Pamplona, 23 de junio de 958
(año de la era de 996)

Apenas habían cantado los gallos, Toda Aznar, la anciana reina de Navarra, se levantó apresurada de la cama, se santiguó ante el retablillo de su habitación, acercóse a la puerta y, todavía en camisa de dormir, gritó:

—¡Boneta, hoy desayunaré vino caliente!
—Ya te he traído la leche con un poco de sal como a ti te gusta, señora…
—No, Boneta, no; tomaré vino…, tengo un día muy agitado… Y no te duela en apretarme el jubón que luego se me pierden las carnes… Tensa, Boneta, hija…
—No sé cómo puedes ir tan prieta, señora…
—¡Déjame a mí que no atinas con esto del jubón!

Doña Boneta de Jimeno Grande, la camarera mayor de la reina, salió del aposento moviendo la cabeza. Toda Aznar terminó de vestirse y no dejó de rezongar: ¡Qué torpe esta Boneta…, todo lo tengo que hacer yo!

Y, en efecto, doña Teresa, la esposa de su hijo, el rey, no se ocupaba de las cosas de palacio… Era Toda quien disponía en la corte, en Pamplona y en Navarra; en las guerras y en las paces y, ahora, debía supervisar los últimos detalles de la expedición a Córdoba, adonde se dirigiría una diputación de navarros para ver al califa y tratar con él.

Doña Toda era una mujer bregada en pactos, en hechos gloriosos y hasta en desechos pero ahora estaba muy anciana y la perspectiva de semejante recorrido le alteraba los nervios. Aparte de que el viaje tenía sus detractores, Boneta incluida, y de que a la reina le sobraban carnes. Y, precisamente, porque conocía y padecía la tal sobranza, realizaba un viaje a Córdoba para ver a don Abd-ar-Rahmán, el califa, pactar con él y, sobre todo, para que el sabio judío Hasday curase a su nieto don Sancho de su inmensa gordura, y éste fuera repuesto en el trono de León, donde ni señores ni vasallos querían a un rey tan gordo.

Por eso. Por su nieto don Sancho, el hijo de su querida hija Urraca, doña Toda se disponía a tamaño viaje. La reina viuda partiría de Pamplona… ¿Cómo no había de ayudar a su nieto Sancho, llamado el Craso o el Gordo, cuando ella debía ajustarse muy bien el jubón para no perder las carnes y siendo que el desgraciado varón no podía montar a caballo ni sostener la espada y era mofa y escarnio del reino todo?

Don Sancho, el Gordo, había sido depuesto por Ordoño, el cuarto rey de tal nombre de la monarquía leonesa, llamado el Malo, y se había refugiado en la corte de Pamplona bajo la tutela de García Sánchez, su tío, y de doña Toda, su abuela. Doña Toda, sabedora del problema de su nieto, lo consideró suyo y envió embajada al califa de Córdoba, el poderoso Abd-ar-Rahmán Al Nasir (el Victorioso), para que le enviara un sabio que curase la gordura del depuesto rey de León, dejándolo presentable, y así García Sánchez, Sancho y Toda pudieran entrar en la capital leonesa y devolver el reino al pobre Sancho, con la ayuda del califa.

La respuesta del mayor señor del Islam no se hizo esperar. Hasday ben Shaprut se presentó en el castillo de Pamplona y prometió adelgazar al rey gordo, mediante hierbas medicinales y la práctica de una severa dieta y de ejercicio diario, contra la entrega de diez castillos de la frontera leonesa y la presencia de los reyes, García, Sancho y Toda en la ciudad de Córdoba para prestar homenaje a su señor.

Pero, lo dicho, de todo se tiene que ocupar ella… De revisar los caballos, las acémilas, los carros y las carretas; de los hombres de armas y de servicio; de las vituallas e impedimenta, de todo lo necesario para tan largo viaje… Y Boneta se tarda con el vino y ella tiene que entrevistarse con el catador de agüeros, porque mañana al albor será el día de partida…

Toda Aznar se acerca a la tronera de su habitación, seguida de sus dos enormes perros, Urco y Carón, y contempla cómo, en el patio de armas, discuten Ebla de Lizarra, la cocinera, y Munio Fernández, el despensero. Disputan por un carro. La reina grita desde arriba: ¡ese carro es para llevar el fogón!… No la oyen… Sale apresurada… Habla consigo misma: soy ya muy vieja; he llevado una existencia sin sosiego… Desde que muriera el rey Sancho Garcés I, mi esposo, he manejado la corte, Pamplona y Navarra toda. Hice gran alianza con Jimeno Garcés, el corregente; con Ordoño III, el rey de León; con Galindo II, Fortún Núñez, Fernán González y otros muchos condes; con Abd-ar-Rahmán III, el califa, y he dado grandes batallas contra moros, como la de Alhándega…, y repoblé el reino con gentes francas y mantuve la frontera contra los gobernadores musulmanes de Zaragoza y Guadalajara… y parí y crié cinco hijos… pero, ahora, me siento vieja (cumplí los ochenta y dos en enero)… y cada día me prestan menos atención los habitadores deste castillo…, ¿acaso no dispuse ayer la carga de las carretas?

