PRÓLOGO
    Mi pasión es la geografía. También es mi ancladero, mi puerto de refugio.
    Crecí lentamente junto a las mareas y las marismas de Colleton; mis brazos se hicieron fuertes y atezados por las largas jornadas de trabajo en el barco camaronero, bajo el ardiente calor de Carolina del Sur. Puesto que era un Wingo, comencé a trabajar en cuanto pude caminar; a los cinco años era capaz de abrir el caparazón de los cangrejos azules. A los siete años ya había matado mi primer ciervo, y a los nueve aportaba regularmente carne a la mesa familiar.
    Nací y me crié en una isla costera de Carolina, y en los hombros y la espalda, teñidos de oro oscuro, llevaba el sol de las tierras bajas. De muchacho me hacía feliz navegar en un pequeño bote por entre los bancos de arena de los canales, con su silenciosa población de ostras, que la bajamar dejaba al descubierto. Conocía el nombre de todos los camaroneros, y también ellos me conocían y hacían sonar sus sirenas cuando me veían pescando en el río.
    A los diez años maté un águila calva por placer, por la singularidad de la acción, a pesar de la divina y estimulante belleza de su vuelo solitario sobre los cardúmenes de pescadillas. Fue la única vez que maté un animal que nunca antes había visto. Mi padre, después de pegarme por haber violado la ley y por haber matado la última águila del condado de Colleton, me hizo encender un fuego, asar el ave y comer su carne, mientras las lágrimas rodaban por mis mejillas. Luego me entregó al sheriff Benson, quien me tuvo encerrado en una celda durante más de una hora. Mi padre recogió las plumas y confeccionó un rudimentario penacho indio para que lo llevara puesto a la escuela. Era un hombre que creía en la expiación de los pecados. Llevé el penacho durante varias semanas, hasta que comenzó a deshacerse pluma a pluma. Iba dejando un rastro de plumas por los corredores de la escuela, como un decadente ángel en desgracia.
    —No mates nunca un animal poco corriente —me dijo mi padre.
    —Menos mal que no he matado un elefante —repliqué.
    —Te habrías dado un buen hartazgo, si llegas a matar uno —contestó él.
    Mi padre no consentía los delitos contra la naturaleza. Aunque luego he seguido cazando, las águilas no tienen nada que temer de mí.
    Fue mi madre quien me dio a conocer el espíritu sureño en sus más íntimos y delicados aspectos. Mi madre creía que también las flores y los animales soñaban. Cuando éramos pequeños, al llegar la noche, antes de acostarnos, adoptaba su voz de narradora para contarnos que los salmones soñaban con desfiladeros y con oscuros rostros de oso pardo que se cernían sobre el agua cristalina de los rápidos. Los zorros, decía, soñaban que hundían sus colmillos en las espinillas de los cazadores. Mientras dormían, las águilas pescadoras se veían lanzando sus emplumados cuerpos en largas caídas en picado, a cámara lenta, sobre los bancos de arenques. Había amenazadoras alas de búho en las pesadillas de los armiños, lobos del bosque acercándose contra el viento en el reposo nocturno de los alces.
    Pero jamás llegamos a saber con qué soñaba ella, pues mi madre nos mantuvo siempre al margen de su vida interior. Sabíamos que las abejas soñaban con rosas, que las rosas soñaban con las pálidas manos de las floristas y que las arañas soñaban con polillas atrapadas en sus telas plateadas. Como hijos suyos, fuimos depositarios de los deslumbradores cánticos de su imaginación, pero no sabíamos que las madres soñaran.
    Todos los días nos llevaba al bosque o al jardín e inventaba un nombre para cada animal y cada flor que veíamos. Una mariposa Monarca pasaba a ser una «besaorquídeas de patas negras»; un campo de narcisos en abril era una «danza de las señoritas tocadas con sus cofias». Gracias a su penetrante atención, mi madre podía convertir un simple paseo por la isla en un verdadero viaje de descubrimiento. Sus ojos eran la llave que nos abría el palacio de la naturaleza.
    Mi familia vivía espléndidamente aislada en la isla de Melrose, en una pequeña casa blanca que mi abuelo había ayudado a construir. La fachada principal daba al canal interior, y río abajo podía distinguirse la ciudad de Colleton, con sus blancas mansiones dispuestas sobre la marisma como piezas de ajedrez. La isla de Melrose era una extensión romboidal de tierra de casi quinientas hectáreas, rodeada por los cuatro costados de arroyos y ríos. La región donde me crié era un fértil archipiélago subtropical que preparaba gradualmente al océano para la gran sorpresa del continente que le seguía. Melrose era una más de las sesenta islas costeras del condado de Colleton. En el límite oriental del mismo había seis islas coralinas modeladas por sus diarios enfrentamientos con el Atlántico. Las restantes islas costeras, como Melrose, cubiertas por vastas extensiones de marismas, formaban el verde santuario al que los camarones blancos y pardos acudían a desovar en la estación adecuada. Cuando llegaban, mi padre y otros hombres como él estaban esperándolos en sus buenas y hermosas embarcaciones.
