GUILLERMO

1

—Eres un fracasado.
—Soy una persona decente.

Mi tía levantó la vista del folio que tenía en las manos. Lo había estado leyendo como si el contenido del escrito fuera una novedad para ella. Pero no lo era. En aquel currículo estaba resumida mi breve y desastrosa vida profesional.
Me miró con curiosidad y siguió leyendo, aunque yo sabía que no había mucho más que leer. Me había llamado fracasado no con ánimo de ofenderme, sino como quien afirma algo evidente. El despacho de mi tía resultaba agobiante. En realidad lo que me incomodaba era su actitud altiva y distante, como si por haber triunfado en la vida le estuviera permitido mirarnos al resto de la familia por encima del hombro.
Me caía mal, pero yo tampoco había sido nunca su sobrino favorito, por eso me sorprendió cuando mi madre me dijo que su hermana quería verme con urgencia.
La tía Marta se había convertido en la matriarca de la familia, incluso dominaba a sus otros dos hermanos, el tío Gaspar y el tío Fabián.
Se le consultaba todo, y nadie tomaba una decisión sin haber recibido su visto bueno. A decir verdad, yo era el único que la evitaba y quien, al contrario que el resto de mis primos, nunca buscaba su aprobación. Pero allí estaba ella, orgullosa de haber salvado y triplicado el patrimonio familiar, un negocio dedicado a la compraventa y reparación de maquinaria, gracias, entre otras razones, a su oportuno matrimonio con el bueno de su marido, el tío Miguel, por quien yo sentía una secreta simpatía.
El tío Miguel había heredado un par de edificios en el centro de Madrid, cuyos inquilinos le reportaban buenas rentas todos los meses. Más allá de reunirse con el administrador de los edificios una vez al mes, nunca había trabajado. Su única preocupación consistía en coleccionar libros raros, jugar al golf y escapar con la menor excusa de la mirada vigilante de mi tía Marta, a quien había cedido gustoso esas reuniones mensuales con el administrador sabiendo que ella tenía la inteligencia y la pasión necesarias para acertar en todo cuanto hacía.

—Así que tú al fracaso lo llamas ser una persona decente. Entonces, ¿crees que todos los que triunfan son indecentes?

Estuve a punto de decir que sí, pero eso me habría supuesto tener un disgusto con mi madre, de manera que decidí dar una respuesta más matizada.

—Verás, en mi profesión ser decente suele conducir a que te quedes sin empleo. No sabes cómo está el periodismo en este país. O estás alineado con la derecha o lo estás con la izquierda. No eres más que una correa de transmisión de las consignas de uno o de otro. Pero intentar contar simplemente lo que pasa y opinar honradamente, te lleva a la marginación y al paro.
—Siempre te había tenido por un chico de izquierdas —dijo mi tía con cierta sorna—. Y ahora gobierna la izquierda…
—Ya, pero el gobierno quiere que los periodistas afines cierren los ojos y la boca ante sus errores. Criticarlos significa el extrañamiento. Dejan de considerarte uno de los suyos y, claro, como tampoco eres de los otros, te quedas en tierra de nadie, o sea en el paro, como estoy yo.
—En tu currículo pone que ahora trabajas en un periódico digital. ¿Cuántos años tienes?

Me fastidió la pregunta. Ella sabía perfectamente que estaba en la treintena, que era el mayor de los primos. Pero era su forma de demostrarme el desinterés que sentía por mí. Así que decidí no decirle cuántos años tenía puesto que era evidente que ella ya lo sabía.

—Sí, hago crítica literaria en un periódico de internet. No he encontrado otra cosa, pero al menos no tengo que pedir dinero a mi madre para comprar tabaco.

Mi tía Marta me miró de arriba abajo, como si fuera la primera vez que me veía, y pareció vacilar antes de decidirse a hacerme su propuesta.

