A Txani Rodríguez

Los días, mis días, eran una metódica expropiación de todos los minutos y todas las energías, dedicado a tareas de business management, creativity network y ongoing activities en una empresa consultora. En otras palabras: los días, mis días, eran un páramo cubierto de nieve sucia y ligera, nieve aguada, delicuescente, que uno pisaba provisto de botas altas, chapoteando, alzando las piernas con esfuerzo sobre un terreno frío y encharcado. Solo al atardecer era posible encontrar unas migajas de paz doméstica y sencilla. En ellas habitaban el beso de Violeta, sus labios finos deslizando en mi oído una palabra de afecto, y la mesa de la cocina repleta de estuches, cuadernos y pinturas, donde Nacho y Marta hacían los deberes.

Y a veces, en ese único momento del día que merecía la pena vivir, la sonrisa de Violeta asomaba con un brillo especial y coronaba nuestra modesta felicidad con una buena noticia:

—¡Jorge! Jorge, ha llamado Gerardo. El próximo fin de semana vuelve a casa.

Me alegraba cada vez que mi amigo Gerardo Mendi volvía a la ciudad. Desde hacía veinte años Gerardo asomaba por nuestra vida con la intermitencia de una luz parpadeante. Aparecía y desaparecía como suelen hacerlo en las películas ciertos personajes secundarios que resultan necesarios, sin embargo, para el guion principal.

A pesar del paso de los años, y de lo lejos que vivíamos el uno del otro, Gerardo y yo nos seguíamos queriendo como hermanos. Era conmovedor el modo en que se acordaba de nosotros, sus llamadas desde cualquier lugar de Europa para enviar un recuerdo y preguntar por los niños.

Nuestra amistad venía de esos años en que los chicos realizan, uno tras otro, descubrimientos sorprendentes. Hablo de esos años urgentes como una novela de aventuras, que la vida ofrece a los muchachos con el fin de que abandonen la inocencia y, después de algunas distracciones etílicas y sexuales, se conviertan en seres descreídos y cansados, enterrados bajo un alud de compromisos, compromisos que asumieron en algún momento de la vida, aunque luego, con el tiempo, ya no recuerden cuándo, ni cómo, ni por qué.

Surcamos juntos la furiosa metamorfosis de la adolescencia. Después yo fui a la universidad y Gerardo inició un agotador peregrinaje por ciudades y países, en busca de fortuna, o de sí mismo, o de algo más. Regresaba a menudo y visitaba a sus padres ancianos, pero en esas ocasiones también encontraba tiempo para estar conmigo; más tarde, para estar conmigo y con Violeta. Sus padres murieron; aun así los retornos de Gerardo a la ciudad, espaciados pero constantes, no cesaron.

Cuando terminé la carrera de económicas empecé a trabajar en una consultoría estratégica. Decir consultoría era aludir a un arcano sacerdocio donde el aplomo personal prevalecía sobre los conocimientos, la terminología prevalecía sobre los contenidos y las exposiciones audiovisuales prevalecían sobre la mera realidad. Con excepción del casual friday, vestíamos traje riguroso, camisas de seda y doble puño, elegantes zapatos de cordón. En los informes, en las reuniones, una de cada tres palabras se escribía o se pronunciaba en inglés. Eso se había convertido entre nosotros en una señal de identidad, en una especie de grave imperativo moral. En inglés se designaban los tecnicismos, los ritos, los vagos símbolos: target market, social marketing framework, competitive assessment. Aquellas misteriosas letanías contribuían a alumbrar una lengua sagrada, ajena a la comprensión del pueblo, como es de ley en toda religión que aspire a hacerse respetar. Sí, todos los tecnicismos se decían en inglés. Claro que bastaba pronunciar algo en inglés para que se convirtiera en tecnicismo. Elaborábamos informes bajo el firme propósito de que nuestros clientes no los entendieran del todo, y también de que les avergonzara solicitar alguna aclaración. Aquellos documentos eran una abigarrada selva de términos exóticos, algunos de los cuales yo mismo no podría explicar exactamente. Sabía que mi reputación profesional, mi empleo, no dependían de que conociera su significado: mi reputación profesional, mi empleo, solo dependían de que aquella ignorancia jamás fuera visible.