    Cuando tenía ocho años ayudé a mi padre a levantar el puentecillo de madera por el que nuestras vidas se unían a una estrecha calzada que, cruzando las marismas, iba a dar a la isla de Santa Ana, mucho más grande que la de Melrose y unida a su vez con la ciudad de Colleton mediante un largo puente levadizo metálico. Mi padre, con la furgoneta, tardaba cinco minutos para ir desde casa hasta el puente de madera, y diez minutos más para llegar a Colleton.
    Antes de que construyéramos el puente, en 1953, nuestra madre nos llevaba a la escuela de Colleton en bote. Por malo que fuera el tiempo, todas las mañanas nos pasaba al otro margen del río y todas las tardes la encontrábamos esperándonos en el embarcadero público. El viaje era mucho más rápido en el Boston Whaler de lo que jamás podría serlo en una furgoneta. Al cabo de tantos años de llevarnos a la escuela en bote, mi madre se había convertido en uno de los mejores pilotos que jamás haya visto al mando de una embarcación pequeña; sin embargo, raramente volvió a utilizarlo una vez terminado el puente. A nosotros, el puente sólo nos unía con nuestra ciudad; a mi madre la unía con el mundo que se extendía más allá de la isla de Melrose, un mundo inconcebiblemente rico en promesas.
    Melrose era la única propiedad digna de mención que poseía la familia de mi padre, un clan apasionado, aunque carente de suerte, cuya decadencia tras la guerra civil fue rápida y probablemente inevitable. Mi tatarabuelo, Winston Shadrach Wingo, mandó una batería que, bajo las órdenes de Beauregard, bombardeó Fort Sumter. Murió en la miseria en el Hogar del Soldado Confederado, en Charleston, y hasta el día de su muerte se negó a dirigir la palabra a ningún yanqui, hombre o mujer. Ya próximo al fin de su vida había ganado Melrose jugando al herrón y la propiedad de aquella isla asilvestrada e infestada de malaria fue transmitiéndose a lo largo de tres generaciones de decadentes Wingo hasta que, a falta de otro pretendiente, le correspondió a mi padre. Mi abuelo se había hartado de ser su propietario y mi padre era el único Wingo dispuesto a pagar los impuestos estatales y federales para evitar que cayera en manos del gobierno. En nuestra historia familiar, aquel juego del herrón llegó a adquirir dimensiones legendarias, y siempre honramos a Winston Shadrach Wingo como primer deportista notable de nuestra familia.
    Lo que no sé, empero, es cuándo mi madre y mi padre dieron comienzo a su prolongado y deprimente enfrentamiento. La mayoría de sus escaramuzas parecían partidas del juego de las banderas, en las que las almas de sus hijos hacían el papel de banderas capturadas en sus campañas de agotamiento. Ninguno de los dos pensó jamás en el daño que podían causar sus peleas en algo tan frágil y todavía sin formar como la vida de un niño. Aun hoy sigo creyendo que ambos nos amaban profundamente, pero, como les sucede a muchos padres, su amor resultó su rasgo más mortífero. Eran destacables en tantos aspectos, que los dones que nos concedieron casi igualaron a los estragos que con tanta inconsciencia nos causaron.
    Yo era hijo de una madre maravillosa y apasionada por las palabras, y muchos años después de que ella dejara de sentirse en la obligación de tocarme aún seguía anhelando su contacto. Pero durante toda mi vida le agradeceré que me enseñara a reconocer la hermosura de la naturaleza en todas sus formas y fantásticos designios. Fue mi madre quien me enseñó a amar las linternas de los pescadores nocturnos en la estrellada oscuridad, y el vuelo rasante de los pelícanos pardos sobre las crestas de las olas al amanecer. Fue ella quien me hizo apreciar la impecable acuñación de los dólares de arena; la forma de las platijas enterradas en la arena, semejante a la silueta de una dama en un camafeo; el recio embarrancado junto al puente de Colleton, palpitante con la actividad de las nutrias. Mi madre veía el mundo a través de un deslumbrante prisma de pura imaginación. Con la materia prima de su hija, Lila Wingo, moldeó una poetisa y una psicópata. Con sus hijos fue más suave, y los resultados tardaron más en cobrar forma. Ella preservó para mí las multiformes apariencias de mi existencia infantil, los retratos y las naturalezas muertas visibles a través del floreciente ventanal del tiempo. A mis amantes ojos de niño, gobernó como reina de una exquisita imaginería. Pero nunca he podido perdonarle que no me contara el sueño que la sostuvo a lo largo de mi infancia, el sueño que más tarde causaría la ruina de mi familia y la muerte de uno de nosotros.
