ella.
Jorge Bastida se coloca delante de mí. De pie. Tan cerca que me obliga a permanecer sentada. Tiene las manos cruzadas sobre el pecho. Una de ellas mantiene una carpeta en la que me imagino que está toda la información que tengan del caso.
Conozco a Jorge desde hace años.
—¿Qué diablos ha ocurrido?
Ha elegido bien la postura. No me queda otra opción que observarlo desde abajo. Estoy en inferioridad.
Mantengo su mirada durante unos segundos.
Echo la silla hacia atrás. Y me levanto. Aunque es bastante más alto que yo, nuestra posición queda igualada.
—¿Me puedes explicar la acción del grupo de asalto? —Quiero información.
—Creo que, hasta que esto se aclare, no estás en situación de exigir. Cuéntamelo, Lola.
Con las últimas palabras suaviza el tono, se sienta y me invita a que haga lo mismo.
Ocupo la misma silla. Me reclino hacia atrás y cruzo mis brazos, aumentando la distancia que hay entre los dos. Sin aceptar el puente que me tiende.
—David me llamó por teléfono. Todavía era de noche. No sé la hora exacta. Pero podéis comprobarlo en el registro de llamadas de mi móvil. Me dijo que la mujer estaba muerta y que no sabía qué había ocurrido. No llevaba ni cinco minutos en esa casa cuando tus chicos irrumpieron.
—¿Conocías a Luisa Barela?
Jorge coloca delante de mí varias fotografías. Una de ellas refleja una imagen de ella todavía viva. Coquetea con la cámara en un gesto estudiado. Una pose ensayada. El resto muestran el cuerpo inerte que es ahora. El rosto, fotografiado desde varios ángulos, carente de aliento. Con los signos inevitables del rigor de la muerte adueñándose de él.
—No. Nunca la había visto hasta hoy.
—¿Y David? ¿Cuál era su relación?
—Ni idea. —Levanto la mirada de las fotografías y la poso en el comisario—. Es la pregunta que me llevo haciendo toda la noche.
—¿Eran amantes?
—No lo sé, Jorge. Es la verdad.
—¿En qué punto está vuestra relación?
Me remuevo inquieta en la silla.
—Eso pertenece al ámbito privado. ¿No crees?
—Ahora mismo, eres sospechosa de asesinato. Nada en tu vida es privado.
—¡Estás loco! ¡Te acabo de decir que no he estado en esa casa ni cinco minutos!
Yo estoy indignada y Jorge mantiene la serenidad.
—Esperaremos a las pruebas forenses. Mientras tanto, ¿quieres algo?
Se levanta de la silla. Yo me quedo sentada.
—Un café estaría bien. Y algo para comer, por favor. Con el estómago vacío no puedo pensar. ¿Puedo hablar con David?
Sé la respuesta de antemano.
Bastida me mira desde la puerta. «Son las normas». Es su pensamiento lo que llega hasta mí, no su voz.
—Me ocuparé de que te traigan lo que necesites —añade esta vez en voz alta.

 


CAPÍTULO 5

Espero paciente.
El café me ha sentado bien. Compruebo su efecto en mi cuerpo. La cafeína ha puesto en estado de alerta mis sentidos.
Las horas pasan. ¿Cuántas? No lo sé. Pero parece que haya transcurrido una eternidad desde la llamada de David.
Vuelvo a pensar en él.
Miento. No he dejado de hacerlo desde esa llamada.
La puerta se abre de nuevo.
Es una mujer. La reconozco, aunque apenas he cruzado con ella un par de palabras. Es del equipo de la Científica.
—Buenos días, señora Brau. —No ha perdido la educación—. Tenemos la orden del juez para proceder con las pruebas periciales. Si fuera tan amable.
Me habría sometido a ellas sin la autorización, pero no se lo digo. No le interesa.
Sin que me lo pida, extiendo las manos. Sé que tiene que buscar restos de sangre o de epiteliales de Luisa.
Revisa y fotografía mis brazos. Podría haber heridas provocadas por Luisa a la hora de defenderse.
No las encuentra.
Abro la boca, permitiendo que introduzca en ella el hisopo. Recorre con él el interior de mi mejilla derecha.
—¿Necesitas la ropa?
La joven asiente.
—Le he traído esto. Es lo único que he podido encontrar.
Avergonzada, me tiende un pantalón y una sudadera de algodón.
—No es mucho, pero puedo asegurarle que está limpio. —Intenta justificarse, como si dependiera de ella.
Se gira y me da la espalda para ofrecerme una intimidad que no es necesaria. No se la he pedido.
El chándal me queda grande, demasiado. Intento sujetar los pantalones anudando los cordones a mi cintura. Aun así, siento que se resbalarán en cualquier momento.
—Podemos llamar a alguien para que le traiga lo que necesite.
Fijo en ella mi mirada, pero no la veo.
«¿A quién? ¿Quién está en nuestra vida? ¿Con quién podríamos compartir nuestra situación actual? Tenemos amigos. O no. En estos momentos debería admitir que solo son conocidos. ¿A quién acudir?».
—No te preocupes. Así está bien.
—Intentaré que realicen las pruebas cuanto antes para devolverle su ropa.
Ha terminado y se dirige hacia la puerta.
De nuevo, estoy sola.