Gerardo Mendi fundó distintas empresas que a veces iban bien y a veces no tan bien, pero que le permitieron vivir siempre con holgura, no depender de nadie y adquirir esa experiencia canalla de los hombres que, en el mundo de los negocios, han bajado a los pozos del alma humana y conocido sus rincones más sucios. Que yo recuerde, Gerardo promovió sucesivamente una compañía de homologación de alarmas de seguridad, una comercializadora de persianas metálicas y una gestoría para tramitar licencias de caza. Ahora se dedicaba a importar y exportar pescado. En una piscifactoría, Gerardo criaba truchas de granja, luego enviaba a Alemania los lomos de sus peces, limpios de piel y espinas. Allí otra empresa los ahumaba y los ponía a la venta.

—Los alemanes son muy exigentes –me explicó una vez—. Acaban comiéndose todas las malditas truchas que seas capaz de fabricar, pero el ahumado siempre corre de su cuenta.

— ¿Y por qué no las crían?

— Porque les saldría más caro. Yo puedo hacerlo a mejor precio. Ellos se encargan del ahumado pero antes engordo yo los peces –Sonrió, con malicia—. Ni somos tan pobres como imaginan ni trabajamos tan mal como presumen, pero los alemanes creen en ambas cosas con fe ciega. Por extraño que parezca, a veces es rentable que alguien tenga mala opinión de tu país.

Metido en el sector, Gerardo había conocido otras líneas de negocio. Me contó que ahora no solo exportaba lomos de trucha a Alemania: también importaba salmón ahumado de Noruega.

Las personas que trabajamos a cambio de un salario asistimos con asombro y perplejidad a los frutos del instinto empresarial: cómo cae uno en la cuenta de que hace falta una compañía de homologación de alarmas de seguridad, por qué se le ocurre a alguien fundar una comercializadora de persianas metálicas, de qué manera decide un tipo montar una gestoría que tramite licencias de caza, o cómo y por qué y de qué manera acaba enredado en el negocio de exportación de lomos de trucha y de importación de lonchas de salmón.

Como tantos mistagogos, yo organizaba jornadas de gestión empresarial, aleccionaba a los comparecientes sobre emprendimiento, impartía cursos de e-learning mediante sugestivos power points y dinámicas exposiciones multimedia, siempre provisto de un puntero-láser y escudado en la malla impenetrable del inglés empresarial, pero de la verdadera gestión, del olfato de sabueso que orienta la libre iniciativa, de la energía que comporta levantar una empresa y sostenerla cada día, sabía más bien poco. Los consultores somos una casta sacerdotal: hablamos de coaching o de branding, dictamos normas y transmitimos briefings, pero hay una vertiente de los asuntos empresariales que se nos escapa: la que involucra al mundo real, esa vertiginosa batidora donde se confunden las personas y las cosas. Si a otros seres humanos les intrigaba el sentido de la vida, el futuro de su país o la suerte de un equipo de fútbol, a mí me aturdía la ignorancia de algo aún más extraño: los azares insondables que llevan a un hombre cualquiera a exportar truchas a Alemania y a importar de Noruega salmón. Sea como fuere, cientos de miles de peces muertos explicaban la prosperidad de Gerardo Mendi, su constante viajar por ciudades de Europa, sus lujosos deportivos, sus vacaciones en remotas islas del Pacífico. Como antes las alarmas, las persianas metálicas o las licencias de caza, el sustento de todo aquello, ahora, era el pescado ahumado.