    Hijo de una madre maravillosa, también era hijo de un camaronero enamorado de las formas de los barcos. De muchacho me crié en el río con el aroma de las grandes marismas envolviendo mi sueño. Durante el verano, mi hermano, mi hermana y yo trabajábamos como aprendices en la embarcación de mi padre. Nada me complacía más que la visión de la flota camaronera zarpando antes del amanecer para dirigirse a su cita con los nutridos bancos de camarones que a la primera luz del alba se precipitaban velozmente por entre las mareas endulzadas por la luna. De pie ante el timón de su nave, mi padre tomaba café solo mientras escuchaba las roncas voces de los demás capitanes de la flota, que se ofrecían mutua compañía. Su ropa olía a camarones y ni el agua ni el jabón ni las manos de mi madre podían hacer nada para evitarlo. Cuando se esforzaba en el trabajo, este olor cambiaba. El sudor se mezclaba con el olor a pescado y lo convertía en algo distinto, algo maravilloso. De pie a su lado, cuando era un niño, apretaba mi rostro contra su camisa y me parecía oler una tierra cálida y rica. Si Henry Wingo no hubiera sido un hombre tan violento, creo que habría resultado un magnífico padre.
    Un luminoso atardecer de verano en que el húmedo aire se cernía como una capa de musgo sobre las tierras bajas, mi hermana, mi hermano y yo, muy pequeños aún, no podíamos dormir. Mi madre nos sacó de la casa —Savannah y yo teníamos un resfriado veraniego y Luke una erupción causada por el calor— y nos llevó al río, al embarcadero.
    —Tengo una sorpresa para mis cariños —anunció nuestra madre mientras contemplábamos una marsopa que se dirigía hacia el Atlántico a través de las quietas y metálicas aguas. Nos sentamos en el borde del muelle flotante y estiramos nuestras piernas, tratando de tocar el agua con los pies desnudos—. Quiero que veáis una cosa. Algo que os ayudará a dormir. Mirad allí, niños —añadió, señalando el horizonte hacia el este.
    Comenzaba a oscurecer en aquel largo crepúsculo sureño y de pronto, en el punto exacto hacia el que su —dedo había señalado, la luna alzó un asombroso rostro dorado por encima del horizonte, se levantó resueltamente por entre las nubes afiligranadas e intoxicadas de luz que extendían su velo sobre la lejanía. A nuestras espaldas, el sol se ponía en una retirada simultánea y congruente mientras el río se encendía en un silencioso duelo de llamas de oro… El oro nuevo de la luna, ascendente y asombroso, y el gastado oro del ocaso, extinguiéndose en su pausado deslizamiento hacia occidente, interpretaban la antigua danza de los días en las marismas de Carolina, la pasmosa muerte de los días, ante nuestros ojos infantiles, hasta que el sol se desvaneció dejando como rúbrica final una cinta semejante a un lingote de metal precioso suspendida sobre las copas de los robles de agua. En seguida, la luna ascendió rápidamente se elevó como un pájaro emergiendo sobre las aguas, sobre los árboles, sobre las islas, hasta alcanzar el firmamento; oro primero, luego amarillo, luego amarillo claro, plata clara, plata brillante y, finalmente, algo milagroso e inmaculado, algo que transcendía la plata, algo visible únicamente en las noches del sur.
    Los niños permanecimos inmóviles, fascinados por aquella luna que nuestra madre había hecho surgir de las aguas. Cuando la luna se hizo de la más intensa plata, mi hermana, Savannah, aunque sólo contaba tres años, se dirigió en voz alta a mi madre, a Luke y a mí, al río y a la luna:
    ¡Oh, mamá! ¡Hazlo otra vez! Así se formó mi más antiguo recuerdo. Pasamos los años de nuestro crecimiento maravillándonos ante aquella encantadora mujer que nos recitaba los sueños de las garcillas y de las garzas reales, que podía conjurar lunas y desterrar soles al oeste y a la mañana siguiente convocar un sol recién creado más allá de las rompientes del Atlántico. La ciencia carecía de interés para Lila Wingo, pero la naturaleza era una pasión.