Grandes voces daba doña Toda en el castillo de Pamplona. Llamaba a Ebla, a Munio, a sus damas, a Garcí García el agorador. En el patio la esperaban los señores de estado: don Gómez Assuero, el obispo don Arias, don Lope Díaz, don Nuño Fernández y otros hombres de pro. Precisamente, los detractores del viaje, Don Gómez le solicitaba instrucciones para la relación que, en ausencia de los reyes, había de mantener doña Teresa —la reina que quedaba en Pamplona— con Sancho —el príncipe heredero— y con doña Andregoto —la primera mujer de don García—, repudiada hacía años; e insistía sobre qué hacer si se presentaba un arbitraje entre las dos reinas y el muchacho. El obispo don Arias hablaba por lo bajo y detractaba a los infieles y murmuraba maldades y mil desgracias para todos del pacto que pretendía la reina Toda. Don Lope, el alférez real, le mostraba un mapa, obstinándose en hacer el viaje por Zaragoza y porfiaba que eran mejores los caminos desta parte del Ebro que los de la otra, donde había que atravesar desiertos. Don Nuño Fernández, el abanderado, le enseñaba la albenda del rey y no cesaba de decir que estaba muy vieja y gastada, puesto que ya se había utilizado en los tiempos gloriosos de la batalla de Alhándega, y quería llevar otra nueva, asegurando que la vieja enseña había tenido ya bastante gloria en batallas contra moros.

Doña Toda no atendía a ninguno pues andaba enojada con el agorero que no aparecía. A Garcí García se lo había tragado la tierra. Mala señal. Así empezaba el denostado viaje… Y, para colmo, las damas de la reina no encontraban la joya mágica de doña Amaya, la primera reina de Pamplona, un grueso brillante con virtudes contra venenos sujeto a un rico cinturón… ¿Es que se había perdido todo en el palacio?: ¿Es que se había perdido el reino?, gritaba la anciana dama. Ni por oro ni por plata saldrían con malos agüeros. ¡Santa María! ¡Al menos aparecía la reliquia de santa Emebunda!…

¿Le servían todos de mala gana? ¿Se habían confabulado las gentes para que los tres reyes no partieran camino de Córdoba? ¿Don Lope, don Nuño, don Arias y doña Boneta ya no eran de fiar…? En otros tiempos no había sido tan difícil aparejar a trescientos hombres para luchar contra el sarraceno…

En el patio del castillo se oían rumores y grandes voces de las gentes de armas. Los hombres estaban asentados para el yantar y los criados y esclavos corrían escanciando vino. Estaban contentos y excitados a causa de la expedición. La reina impartía órdenes por doquier para acomodar a los animales vivos, a los muertos; las tiendas, las camas de campaña; los fogones; los sacos de harina; las salazones; las caballerías… Don Arias, el obispo, la esperaba para recibirla en confesión. Don Gómez Assuero la seguía a todas partes, y don Lope insistía con el mapa. Pero la reina no podía atender a todos. Además, estaba fastidiada; si no acudía a su llamada el agorador, lo haría azotar sin piedad por mucho que se ocultara. Mandaría recorrer el reino en su busca y cuando regresaran lo haría azotar hasta la muerte. Porque el viaje lo haría con o sin agüeros… Todo fuera por don Sancho y por el reino de León…

El pobre Sancho, el único hijo varón de su querida hija Urraca, la que fuera emperatriz, había acudido a conjuros y encantamientos en vano. Hora era de que doña Toda le hallara remedio para su gordura. Hora era de que volviera a su reino, ahora deshecho por las malas artes de Ordoño el Malo. Por supuesto que hubiera sido mejor para los cristianos que el médico-embajador practicara sus remedios en Pamplona para evitar un camino tan largo, Toda Aznar se lo hubiera agradecido igualmente, pero aquél no había querido. Abu Yusuf Hasday ben Shaprut no había cedido porque sus cuidados iban parejos al tratado con el soldán, y el asentamiento de Sancho en el trono de León a la entrega de diez castillos de la frontera. El emir no daba nada por nada y había exigido que se presentaran en la ciudad del Guadalquivir los tres reyes para rendirle homenaje y rubricar allí el tratado. En Pamplona hubieran firmado contentos tanto García Sánchez como don Sancho, pues tiempo habría de ver de no entregar las diez fortalezas. Pero, lo que se decía Toda, que no había tiempo que perder para recobrar León y que con un rey de tal gordura nunca se recuperaría…