Cuando Gerardo anunciaba una visita a nuestra casa, Violeta disponía en el salón luces indirectas, aromatizaba el ambiente con velas perfumadas, preparaba una mesa barroca y generosa, acompañada de alguna sorpresa culinaria que agradara a nuestro amigo. El día de la cita, Gerardo aparecía con regalos. Nacho y Marta le abrazaban con ese afecto trasgresor que inspiran los parientes sin obligaciones familiares, tíos irresponsables que llegan cargados de juguetes, dispuestos a ganarse el cariño de los niños malcriándolos con caprichos y pequeñas complicidades. Los regalos de Gerardo se acompasaron armoniosamente a la edad de nuestros chicos: peluches al principio; juegos de mesa más tarde; después colecciones de minerales o joyeros de juguete; por fin, en la adolescencia, bonitas camisas para Marta o zapatillas deportivas para Nacho.

Al llegar, Gerardo y yo nos abrazábamos. Sentía sus manos cálidas y amables oprimiendo mis hombros, una recia sacudida de viejos camaradas. Nos mirábamos con emoción contenida: orgullosos de que, a pesar de vivir tan lejos, la amistad permaneciera firme entre nosotros. Gerardo Mendi no era muy rubio, pero sus pupilas mostraban un destello gris claro, límpido, metálico. Eran unos ojos glaciares, como de nieve. Los niños, bromeando, decían que tío Gerardo parecía un ser de otro planeta.

Después de la cena, transcurrían largas horas de charla, al amparo de una madrugada gentil y hospitalaria. Gerardo y yo compartíamos la devoción por películas legendarias como Casablanca o Sed de Mal, el recuerdo de los diálogos exactos de todos los volúmenes de Astérix y Tintín. Recitábamos escenas completas, ante el asombro de Violeta, y la incredulidad de Nacho y de Marta. La noche traía el recuerdo de nuestra juventud, y con ella de lances extravagantes y de rostros ya desvanecidos. Los niños, tarde o temprano, se iban a la cama, aturdidos por ese cúmulo de sobreentendidos y palabras misteriosas que adorna la conversación de los adultos, esas aburridas divagaciones en las que ellos nunca encuentran el más mínimo interés. Después de acostarlos, Violeta, Gerardo y yo seguíamos hablando. A primera hora de la madrugada, también Violeta, rendida, se despedía de nosotros, nos besaba y se iba a dormir.

Gerardo y yo dilatábamos la conversación. El alcohol remueve el universo moral de los seres humanos. El alcohol multiplica las acciones permisibles y las oportunidades para hacer declaraciones de tono confesional. Yo admitía, frente a Gerardo, lo poco que me gustaba mi trabajo.

—Vendemos humo —le dije un día, llenando por tercera vez nuestras copas de coñac—. Vestimos trajes impecables; organizamos sesiones de motivación, innovación y emprendimiento; hablamos de calidad y de mejora continua; pronunciamos sin cesar el polinomio I+D+i y otras fórmulas cabalísticas, inspiradas en ritos misteriosos, en liturgias secretas.

Compartimos una sonrisa cómplice y amarga. Solo delante de un verdadero amigo podría hablar así de mi trabajo.

—El valor de nuestros informes no radica en la claridad de su contenido, sino en la supersticiosa autoridad que emana de ellos. Nos hemos conjurado para que, en las reuniones con clientes, al menos un tercio de las palabras que digamos sea en inglés. En serio, fue idea de uno de los socios, en el morning meeting de los lunes. Funciona con eficacia asombrosa. Confieso que he llegado a inventarme términos sobre la marcha: conmueve comprobar cómo el ceño fruncido, el gesto atento, la mirada comprensiva de los equipos de trabajo, resisten el impacto de esas imaginaciones. Los clientes disimulan como perfectos hipócritas o como animales pequeños y asustados. Algunos son demasiado cínicos para exteriorizar su ignorancia y otros tienen demasiado miedo para hacerlo. Ya no me avergüenzan las abultadas facturas que emitimos por predicar en el desierto.