    Para describir nuestra infancia en las tierras bajas de Carolina del Sur tendría que llevarte a las marismas en día de primavera, levantar a la garza azul de sus silenciosas tareas, espantar a las gallinetas de la marisma hundiéndonos en el fango hasta las rodillas, abrir una ostra con la navaja y dártela a comer en su propia concha, y decir: «Toma. Este sabor. Este es el sabor de mi infancia». Te diría «respira hondo», y tú respirarías y recordarías ese aroma durante el resto de tu vida: el penetrante y fecundo aroma de la marisma, exquisito y sensual; el aroma del cálido Sur; un aroma como de leche recién ordeñada, semen y vino derramado, todo ello perfumado con agua de mar. Mi alma pasta como un cordero en la belleza de las mareas crecientes.
    Yo soy patriota de una geografía muy concreta del planeta; hablo de mi tierra religiosamente; me siento orgulloso de su paisaje. Entre el tráfico de las ciudades me muevo cautelosamente, siempre alerta, pues mi corazón pertenece a las marismas. El muchacho que hay en mí sigue atesorando el recuerdo de aquellos días, cuando salía a pescar cangrejos en el río Colleton antes del amanecer, cuando la vida del río me moldeaba gradualmente, en parte niño, en parte sacristán de las mareas.

Una vez, mientras tomábamos el sol en una playa desierta no lejos de Colleton, Savannah nos gritó a Luke y a mí que mirásemos hacia el mar. Voceaba a todo pulmón, señalando un grupo de ballenas surgido del mar en desorientada confusión. Cuarenta ballenas, oscuras y relucientes como el cordobán, pasaron como una oleada a nuestro lado, nos sobrepasaron y, más allá, quedaron encalladas y condenadas a morir sobre la arena.
    Durante horas anduvimos de uno a otro de los moribundos mamíferos, hablándoles con tono infantil, suplicándoles que regresaran al mar. ¡Éramos tan pequeños, y tan hermosas las ballenas! Vistas de lejos, parecían los negros zapatos de un gigante. Les susurramos, limpiamos de arena sus espiráculos, las remojamos con agua de mar y las exhortamos a vivir en consideración a nosotros. Habían salido del mar envueltas en misterio y gloria, y los tres niños les hablamos, de mamífero a mamífero, con los aturdidos y lastimeros cánticos de chiquillos aún no familiarizados con la muerte deliberada. A lo largo de todo aquel día permanecimos junto a ellas y tratamos de devolverlas al océano tironeando de sus grandes aletas, hasta que, con el crepúsculo, llegaron el agotamiento y el silencio. Permanecimos junto a ellas mientras iban muriendo una a una. Acariciamos sus enormes cabezas y rezamos cuando las almas de las ballenas abandonaron sus grandes cuerpos negros y se alejaron como fragatas en la noche hacia la inmensidad del mar, donde se sumergieron buscando la luz del mundo.
    Cuando, más adelante, hablábamos de nuestra infancia, se nos antojaba mitad elegía y mitad pesadilla. Una vez hubo escrito mi hermana los libros que le hicieron famosa, cuando los periodistas le preguntaban cómo había sido su niñez, se recostaba en el asiento, apartaba el mechón que le caía sobre los ojos, se ponía seria y respondía: «De niña, mis hermanos y yo caminamos sobre los lomos de delfines y ballenas». No había delfines, por supuesto, pero sí los hubo para mi hermana. Así es como prefería ella recordarlo, como prefería solemnizarlo, como prefería explicarlo.
    Pero no hay magia en las pesadillas. Siempre me ha resultado difícil enfrentarme a la verdad de mi infancia, porque para hacerlo tendría que comprometerme a explorar los rasgos y configuraciones de una historia que preferiría olvidar. Pasaron los años sin que tuviera que enfrentarme a la demonología de mi juventud; tomé la sencilla resolución de no hacerlo y hallé solaz en la dulce quiromancia del olvido, refugio en las frías y señoriales tinieblas del inconsciente. Pero bastó una llamada telefónica para arrastrarme de nuevo hacia la historia de mi familia y los fracasos de mi vida adulta.
    Desearía no tener historia de la que hablar. Durante mucho tiempo he fingido que mi infancia nunca existió. Tenía que mantenerla encerrada, contra mi pecho. No podía dejarla salir. Seguía en esto el dudoso ejemplo de mi madre. Tener recuerdos o no es un acto de la voluntad, y yo elegí no tenerlos. Puesto que necesitaba amar a mis padres en toda su imperfecta y escandalosa humanidad, no podía interpelarlos directamente acerca de los crímenes que cometieron con nosotros. No podía acusarlos de delitos que no habían podido evitar ni condenarlos por ellos. También mis padres tenían su historia, una historia que yo recordaba con ternura y dolor al mismo tiempo, una historia que me hacía perdonar sus pecados contra sus propios hijos. En una familia no puede haber crímenes a los que no alcance el perdón.