Dios mediante, irían los tres reyes… García Sánchez a tratar con el califa. Sancho a recuperar su figura y doña Toda a acompañarlos y a suplirlos en lo que no alcanzaran… Claro que sin conocer los augurios quizá no debieran partir…

¿Dó es el agorador?, gritaba Toda Aznar en el castillo de Pamplona. Doña Boneta, doña Adosinda, ¿dó es Garcí García? ¡Qué enojo! ¿Se escondía el agorero en las vísperas del gran viaje? ¿Eran malos los agüeros? ¿Dó es el nigromante que mató la langosta que dañaba el pan? ¿Dó es el que adivinaba en cabeza de hombre muerto, o en palma de mujer virgen o de niño, en espada, o en estornudos, o el que cataba en agua?

Doña Toda mandó un recado a don Arias, el obispo, que oficiaba la misa mayor en la iglesia de Santa María de Pamplona. Tiempo es de partir, decía la reina. Y tiempo era, pues el obispo, contrario al viaje de los tres reyes, se demoraba en exceso. Que ya sabía ella de las artes y añagazas de don Arias. Que ya sabía ella que el clérigo se oponía a cualquier trato con el infiel, pues anteponía las cosas de la religión a las del Estado, pero era hora de dejar los cantos, las pláticas y las recomendaciones, porque otro negocio apremiaba. Era tiempo de partir con la reliquia de santa Emebunda, patrona de la fortaleza de Amaya, donde naciera el reino…, y de echarse al camino sin más dilaciones. De echarse al camino enhorabuena porque Garcí García aseguraba que los augurios eran propicios en la mañana de San Juan…

Pese a que Toda envió a un monaguillo con el recado, don Arias no se apresuró. El obispo se explayaba en un sermón apocalíptico, plagado de terrores, desgracias naturales y sobrenaturales por venir. Alhambra y Nunila, las damas jóvenes de la reina, sufrían escalofríos. La reina le hacía señas. Cuando el clérigo impartió la bendición a la asamblea de fieles, Toda Aznar se alzó. ¡Ay!, le dolían todos los huesos, pero no renunciaría a sus propósitos. ¡Presto, don Sancho!, urgió a su nieto y abandonó su sitial dirigiéndose con decisión al crucero de la iglesia donde cedió el paso a su hijo, el rey, y a su nuera, doña Teresa. Cedió el paso a los reyes con ceremonia porque sabía estar en su sitio; si hacía lo que hacía, si disponía más de lo que una reina viuda y anciana debiera disponer, era porque los demás no disponían, porque nadie hacía, y alguien debía hacer, en puridad, en el reino de Navarra…

En el atrio de la iglesia, abierto a la plaza de Santa María, se escuchaban grandes voces y aclamaciones: ¡Gran ventura a Toda Aznar, nieta de Fortún Garcés! ¡Loor a los tres reyes…! Era el pueblo de Pamplona. Las buenas gentes, los menestrales: tahoneros, tejedores, tafureros, herreros, carpinteros o albañiles; los siervos, los esclavos, las mujeres; los servidores de palacio, las milicias armadas; los labriegos de la cuenca del Arga, los leñadores de los Alpes Pirineos… Todos acudían a despedir a los reyes. Don Arias y los clérigos impartían bendiciones.

En la plaza de Santa María estaba desplegado el gran cortejo. A un lado, las caballerías y los carros. A otro, doña Teresa con sus damas. ¡Presto, presto, a las carretas!, instaba don Lope Díaz, el alférez real. Don García se despedía una y mil veces de doña Teresa que, a la sazón, se quedaba en Pamplona. La reina no había querido acompañar al rey, su marido, en tan largo camino, aduciendo que había de quedarse alguien allí para sostener el reino. Que ya iban tres reyes y eran muchos. Que fueran ellos tres enhorabuena, que era como decir trescientos…, y que trajeran un gran tratado del califa y oro y plata y joyas y ricas vestiduras y regalos… Que, mientras, ella haría gran corte en Pamplona como las que se decían allende los Pirineos… Y daba las mejillas a su marido, a don Sancho y a doña Toda. ¡Vayan enhorabuena los mis señores!

Apenas han comenzado a instalarse en las carretas se presenta el primer problema. Don Sancho, el Craso, no cabe por la puertecilla. Para su vergüenza y la de su abuela, el leonés no cabe. Ni puede montar a caballo ni puede ir a pie. ¡Vaya! ¡Una cosa que no previo doña Toda! Y mientras, don Arias continúa con las bendiciones y los moros. Hasday, el médico, y Galid, el capitán, comentan con don Lope Díaz que no van a poder salir en la mañana de San Juan, que acaso al día siguiente. Don García arroja besos con la mano a la esposa que deja en Pamplona y, una congoja se adueña de su corazón. Las lágrimas acuden a los ojos de don Sancho y ruega que partan ellos a tratar con el califa, que él tiene perdido el reino…

Don Arias saca el palio y cubre con él al rey gordo, mientras varios soldados empujan el imponente trasero. Es inútil, no cabe. Los menestrales de Pamplona ríen de lo jocoso del lance y gritan: ¡Pártase norabuena la reina Toda! Están en éstas, cuando, perdido el resuello, viene de palacio Martín Francés, el dinerero, trayendo una preciosa arqueta repleta de oro. ¡Se habían dejado los dinares!