—Bien, te voy a ofrecer un trabajo y además bien pagado. Confío en que estés a la altura de lo que esperamos de ti.
—No sé lo que quieres ofrecerme pero mi respuesta es no; aborrezco los gabinetes de prensa de las empresas. Si he venido a verte es porque me lo ha pedido mi madre.
—No pienso ofrecerte ningún puesto en la empresa —respondió como si fuera una locura el que yo pudiera trabajar en la empresa familiar.
—Entonces…
—Entonces quiero hacerte un encargo para la familia, algo más personal; en realidad, algo privado.

Mi tía continuaba mirándome sin estar segura de si no estaría equivocándose con su propuesta.

—Se trata de que investigues una vieja historia familiar: una historia relacionada con tu bisabuela, mi abuela.

Me quedé sin saber qué decir. La bisabuela era tema tabú en la familia. No se hablaba de ella; y mis primos y yo apenas habíamos logrado saber algo del misterioso personaje, de quien estaba prohibido preguntar y de quien no existía ni una sola fotografía.

—¿La bisabuela? ¿Y qué es lo que hay que investigar?
—Ya sabes que soy yo quien tiene casi todas las fotos de la familia, y había pensado hacer un regalo a mis hermanos las próximas Navidades. Por eso empecé a seleccionar fotografías antiguas para encargar copias. También busqué entre los papeles y documentos de mi padre, porque recordaba haber visto alguna más entre sus cosas y, efectivamente, encontré algunas y… bueno, entre los papeles había un sobre cerrado, lo abrí y allí estaba esta foto…

Mi tía se volvió hacia la mesa de despacho y cogió un sobre del que sacó una fotografía. Me la dio vacilando, como si temiese que yo fuera un manazas y aquella imagen no fuera a estar segura en mis manos.
El retrato tenía los bordes rotos y el paso del tiempo lo había impregnado de una pátina amarillenta, pero aun así resultaba fascinante la imagen de una joven sonriente vestida de novia y con un ramo de flores.

—¿Quién es?
—No lo sé. Bueno, creemos que puede ser nuestra abuela, tu bisabuela… Se la enseñé a tu madre y a mis hermanos y todos coincidimos en que nuestro padre se parecía a ella. El caso es que hemos decidido que ha llegado la hora de indagar qué pasó con nuestra abuela.
—¿Así, de repente? Nunca nos habéis querido decir nada sobre ella. Y ahora tú encuentras una foto que crees que puede ser de nuestra antepasada y decides que hay que averiguar qué pasó.
—Tu madre te habrá contado algo sobre ella…
—Mi madre me ha contado lo mismo que tú has contado a tus hijos: prácticamente nada.
—No es que nosotros sepamos demasiado; nuestro padre nunca hablaba de ella, ni siquiera el paso del tiempo le mitigó el dolor de su pérdida.
—Por lo que sé, no la conoció. ¿No lo abandonó cuando era un recién nacido?

Mi tía Marta parecía dudar entre contarme todo lo que sabía o despedirme de inmediato.
Supongo que pensaba que a lo mejor yo no era la persona adecuada para abordar el asunto que se traía entre manos.

—Lo que sabemos —respondió— es que nuestro abuelo, o sea, tu bisabuelo, se dedicaba a la importación y venta de maquinaria, sobre todo de Alemania. Viajaba mucho, y no solía decir ni cuándo se iba ni, menos aún, cuándo pensaba regresar, lo que, como puedes suponer, no debía de gustar nada a su mujer.
—Es imposible que ella no se enterara. Si él hacía la maleta, supongo que ella le debía de preguntar a donde iba; en fin, esas cosas son las normales.
—No, él no actuaba así. Tu bisabuelo decía que él llevaba la maleta en la cartera, es decir, le bastaba con el dinero que llevaba encima. De manera que no le hacía falta preparar nada, iba comprando lo que necesitaba. No sé por qué actuaba así. Pero imagino que eso debió de ser una fuente de conflictos en el matrimonio. Como te digo, tu bisabuelo era muy emprendedor y amplió el negocio, no sólo a la venta de máquinas industriales sino también a su reparación, y en ese momento en España se necesitaba de todo. Un día él se marchó en uno de sus viajes. Durante su ausencia ella hacía la vida que en aquella época acostumbraban las chicas de su posición. Por lo que sabemos, ella acudió a casa de unos amigos, ya sabes que antes las visitas eran un entretenimiento inocente y sobre todo barato. Uno iba a visitar a unos amigos o familiares una tarde, ellos te la devolvían días después, y los salones de las casas se convertían, de esa manera, en lugares de encuentro. En uno de esos encuentros ella conoció a un hombre, desconocemos quién era ni a qué se dedicaba. Una vez oímos que era marino de la Armada argentina. Parece ser que ella se enamoró y huyó con él.
—Pero ya había nacido el abuelo, ya tenía un hijo.
—Sí, y de muy corta edad. Lo dejó al cuidado del ama, Águeda, la mujer que tu abuelo creyó que era su madre hasta que, ya mayor, se enteró de la verdad. Tu bisabuelo se amancebó con Águeda y tuvo una hija con ella, la tía Paloma, hermanastra de tu abuelo; ya conoces esa rama de la familia.
—En realidad no, nunca habéis tenido demasiado interés en que nos conozcamos, sólo los he visto en algún entierro —respondí con cierta insolencia, para provocarla.