    Visité a Savannah en un hospital psiquiátrico de Nueva York tras su segundo intento de suicidio. Me incliné para besarla en ambas mejillas, al estilo, europeo. Luego, mirando sus agotados ojos, le hice la serie de preguntas que siempre le formulaba cuando nos reuníamos tras una larga separación.
    —¿Cómo era tu vida familiar, Savannah? —le pregunté, fingiendo una entrevista.
    —Hiroshima —musitó ella.
    —¿Y cómo ha sido tu vida desde que abandonaste el cálido y acogedor seno de tu cariñosa y muy unida familia?
    —Nagasaki —contestó, esbozando una amarga sonrisa.
    —Eres una poetisa, Savannah —proseguí, sin dejar de mirarla—. Compara tu familia con un navío.
    —El Titanic.
    —Dime el título del poema que escribiste en honor de tu familia, Savannah.
    —«La historia de Auschwitz». Y ambos nos echamos a reír.
    —Ahora viene la pregunta más importante —anuncié, inclinándome sobre ella y susurrando dulcemente en su oído—. ¿A quién quieres más que a nadie en el mundo?
    La cabeza de Savannah se alzó de la almohada y sus azules Ojos se iluminaron con convicción mientras sus pálidos y agrietados labios respondían:
    —A mi hermano gemelo, Tom Wingo. ¿Y a quién quiere mi hermano más que a nadie en el mundo?
    Tomé su mano.
    —Yo también quiero a Tom más que a nadie —contesté.
    —No vuelvas a equivocarte, tontorrón —dijo ella débilmente.
    La miré a los ojos, tomé su cabeza entre mis manos y casi me desmoroné al responder, con voz entrecortada y lágrimas corriéndome por las mejillas:
    —Quiero más que a nadie a mi hermana, la gran Savannah Wingo, de Colleton, Carolina del Sur.
    —Abrázame, Tom. Abrázame fuerte.
    Tales eran las consignas de nuestras vidas. Este siglo no ha sido fácil de soportar. Entré en escena mediada una guerra mundial, en el alba terrible de la era atómica. Crecí en Carolina del Sur, como un varón sureño de raza blanca, con un bien cultivado talento natural para odiar a los negros hasta que el movimiento en favor de los derechos civiles me pilló de improviso al descubierto y demostró sin lugar a dudas que yo estaba en un error y que además era un malvado. Pero yo era un muchacho al que le gustaba pensar, que tenía sentimientos y era enemigo de la injusticia, y trabajé firmemente para cambiar mi modo de ser y desempeñar un pequeño e insignificante papel en dicho movimiento con lo que no tardé en sentirme sumamente orgulloso de mí mismo. Entonces me hallaba formando parte del programa universitario de la ROT dirigido exclusivamente a varones blancos, y fui escupido por manifestantes pacifistas ofendidos por mi uniforme.
    Con el tiempo, yo mismo me convertí en uno de tales manifestantes, pero jamás escupí sobre quien no estuviera de acuerdo con mis ideas. Creía que iba a cumplir los treinta años con tranquilidad, como un hombre contemplativo provisto de una filosofía humanitaria e irreprochable, cuando el movimiento de liberación de la mujer cayó sobre mí como un tornado, y una vez más me encontré del otro lado de las barricadas. Parece que he sido la encarnación de todos los conceptos erróneos del siglo XX .
    Fue mi hermana quien me obligó a plantar cara a mi siglo y quien finalmente me proporcionó la libertad necesaria para enfrentarme a aquellos días pasados junto al río. Había vivido demasiado tiempo en los bajíos, y ella me condujo suavemente hacia aguas más profundas donde todos los huesos y negros carcamanes aguardaban mi vacilante inspección. La verdad es ésta: a mi familia le ocurrieron cosas, cosas extraordinarias. Sé de familias que viven su destino sin que llegue a ocurrirles ni un solo acontecimiento de interés. Siempre he envidiado a tales familias. La familia Wingo fue sometida a prueba por el destino en un millar de ocasiones, y quedó indefensa, humillada y deshonrada. Pero mi familia se aprestó a la lucha con energía, y esta energía nos posibilitó a casi todos sobrevivir a la acometida de las Furias. A no ser que prefiramos creer a Savannah: en su opinión, ningún Wingo sobrevivió.
    Voy a contarte mi historia. No ocultaré nada. Te lo prometo.