Don García vuelto al lado de su esposa le tenía la mano. Hasday ben Shaprut indicaba que la única manera que tenía el joven Sancho de entrar en el carro era por arriba, desmontando el techo, y pedía una escala. Don Lope Díaz le respondía que un hombre de esa gordura no podía subir por una escala y que se quebraría todo. Varios hijos de vecino se aplicaban a desmontar el techo y luego, dejar libre un lateral. Don Sancho se refugia en la iglesia para no escuchar las burlas de la multitud.

No era querido en Pamplona, en efecto, pero despojado de su reino por Ordoño el Malo y azuzado por los partidarios de Bermudillo, el bastardo de su antecesor, no tenía a donde ir. En consecuencia, pobre, y con sólo dos caballeros, tomó camino de Pamplona y se cobijó bajo el halda de su abuela, la viuda del mejor rey de Navarra… Pese al favor de Toda y de los reyes que lo ensalzaban en público, no era amado por su gordura y su abuela lo sabía; por eso envió embajada al califa de Córdoba y éste le remitió al sabio judío que no dudaba de su curación.

La abuela había organizado la embajada, el viaje y la postración ante don Abd-ar-Rahmán. Y creía en la posible curación porque algo tenía que ver doña Toda en su gordura, más que su buen padre, el rey Ramiro, que era asaz menguado de carnes. La obesidad le venía de Toda Aznar que había engordado tanto que no cabía en su jubón. Y él, Sancho, había heredado de parte de padre un reino y por parte de madre la obesidad que, en verdad, resultaba más permanente que el reino, porque el reino ya se lo habían quitado y la obesidad todavía se la tenían que quitar… Lo dicho, todo lo malo que le sucedía le venía por parte de madre y de abuela, dos mujeronas de las montañas navarras. Si él hubiera nacido en Pamplona, donde los hombres eran más altos y más gruesos que en León, no hubiera desentonado tanto. No hubiera sido mofa y escarnio de señores y vasallos. Hubiera sido un buen rey… ¿Acaso no había sido príncipe-conde de Castilla? ¿Acaso no había luchado contra los moros y demostrado sobrado valor? Él era el heredero de su hermano Ordoño III, pero a instancias de Fernán González, conde de Castilla, los magnates de León eligieron rey a Ordoño el Malo, llamado también el jorobado, que no tenía más virtudes; es más, tenía menos, puesto que era giboso, mientras que él era bello de rostro. Lo que más le dolía era que, entre dos deformes, los magnates hubieran preferido al corcovado y que la monarquía fuera electiva, pues el reino había sido de su padre y luego de su hermano, y en consecuencia, a él le correspondía como heredero… Todo, por Fernán González, que buscaba un rey a quien pudiera manejar…

Sancho era objeto de burla en su reino y fuera de su reino. Y, ahora, para mayores males, no cabía en la carreta. La abuela se enojaría porque tenía previsto partir en la mañana de San Juan y ya era mediodía. De seguro que en la plaza de Santa María los pamploneses corrían apuestas sobre si saldría o no el conejo. ¡Seguro! Y se reirían de él, de Sancho el Craso, el rey sin reino… Además, ¡qué empeño el de la abuela! Si él vivía bien en Pamplona con su tío don García…, si tenía perdido el reino de su padre y de su hermano… y, suponiendo que el médico judío no errara, ¿cómo había de presentarse en León tras entregar diez castillos y rendir pleitesía al califa de Córdoba, el mayor enemigo de todos los reinos de España? ¿Qué hacer tenía doña Toda en Córdoba? Ella, precisamente, había vencido a su sobrino Al Nasir y tenía su Alcorán junto a la cabecera de su cama. El Alcorán que perdiera Al Nasir en la segunda batalla de Simancas… Nunca entendería a la abuela…

Toda, más que una reina viuda y anciana, más que una abuela, parecía una emperatriz, con tanto mando y disposición. No había hecho como otras viudas que se retiraban a la vida monjil, no. Ella había dispuesto por todos y, pese a sus años, era la única persona que daba voces en la corte de Navarra… Siempre andaba rodeada de hombres de estado y de sus perros, los dos alanos, que también hacían el viaje a Córdoba…

El rey del reino perdido lloraba en lo oscuro de la iglesia…

La reina viuda azuzaba a unos y otros. A mediodía tuvo que desprenderse del ceñidor mágico de la legendaria reina Amaya pues le apretaba demasiado.