Pero mi tía no era de las que respondían a una provocación si no le interesaba hacerlo, así que me observó con un destello de irritación y decidió seguir hablando como si no me hubiera escuchado.

—Tu abuelo decidió cambiarse el apellido de su madre, por eso se llamaba Fernández de segundo. Cuando se cambia de apellido, hay que elegir uno que sea frecuente.
—Tampoco nunca he conseguido saber cómo se llamaba de verdad —respondí, harto de la conversación.
—No lo sabemos, nunca lo hemos sabido. —El tono de voz de mi tía Marta parecía sincero.
—¿Y a qué viene ahora ese interés por la historia de vuestra abuela?
—Esta foto que te he enseñado nos ha llevado a tomar la decisión. He hecho copias; te daré una porque puede servirte para la investigación. Creemos que es ella, pero si no lo es da lo mismo: ha llegado la hora de saber.
—¿De saber qué? —Me divertía intentar irritarla.
—De saber quiénes somos —respondió mi tía.
—A mí no me importa lo que fue de esa bisabuela, me trae sin cuidado, yo sé quién soy y eso no lo va a cambiar lo que hiciera esa mujer tantos años atrás.
—Y a mí no me importa que a ti no te importe. Si te encargo este trabajo es porque no sabemos qué nos vamos a encontrar, y los trapos sucios, si es que los hay, prefiero que se queden en familia. Por eso no contrato a un detective. De manera que no te estoy pidiendo ningún favor, te estoy ofreciendo un trabajo. Eres periodista, sabrás cómo investigar. Te pagaré tres mil euros al mes y todos los gastos aparte.

Me quedé en silencio. Mi tía me había hecho una oferta que sabía que no podría rechazar. Nunca había ganado tres mil euros, ni siquiera cuando trabajé como reportero en televisión. Y ahora que estaba en una situación profesional lamentable, malviviendo con la crítica literaria para un periódico de la red cuyo sueldo no alcanzaba los quinientos euros al mes, aparecía ella como la serpiente que tentó a Eva. Quería decirle que no, que se guardara su dinero donde quisiera, pero pensé en mi madre, en cómo mes tras mes tenía que prestarme para el recibo de la hipoteca del piso que había comprado y no podía pagar. Bueno, en realidad, me consolé diciéndome que no había nada de deshonroso en indagar el pasado de mi bisabuela y, encima, que me pagaran por ello. Peor habría sido aceptar un trabajo a cambio de contar y cantar alabanzas al político de turno.

—Creo que con un par de meses tendrás suficiente, ¿no? —quiso saber tía Marta.
—No te preocupes, no creo que tarde tanto en averiguar algo sobre esa buena señora. Para mi desgracia, lo mismo dentro de unos días he terminado la investigación.
—Pero quiero algo más —dijo mi tía en tono conminatorio.
—¿Qué? —pregunté con desconfianza, como si de repente hubiera despertado de un sueño: nadie paga tres mil euros al mes por saber qué fue de su abuelita.
—Tendrás que escribir la historia de mi abuela. Hazlo como si fuera una novela, o como tú quieras, pero escríbela. La encuadernaremos y ése será el regalo que haré a la familia la próxima Navidad.