 


CAPÍTULO 6

Las horas pesan.
Inactiva.
Confiada.
Al fin, el comisario vuelve a visitarme. Deja mi ropa doblada sobre la mesa.
—Puedes vestirte y marcharte. No hay nada contra ti.
—¿Y David?
No sé si quiero saber la respuesta.
—Lola… Hemos encontrado pruebas para poder retenerlo.
—¿Qué pruebas?
—No puedo decirte nada. Todavía no le hemos comunicado nada a David.
—Jorge, no me fastidies. Es mi marido. —Intensifico la última frase.
—Por eso mismo. Tú mejor que nadie deberías saber que tengo las manos atadas. Si tu marido acepta, sabrás qué pruebas tenemos.
—Jorge, por favor. —Mi tono se ha convertido en una súplica—. Necesito saber qué ha ocurrido. Me lo debes.
El comisario me mira. Niega con la cabeza.
—Jorge…
Mi súplica rompe su resistencia.
—No te he dicho nada. Negaré que esta conversación ha tenido lugar.
—Te lo prometo.
—Hemos encontrado las huellas de David en el arma del crimen. Debajo de las uñas de la víctima hay restos de su piel. Lola, Luisa se defendió.
Siento que una arcada sube hasta mi boca. La retengo. No quiero vomitar.
El comisario continúa hablando.
—En su ropa hay trasferencia de fibras. Todas las pruebas apuntan a que es culpable. Lo vamos a retener hasta que comparezca ante el juez. En vista de lo que hemos encontrado, no podemos soltarlo.
Me fallan las piernas. Busco la mesa. Preciso apoyarme en ella.
—¿Te encuentras bien?
Asiento.
—Solo necesito un minuto.
El rostro de David se cuela en mi mente. Junto a él la palabra asesino retumba en mi cerebro.
¿Todos estos años? ¿Cómo he podido estar tan ciega?
La voz de Bastida rompe mis pensamientos.
—Busca un buen abogado, Lola. A David le hará falta.
—Quiero verlo.
—Lola, por favor.
—Como su abogada.
—¿Quieres hacerlo?
—¿Por qué no podría? —De nuevo conozco los motivos antes de que me los recuerde.
—No sería ético. Además, perdona que me inmiscuya. Necesita una buena defensa.
Miro a Jorge. No debería estar dándome consejos y, sin embargo, lo hace.
—Y yo no puedo dársela.
—Eres una de las mejores fiscales que conozco. Nunca te he visto en acción defendiendo a un criminal.
Se encoge de hombros.
—Presunto —consigo murmurar, intentado controlar las lágrimas que pugnan por salir de mis ojos.
El comisario me mira dibujando una mueca que pretende ser una sonrisa.
En silencio, maldigo la lástima que en estos momentos suscito.
Me yergo recuperando el control.
—¿Lo habéis interrogado?
—Se mantiene en su declaración inicial. Dice que no se acuerda de nada.
—Déjame probar. Igual conmigo se abre.
—Lola, no puedo.
—Por favor, Jorge. Tengo que saber a qué me enfrento.
Noto que las reticencias del comisario están a punto de ceder.
Quiero volver a interceder, pero no sé cómo hacerlo. Nunca se me ha dado bien mendigar.
Con torpeza, apoyo mi mano en su brazo, buscando un gesto de intimidad.
—De acuerdo. Tienes cinco minutos.
Quizá sea por la relación que nos une. Conoce a David y, como yo, no cree que haya podido cometer un asesinato. Aunque las pruebas digan lo contrario, no se ajusta al perfil.