Doña Teresa, la reina, sufrió un desmayo de tanto estar de pie y (lo que confesó a sus camareras) de tanto echar besos a su esposo don García. Esos besos que se le llevaban tanto aliento. ¡Ay, que empezaba mal el viaje y que no la iban a dejar ser reina en Pamplona!

De repente, hubo una desbandada general. Los vecinos se retiraban a sus casas porque era la hora de comer. Lope Díaz y Hasday discutían junto al carro de don Sancho y daban órdenes y contraórdenes. Seis vecinos que habían intervenido en el desmantelamiento del carro, dejándolo en superficie, calcularon el peso del rey sin reino, se instalaron en la plataforma y ésta se quebró.

En aquel barullo, Toda Aznar volvió a proponer al embajador del califa que realizara la cura en Pamplona y luego, más aligerados emprenderían el viaje, asegurándole por la memoria de Sancho Garcés que lo harían mismamente, pero, una vez más, Hasday se negó. La reina entró con sus damas a rezar ante la pequeña imagen de santa María y se postró de hinojos… ¡Santa María, ayuda a ésta, tu sierva, en su postrer trabajo!, oró y, luego, le recordó que ella la había salvado, guardado y cobijado cuando entró el moro en Pamplona. Que en el abandono de la ciudad y en la huida había llevado en una mano la imagen de la Reina del Cielo, y en la otra los restos de santa Emebunda, hasta que pudo devolverlas a sus altares. La de santa María después que hubieran levantado otra iglesia y que de todo se había ocupado Toda, la suplicante. Que le rogaba hiciera algo para poder partir… Se levantó rauda, salió de la iglesia: y ordenó que se diera de comer a la gente del cortejo y a los vecinos de Pamplona. De las fresqueras, que llevaban preparadas, se sacaron gallinas asadas, pan de higos, galleta de centeno y vino de la tierra.

En esto, alzó la mirada al cielo y sus ojos se encontraron con el almajaneque. Una antigua máquina de guerra que se había utilizado en la conquista de Nájera, y ella misma dispuso que quedara instalada en la plaza de Santa María para entrenamiento y diversión de la chiquillería de Pamplona. La anciana reina mandó a don Lope Díaz que la acercara al atrio de la iglesia.

El alférez tuvo que desalojar la torre de asalto, rebosante de mozos y párvulos. Y no habían terminado el yantar, cuando el capitán venía con el almajaneque, entre el alboroto y el alborozo de los vecinos; todos empujando el armatoste, entre grandes voces y risas.

El ingenio, que tan buen papel hiciera en tantas guerras, había sido una catapulta pero, desde que la reina Toda ordenara su colocación en la plaza de Santa María, los carpinteros de la ciudad habían retirado la lanzadera, para evitar peligro a los chavales, convirtiendo el almajaneque en una torre de tres alturas, con escalas fijas para subir y bajar, cegando los exteriores con tablones cruzados de madera y coronando el último piso con un tejado a dos vertientes y con un saledizo a manera de alero, de tal modo que el tercer piso quedaba como una balconada de considerable altura.

La reina, auxiliada por Hasday y por don Lope, examinó la estabilidad de la torre. Ascendió a los pisos superiores, golpeó con el pie toda la superficie para asegurarse de su fiabilidad y ya en suelo firme, con el rostro color de arrebol y fatiga en el corazón, dictaminó que el almajaneque sería la carreta de don Sancho y dispuso que se buscara a su nieto y se preparase la compañía que era hora de partir.

Sus damas, ante la súbita decisión de su señora, no tuvieron tiempo de intervenir. Doña Boneta la miraba severa. Las camareras, los nobles, los clérigos, las gentes de la expedición y los habitadores de Pamplona, contuvieron el aliento ante la intrepidez de aquella mujer, mayor de ochenta años, y los soldados se aprestaron a uncir las mulas a la atalaya móvil.

Toda Aznar sonreía, por fin iniciarían el viaje, si no en la mañana, sí en la tarde del día de San Juan. Don Sancho se había acomodado en el piso inferior de la torre de asalto con don Alonso y don Nuño, los dos caballeros que trajera de León. Don García, el rey, había subido al piso superior para decirle adiós a doña Teresa y poder contemplarla durante más tiempo. Don Arias impartió la bendición y el extraño y pesado cortejo inició lentamente la andadura.