Gerardo Mendi correspondía a mis intimidades hablando de su industria de importación y exportación. Aseguraba que llevaba años sin probar sus productos. Hablaba siempre de “fabricar” y de “productos” para referirse a la crianza de sus peces. Odiaba los viajes de trabajo a Alemania y a Noruega, la nieve frecuente, el frío inevitable, la deprimente ausencia de luz y la agria tosquedad de los escandinavos, de la que nunca hay constancia en las leyendas socialdemócratas. Odiaba en especial el pescado ahumado, y lo odiaba porque en él, a pesar de todo, se fundaba su prosperidad. Todo lo que se consigue en la vida comporta un precio. Pero en ciertas ocasiones, por mucho tiempo que pase, el precio pagado resulta más y más pesado, se vuelve más y más costoso.

Me hacía gracia la aversión de Gerardo a los países del norte de Europa cuando él podría pasar por nativo de aquellas tierras: sus ojos grises, anormalmente claros. De lejos podrían pasar por ojos azules, pero de cerca aquella mirada resultaba más extraña: emitía un gris claro, límpido, metálico, una mirada septentrional. Los ojos de Gerardo parecían venidos de muy lejos, de un ártico linaje.

Aparte de dedicarnos a cosas tan distintas como el trasiego de pescado y el consulting empresarial, Gerardo y yo compartíamos firmes convicciones. Para nosotros el trabajo era un recurso urgente, pero sabíamos que lo importante se ventila en otra parte, lo importante de la vida es la familia, la amistad, el fecundo intercambio de sentimientos y emociones entre personas que se quieren, la necesidad de establecer lazos permanentes, un ancla que impida la deriva y los naufragios, y que llene la vida de sentido. Cuando nuestras conversaciones llegaban a ese punto ya atravesábamos el fondo de la madrugada. Las calles iluminadas permanecían silentes, Violeta dormía hacía tiempo y el cielo compacto de la noche empezaba a clarear.

Entonces Gerardo confesaba su admiración por nuestra vida: haber formado una familia, haber resistido los embates del tiempo y de la edad, haber superado todas las dificultades. Como ocurre en cualquier matrimonio, entre Violeta y yo hubo momentos difíciles. Cierto, desde lejos, Gerardo había percibido que Violeta y yo atravesamos algunas crisis. En nuestras confidencias yo le había hablado, según el momento, de dificultades económicas, de problemas con los chicos, del último año de agonía del padre de Violeta, que puso a prueba nuestro matrimonio, golpeado por la tensión y el cansancio.

—Los problemas lo ponen todo a prueba –confesaba yo, mirándolo fijamente— pero si consigues superarlos te hacen mucho más fuerte.

Las relaciones sentimentales de Gerardo, en cambio, eran efímeras. “Un largo itinerario de aventuras de hotel”, solía decir, sin ningún orgullo, con amarga resignación. A veces nos había visitado en compañía de una novia, que nunca era la misma y que comparecía ausente y aburrida a nuestras larguísimas tertulias. Nunca tuve la impresión de que alguna de ellas contara demasiado en la vida de mi amigo.

Gerardo Mendi. Su imagen evocaba entrañables personajes costumbristas, personajes tiernos y amables como el tío solterón que llega dando voces y trayendo chucherías, el cuñado irresponsable que jamás se casará y quiere apasionadamente a sus sobrinos, o el hijo pródigo que regresa al hogar, después de innumerables peripecias, porque sabe que es el único lugar donde puede encontrar refugio.

Había una reflexión que aparecía una y otra vez en nuestras conversaciones: los viajes, los trabajos, los negocios, no tienen sentido en una vida errabunda. Hay que construir algo estable y poderoso, algo que no esté a merced de las mareas.

El ancla. La gente necesita anclarse a algo. Yo sentía que mi vida venía gobernada por aquella metáfora tan sencilla, tan previsible, y por eso mismo tan eficaz. Todo está cuidadosamente establecido, sólidamente fundado, me decía, me digo en ocasiones, contemplando el destello gris claro, límpido, metálico, que a veces, a contraluz, asoma en los ojos de mis hijos.