 


CAPÍTULO 7

La sala en la que tienen retenido a David es aséptica, impersonal. Como la que acabo de dejar. Bien podría ser la misma.
Los detenidos no deben sentirse a gusto.
Está derrotado. Sentado. No diría sentado. Ha dejado caer su cuerpo a plomo sobre una de las sillas.
Al oír la puerta ni siquiera mira. Apenas me ve.
—David.
Su rostro cambia en cuestión de segundos. Su postura también.
—¡Lola! ¿Estás bien?
Avanza hacia mí. Sé que desea abrazarme. Sé que necesita reconfortarse entre mis brazos.
Dudo.
En mi mente no deja de aparecer la palabra asesino, como si se tratara de un cartel de neón en medio de Times Square.
Al final, cedo.
Siento sus brazos rodeándome. Lo abarco con los míos. Tímidos al principio, recios unos segundos más tarde.
Busco consuelo. Quizá más que él. Añoraba su calidez y no recordaba cuánto hasta ahora.
Soy consciente de que Bastida solo nos ha concedido cinco minutos.
Lentamente me deshago de su abrazo, abriendo distancia entre los dos.
—Tenemos que hablar. —Escudriño sus ojos para encontrarlos limpios. No parece ocultar nada.
David se sienta y yo lo imito.
—¿Qué ocurrió?
—La policía me lo ha preguntado. No lo sé, Lola. No recuerdo nada. Debes creerme.
Alarga su brazo hacia mí. Sin pensarlo, le ofrezco mi mano.
—Ya lo sé. He hablado con el comisario. Cuéntame lo que sea. Algo que pueda ayudarnos.
Uso el plural para acercarme a él, para que se abra.
Con seguridad, Bastida y es posible que uno de mis compañeros están pendientes de lo que ocurre al otro lado del espejo. Mejor así. No será necesario repetir lo que descubra.
—¿Qué quieres que te diga?
—Empecemos por algo sencillo. ¿De qué conocías a Luisa? Dime la verdad, David. ¿Eráis amantes?
Retira su mano de la mía.
—¿Cómo puedes pensar eso? ¿Te has vuelto loca?
Se levanta de la silla y del impulso esta cae hacia atrás. Me mira con cara de no conocerme.
No me inmuto. Tan solo un pequeño gesto para que desde el otro lado se tranquilicen. No quiero que nadie irrumpa en la sala.
—Siéntate, por favor. —Pero suena a orden.
David hace lo que le pido.
—Lola, yo nunca…
No le permito acabar la frase.
—¿Cuál era vuestra relación?
—Somos amigos de la infancia. Fuimos juntos al colegio.
Nunca me ha hablado de ella. De otros, sí. Pero de Luisa, nunca. Dejo que continúe hablando. No quiero cortarle.
—Hacía muchos años que no sabía nada de ella. Hace unos días me llamó. Me dijo que necesitaba verme. Algo relacionado con su trabajo y con el mío. Habíamos quedado para hoy por la tarde. Yo creía que tomaríamos un café y hablaríamos de los viejos tiempos. Pero anoche recibí una llamada de teléfono. Era tarde. Dijo que era muy urgente, que no podía esperar. Me dio la dirección y fui. Al llegar a su casa, la puerta del portal y la del piso estaban abiertas. Entré en la vivienda y no recuerdo nada más. Al despertarme la vi tendida en la cama, cubierta de sangre. Me asusté y te llamé.
—¿Tocaste su cuerpo? ¿El arma?
David niega con la cabeza.
—He visto demasiadas series policíacas para saber que no debo hacerlo.
Intenta una sonrisa, pero su boca se retuerce en una mueca de escozor.
—¿Sabes de qué quería hablarte?
—Ni idea. Solo comentó que quería hacerme una consulta. Me imaginé que era sobre el trabajo. Ya sabes, inversiones, algún préstamo… No lo sé.
—¿Por qué no me despertaste?
Se encoge de hombros.
—¿Qué hubieras hecho? Tan solo era una vieja amiga que me pidió ayuda.
—Tú la necesitas ahora. Lo primero será contratar un abogado.
—¿Por qué? No he hecho nada.
Mantengo su mirada sin contestarle. Recuerdo que Bastida todavía no le ha comunicado las pruebas que han encontrado y que apuntan a su culpabilidad.
Tengo que ponerle al corriente, pero no es mi cometido. No estoy en el caso. Debe ser la policía quien le informe.
La puerta se abre y el comisario entra en la sala.
—David Burgos, tengo que comunicarle que hemos hallado sus huellas en el arma homicida. —Mientras habla coloca las fotos de las evidencias que tienen delante de él—. El ADN encontrado debajo de las uñas de Luisa Barela coincide con el suyo. Los arañazos que tiene en el brazo se los provocó la víctima al intentar defenderse. —De manera refleja, David se toca el brazo—. Hay trasferencias de fibras en su ropa.
Pese a conocernos desde hace años, Bastida decide tratarlo como si fuera un extraño para mantener la distancia y formalizar la acusación.
—Pero eso es imposible. Yo no la he matado. —Nos mira implorando—. Lola, Jorge, debéis creerme. Soy inocente.
—Buscaré un abogado. —Es lo único que acierto a decir.
—Quiero que seas tú la que se encargue. Eres la mejor.
—Como fiscal —le recuerdo.
David nos mira. Jorge asiente para apoyarme.
—Eso me da igual. Lola, tienes que sacarme de esta.