La reina alzaba la mano, en señal de despedida, cuando fue interrumpida por don Lope, que insistía en hacer el camino por la vía de Zaragoza para saludar al gobernador de los reinos vecinos, no fuera que, en la ausencia de los tres reyes de la cristiandad, perpetrara alguna tropelía o traición con la aquiescencia del soldán; y por hacer un alto en tan luengo camino, Doña Toda le volvió a repetir que era su deseo alcanzar la vía de Soria pasando por el lugar de Lizarra y por la ciudad de Nájera; que había de visitar la sepultura de su esposo en el monasterio de San Esteban y a su sobrina nieta, doña Andregoto de don Galancián, y le conminó con una mirada severa a que no insistiera más.

Entre los vítores de los pamploneses, dejaron atrás la plaza de Santa María y atravesaron los carrillos del Obispo y San Saturnino Viejo y, tomando la puerta de la Ribera, partió el cortejo camino del Ebro. Una extraña comitiva que más parecía de gente de guerra.

En primer lugar, Nuño Fernández, el abanderado, con el estandarte del reino. Después Lope Díaz con los caballeros; los carruajes reales desocupados; el de doña Toda y sus damas; el almajaneque con los reyes: abajo Sancho con sus leales, arriba García con el tesorero, el preste y los dineros; para terminar, el carromato de los cautivos cargados de hierros (los ocho musulmanes que el rey de Navarra devolvería a don Abd-ar-Rahmán); y ya la gente de tropa, lavanderas, cocineros, tahoneros y sirvientes de palacio.

Un poco retrasada, la embajada musulmana. Al frente la enseña del califa y Galid, el capitán, con los hombres, entre ellos Hasday ben Shaprut.
Un extraño cortejo…

 

Camino de Córdoba
Doña Toda se santiguó y se encomendó a las santas Alodia y Nunila, al señor Santiago y a santa María de Pamplona. Pasadas las oraciones comentó con sus damas: vamos bastante prietas, hijas. Boneta, Adosinda, Alhambra y Nunila, las damas de la reina, asintieron. ¡Cinco señoras y los dos perros…!, exclamó Nunila, Lambra alabó la utilidad de la torre de asalto donde don Sancho se encontraba holgado y acomodado entre almohadones. Adosinda sacó unas tortitas de su faltriquera y las repartió con las damas. La reina se apercibió enseguida de que doña Boneta miraba el almajaneque con cierta prevención y se apresuró a explicar que no había aceptado otras soluciones, pensando que la torre sería buena enseña para el viaje, que apartaría de la expedición a ladrones y a gentes incontroladas de la frontera. Que los capitanes le habían propuesto el uso de poleas, de parihuelas o de una silla de manos, pero que no había aceptado porque Córdoba quedaba muy lejos y no estaba dispuesta a reventar a los hombres sino a que todos llegaran sanos y salvos a la ciudad del Guadalquivir para curar a don Sancho y volver…

Las camareras prepararon en el centro de la carreta el altarcillo para la reliquia de santa Emebunda y allí depositaron una arquilla de plata sobre un paño rojo de fino cendal.

Andaban por el camino viejo de peña Echauri hablando de las verduras de los bosques y de lo mucho que había llovido en el invierno anterior, cuando Alhambra suplicó a la reina que les contara una vez más la historia verdadera de doña Andregoto y su singular forma de venir al mundo. Toda se arrellanó en el duro asiento y se dispuso a narrar el nacimiento de su sobrina nieta, la castellana de Nájera, pero antes pidió excusas y se soltó el ceñidor de doña Amaya, su lejana antecesora en el trono de Pamplona, porque el cinturón, pese a la magia, le venía estrecho y le cortaba la respiración cuando estaba sentada. Luego, tratarían de ensancharlo.

Toda Aznar, ya más desahogada, inició el relato. Mucho amé a mi prima doña Mayor, mujer de mucho valer, y a don Galancián Velasco, gran heridor de espada…, y mucho amo a doña Andregoto, a quien he de encontrarle marido. Repitió lo que escuchara de labios de su prima doña Mayor, la madre putativa de la najerense, y lo que ocurrió en el castillo. Una fría noche, el doce de las calendas de enero, lo recuerda muy bien, el viento llamó tres veces, tres veces, a la puerta del castillo de Nájera: pon, pon, pon… Doña Mayor dejo de tañer el arpa… Pon, pon, pon, llamaba el viento. Mi prima sintió miedo, pues Galancián andaba en tierra de moros, y comunicó sus pesares a doña Muñoz, su aya… Juntas y sigilosas, las dos mujeres bajaron a la poterna, oyeron el llanto desesperado de un niño y, como no podían abrir la puerta ellas solas, salieron por un portillo en lo oscuro de la noche. Corrieron amedrentadas y encontraron a una preciosa niña de pelo bermejo en una capacha de paja… ¡Ah, qué niña tan hermosa!, exclamaron y la entraron de tapado… Y mi prima, que no tenía hijos, se la quiso quedar para sí. La subieron a los aposentos, la lavaron, le dieron leche a beber y, acallada la niña, analizaron la situación. En primer lugar y como buenas cristianas, pensaron que había que encontrarle un nombre y bautizarla. La llamaron Andregoto en honor de la reina de Navarra, mi anterior nuera, la aragonesa, la primera esposa de mi hijo don García. Y ya elegido el nombre, la cristianaron y sopesaron la conveniencia de quedársela o devolverla al viento y dejarla donde estaba. Pero acordaron lo primero. Se la quedaban porque doña Mayor no tenía hijos y quería uno, al menos uno y porque la niña bermeja, ricamente vestida, había venido entre prodigios. A través del viento; un viento capaz de llamar a la poterna, pon, pon, pon, como podían corroborar las dos mujeres. La niña era hija del viento y, desde ese momento, también de don Galancián y de mi prima, aunque su esposo no lo supiera ni lo quisiera…