Sometí a mi madre a un exhaustivo interrogatorio para que recordara cuanto pudiera de su padre, o sea, de mi abuelo. La buena mujer dedicó un rato a adornarle con todas las virtudes intentando revolver en mi memoria. Yo lo recordaba alto, delgado, muy erguido, poco hablador. Un día me dijeron que el abuelo había sufrido un accidente de coche que lo dejó impedido en una silla de ruedas hasta que murió.
Todos los domingos, cuando yo era un niño, acudía con mi madre a la casa del abuelo. Allí participábamos de una comida familiar con largas sobremesas en las que me aburría enormemente.
El abuelo nos observaba a todos mientras comía en silencio, y sólo de vez en cuando intervenía.
La tía Marta era la menor de los hermanos. Por entonces estaba soltera y vivía con él, y por eso se había hecho cargo de la empresa de mi abuelo, de la misma manera que había asumido el control de aquella casa enorme y oscura. Así que no guardaba nada en mis recuerdos que me diera una pista sobre la madre del abuelo, la misteriosa señora que un día desapareció abandonándolo en manos del ama de cría.
Tengo que confesar que comencé la investigación con desgana, supongo que por lo poco que me importaba lo que pudiera haber hecho una antepasada.
Empecé a indagar por el lugar obvio: acudí a la oficina del Registro Civil para solicitar una partida de nacimiento de mi abuelo.
Evidentemente, en las partidas de nacimiento figura siempre el nombre de los progenitores del inscrito, así que era la mejor manera de averiguar cómo se llamaba la madre de mi abuelo. Me preguntaba por qué no lo habría hecho la tía Marta en vez de pagarme tres mil euros por ir al registro.
Una amabilísima funcionaria dio al traste con mis expectativas de éxito al decirme que no podía entregar una partida de nacimiento de alguien que había muerto.
—¿Y para qué quiere usted una partida de nacimiento de don Javier Carranza Fernández?
—Es que es mi abuelo, bueno, era mi abuelo, ya le he dicho que falleció hace quince años.
—Ya, por eso le pregunto que para qué quiere usted su partida de nacimiento.
—Estoy haciendo el árbol genealógico de la familia y precisamente el lío está en que mi abuelo se cambió el apellido materno por un problema familiar. En realidad, no se llamaba Fernández de segundo apellido, y eso es lo que yo trato de averiguar.
—¡Ah, pues no puede hacerlo!
—¿Y por qué no?
—Porque si, como usted asegura, su abuelo se cambió el apellido, entonces su expediente está en el Registro Especial, y sólo se puede consultar cualquier dato de ese registro si lo solicita el propio interesado o hay una orden judicial.
—Está claro que el interesado no puede solicitar nada —respondí de malhumor.
—Sí, eso está claro.
—Oiga, era mi abuelo, se apellidaba Fernández y no sé por qué. ¿No cree que tengo derecho a saber cómo se llamaba mi bisabuela?
—Mire usted, desconozco cuáles son sus problemas familiares y además no me interesan. Yo solamente cumplo con mi obligación y no puedo darle ninguna partida de nacimiento original de su abuelo. Y ahora, si no le importa, tengo mucho trabajo…

Cuando se lo conté a mi madre, me di cuenta de que no le sorprendía nada la escena con la funcionaria. Pero tengo que reconocer que me dio una pista que podía servirme para empezar.

—Al abuelo, lo mismo que a nosotros y también a vosotros, sus nietos, lo bautizaron en la iglesia de San Juan Bautista. Allí se casó, y allí nos hemos casado nosotros y espero que algún día también tú te cases en esa iglesia.

No respondí que por el momento mi único compromiso serio era con el banco que me había concedido el préstamo para comprarme un apartamento. Había firmado una hipoteca a pagar durante los siguientes treinta años.
La iglesia de San Juan Bautista necesitaba con urgencia una reparación de la cúpula; así me lo contó don Antonio, el viejo párroco, que se lamentaba de la desidia de los feligreses ante el estado del edificio.