Y decía mi buena prima que su marido no tenía necesidad de enterarse; simplemente, cuando volviera de la guerra, ella le diría: aquí tienes a tu hija, y él la tomaría en sus brazos, como hacían todos los hombres, que no hacían otra cosa que preñar a la mujer y de los hijos luego no se ocupaban nada. Como don Galán llevaba suficiente tiempo en la guerra no había necesidad de ponerle al corriente sobre el advenimiento de la niña, ni de contarle que la había traído un viento y no el natural parto de doña Mayor. No había ninguna necesidad. Ni que la esposa había oído lamentos, dejado de tañer el arpa, precipitado a la puerta del castillo y hallado una niña. Ni menos de explicarle que la niña venía entre prodigios y en una capacha de paja, mismamente como Moisés llegado a los brazos de la hija del Faraón, porque Galancián no lo entendería. No lo entendería ni hablado ni escrito, pues era muy sordo (fue herido de hierros malamente en un tablado) y no sabía leer.

Al falso padre de la niña bermeja le dirían: aquí está tu hija y amén y a las gentes del castillo y del burgo que la criatura había nacido en el mayor secreto por deseo expreso del señor, que quería ser enterado el primero; y a las camareras y gentes próximas, sencillamente la verdad, que la había traído el viento y cada cual que hiciera su componenda; que lo creyera o no.

Tales cosas convinieron las damas. Como Galancián no volvía, le enviaron recado del nacimiento de su hija. Pasados varios años regresó (me había prestado servicio en las tierras de Calahorra, Borja y Tarazona) con mucha honra pero muy mal herido. Llegó en parihuelas, con los ojos cerrados, y plugo a Dios que no los abriera más…

Pero hay cosas que no se pueden acallar. Las dueñas no hablaron del viento que trajo a la niña bermeja, pero se conoció. Se supo lo del viento y se inventó otro tanto más, porque la niña, ahora mujer, es una gran guerrera… No ha mucho en Pamplona, lo recordarán sus mercedes, escuchamos a un juglar que relataba las tres versiones de la venida al mundo de doña Andregoto y de una ciudad que se llevó el viento en las lejanas tierras de Germania. El juglar hablaba de un fuerte viento que la había depositado a la puerta del castillo, lo que es cierto, porque yo lo he conocido, pero, luego, añadía que la había traído un hada buena que conversó largamente con doña Mayor y que incluso le ayudó a cambiarle los pañales… y, otra tercera interpretación: que a la niña bermeja la había traído una gran ave de presa y que mi prima no tuvo embarazo… Andregoto es portentosa, me sirve con celo en la frontera, y no ignoráis que por doquiera que va montada a caballo levanta un viento en derredor… Ahora, quiero buscarle marido… y es por eso que haremos un alto en Nájera…

Terminada la historia. Toda Aznar pidió aguja e hilo y mandó a sus damas que agrandaran el ceñidor de doña Amaya. Mucho discutieron las camareras sobre si con el ensanchamiento la prenda perdería los poderes mágicos contra venenos, pero la reina insistió: ¡El cíngulo le quebraba la cintura! Boneta y Adosinda se pusieron a ello. No atinaban a enhebrar la aguja con el traqueteo. Doña Nunila preguntó si la señora Andregoto seguía teniendo el cabello bermejo. Doña Boneta se apresuró a contestarle que sí, que si no la había visto alguna vez en Pamplona cuando se juntaban los del Consejo del rey. No, Nunila no la recordaba. No la habrás visto, niña, a la señora castellana de Nájera se la conoce de lejos, intervino Adosinda, viste de hombre armado y lleva coraza plateada y della se diz que no se la quita ni para dormir. Doña Boneta añadió que la najerense llevaba colgada al cinto la espada de don Galán. Lambra interrumpió para decir que Andregoto andaba en las canciones que cantaba el pueblo y que en la Historia había habido otras mujeres guerreras como Hipólita, la reina de las Amazonas, o muy bravas, como Calpurnia, la madre de los Gracos; que Andregoto no era un caso único, aunque lo fuera en las tierras cristianas deste tiempo, y que había oído una canción en la que se asemejaba a la reina Toda con aquellas Hipólita y Calpurnia.

—Cuando oí asonar esa canción por primera vez, desconocía quiénes eran estas dos bravas féminas, aunque las supuse mujeres de pro, puesto que eran cantadas como Carlomagno, Roldan o Bernardo del Carpio, y pedí información a don Dulcinio, el abad de Leyre (mi tío, como todas sabéis), más que nada para aclarar a la reina el parangón que le hacían en la trova. Dulcinio me dijo que Hipólita era la reina de las Amazonas, un ejemplo a no seguir por las mujeres, y que de Calpurnia no sabía nada, que ya lo consultaría; y no lo hizo, aunque luego lo leí yo en un libro de Isidoro de Sevilla. Tuve que insistir mucho para que mi tío me hablara de aquella Hipólita, de aquel ejemplo a no seguir por las mujeres, y lo que me descubrió se lo dije a la reina Toda que se holgó con ello, pues ella es semejante a Hipólita…

La reina, que había entornado los ojos, pensaba para sí que ella había sido reina con mayores dificultades que la amazona puesto que había gobernado en un reino de hombres, donde las mujeres eran poco o nada, salvo ella que había sido regente, árbitro y capitana. Y no era lo mismo mandar en un reino de hombres en estado permanente de guerra que en una isla de Oriente donde sólo había mujeres. Toda sabía manejar a las mujeres. Había dispuesto por sus cuatro hijas y por sus damas y a todas las había casado bien o descasado cuando el bien se tornaba en mal… Los hombres habían sido otra cosa, pues muchos hubieran querido usurpar su puesto o ser tutores del pequeño García para hacer y deshacer en el reino de Navarra. Y no, porque ella valía tanto como ellos; Y no, porque el trono era de su hijo García. Cualquier otro regente hubiera mirado más por sus propios hijos que por el de Sancho Garcés y hubiera tratado de convertir en regia su sangre en detrimento de la única sangre real de Pamplona. Para evitar esos males, ella, Toda, había compartido la regencia con Jimeno Garcés, su cuñado, durante cinco largos años y había tragado sapos y culebras hasta la muerte del susodicho.

Entonces, sola ya —continuaba la reina—, luchó contra el moro, contra Pamplona, contra los señores principales de Navarra, contra los abades de Leyre, aquel Dulcinio que acababa de nombrar Alhambra, aquel mal nacido, o el de San Pedro de Usún que no le iba a la zaga…, en fin, contra todos; y apoyada por unos pocos leales… conservó el reino para su hijo.

Hipólita tendría menos problemas que ella seguramente. Ella era mujer, por muy hija que fuera de Aznar Sánchez y única descendiente del rey Enneco, y era poco en un reino de hombres muy bragados. Era poco en un reino amenazado de continuo por dentro y por fuera… Cierto que no había sido vencida por un hombre, ni por un héroe, ni por un dios como lo fuera Hipólita… pero se había postrado ante el emir y ante el emperador de León por razones de estado, que no por otra cosa, ni menos por gusto. Sin duda Hipólita lo había tenido mejor.

Toda Aznar abrió los ojos sobresaltada. ¿Qué era?… Hora de montar el campamento y de encender las antorchas para pasar la noche. Dejando atrás la cuenca de Pamplona, dispusieron el real a la vista de los montes del Perdón. Habían recorrido dos leguas.

La reina miró por doquiera, observó a su hijo y a su nieto en la atalaya y sonrió…

La reina pasó mala noche, acostumbrada como estaba a un lecho fijo y blando en el castillo de Pamplona. Estoy vieja en verdad, se decía. Se levantó varias veces a vomitar. Había cenado sopa de gallina con pimientos y dulce de membrillo, pero le repetían los pimientos. Y eso que había puesto cuidado; que desde que viera a don Sancho en toda su gordura, frenaba su buena gana e incluso, a veces, quedaba a medio saciar su apetito. Mala cosa el hambre, tanto para quien no podía satisfacerla como para quien podía y no debía, como ella y Sancho, Sancho y ella… Por el contrario, don García apenas había probado bocado. En cuanto se separaba de doña Teresa, el rey enfermaba de melancolía. Hacía rato que estaba en la atalaya móvil del cortejo mirando hacia Pamplona que había quedado muy atrás.

Su hijo iba a ser una carga, ya se lo temía Toda, pero había insistido tanto el sabio Hasday para que fueran los tres reyes… ¡Boneta, manda recoger todo muy bien que lo que dejemos, aquí se quedará…! ¡Que entren los hombres a cargar los bultos y suban sus mercedes al carro…!, ordenaba la reina.