Desde mi editorial

La miro desde hace meses. No sé lo que me llamó la atención de ella, el detalle que me hizo parar mi recorrido habitual por los clientes del local en su persona, y desde aquel día observarla continuamente. Hay algo en ella, en sus tareas cotidianas, en su ir y venir, en su moverse, en su forma de recogerse el pelo con una coleta. Es una de las camareras del lugar donde tomo el café, todas las mañanas.
La cafetería donde trabaja es uno de esos establecimientos copiados de las películas americanas: grandes cristaleras con varias mesas, de ese tipo de mesas donde el que se pone cerca de la ventana no puede salir si no mueve a todos. Me gustan esa especie de vagones abiertos, me hacen sentirme protegido y aislado a la vez, en medio de todo y apartado de todos.
El local es tranquilo, leo el periódico, hago alguna lista de temas pendientes, observo pasar la vida. Ella es una mujer medio alta, delgada, casi fibrosa: Su pelo es negro, ensortijado, nunca se lo he visto suelto ni con un peinado vistoso, a pesar de que seguramente le quedaría bien. Tiene una figura agradable, pero jamás va vestida con nada llamativo, ni siquiera bonito. Su cara pálida, sus ojos oscuros, un poco juntos, su nariz pequeña, su boca de labios delgados, continuamente apretados, como queriendo no decir más que lo justo, su voz clara y bien timbrada, escueta en sus mensajes. Toda su imagen está… como sin querer estar, pretendidamente invisible, pienso. Nunca la miro directamente y, si puedo, pido lo que quiero tomar a su compañera, y escojo la mesa desde donde pueda observarla mejor.
Trabajo en una editorial. Mi oficina se encuentra en la acera de enfrente de su trabajo.
Desde mi ventana, en el primer piso, se ve toda la calle y, por supuesto, la cafetería.
Ha llegado a tanto mi obsesión que he cambiado mi mesa de despacho, de su primitiva posición, para poder verla cuando sale con la basura hacia los contenedores, y llego una hora antes para verla avanzar por la calle desde el autobús, camino de su trabajo. Siempre va sola.
Más de una vez me he dicho a mí mismo que esto es insano, que no puedo obsesionarme así por una persona, no estoy enamorado de ella, no me atrae sexualmente, tampoco quiero ser su amigo, pero no puedo dejar de mirarla, y lejos de tomar medidas para apartarme, he empezado a acudir a la cafetería a la hora de comer y pedir un plato combinado.
Los nervios y el estómago se resienten por tanto café y comida basura.
A la tarde he tenido una reunión de trabajo que me ha hecho salir a una hora desacostumbrada de la oficina. Al pasar por la parada del autobús la he visto subir a uno, he girado la cabeza al pasar, para poder identificar la línea, el 768, e inmediatamente he mirado la hora, 17:30, y he sacudido la cabeza diciendo «estás loco». Como siempre invisible, falda recta, gris oscura, camisa del mismo tono y, por encima, un jersey largo de colores apagados, zapato sin apenas tacón, bolsa negra como de compra y el pelo en una coleta.
He llegado a mi casa desasosegado. Al entrar en el amplio portal se me ha helado la sangre: en la puerta del ascensor había un papel pegado. Temblando sólo de pensar en subir andando, leo:
AVISO
Ponemos en su conocimiento que de 13h. a 15h., mañana día 15 se procederá a realizar la limpieza trimestral de los suelos del garaje, por lo que se ruega a los vecinos saquen sus vehículos durante este período.
El Administrador
Entro al ascensor y pulso el 18. Saco la pequeña nota del bolsillo, tomada de cualquier manera hace un momento en el coche, 768/17:30 h, y la vuelvo a guardar. Sonrío por mi pequeño tesoro.
El sonido de aviso de llegada me saca de mi evocación, se abren las puertas y entro en mi piso. La puerta da paso a un salón con un enorme ventanal, que aporta luz natural a la estancia; a su lado reposa el telescopio, para ver las estrellas; en el centro, una mesa baja junto a dos amplios sillones, y enfrente de ellos, en la pared, una gran pantalla de TV; en una esquina una escueta mesa de comedor, con cuatro sillas. El suelo está cubierto de una gruesa moqueta color arena, todo está ordenado, así me gusta tenerlo, sin cuadros ni fotos, sin libros, sin espejos ni estanterías, sólo las puertas de la cocina, el baño, mi habitación y el despacho.
Saco las llaves y entro en mi despacho. No tiene ventana, pero sí buena luz, varios focos aportan una agradable iluminación. En la mesa, mi ordenador, a la derecha la vitrina con mi colección. Saco la nota del bolsillo, me siento frente a la pantalla y busco el recorrido de la línea de autobuses 768.
Pasé demasiado tiempo en el despacho. Hoy me despierto tarde y salgo corriendo de casa. Ya no llego a mi rutina diaria, paso por la cafetería, pero no la veo, vuelvo más tarde a comer, pero sigue sin estar. Apenas trabajo, no dejo de observar el local desde mi ventana de la oficina. Es su compañera la que tira la basura. Regreso a mi casa contrariado. Día tras día repito mis rutinas. Mi nerviosismo y mal humor van en aumento, no saco adelante mi trabajo, ella no aparece por ninguna parte. He llegado a seguir el autobús 768 a la misma hora en que la vi subir, con la esperanza de encontrarla en el recorrido, pero lo único que consigo es enloquecer más. Llego a casa y, derrumbado, me abandono en el sillón a pensar en esta absurda tortura.
Llevo 10 días en esta situación. Mis pocas horas de sueño (no consigo dormir por mi estado de ansiedad) se reflejan en mi cara. Hoy había una nueva camarera, una niña, apenas 18 años, una chica guapa y amable. Me tortura la idea de que ella no vuelva nunca más. A pesar de que no quiero dejar al descubierto mi inquietud, veo en la aparición de la nueva camarera la oportunidad para que, con aparente curiosidad, pregunte por el cambio de personal.
Me tranquilizo al fin: la chica nueva es la sobrina del cocinero, sólo está supliendo a Rosa (así se llama mi obsesión), hasta que ésta vuelva de vacaciones. Por fin puedo dormir. La veo avanzar desde el final de la calle, hacia mí, montada en una hermoso avestruz,
de plumaje blanco y negro, de largo cuello y cabeza pequeña, paso a paso, con sus flacas patas, acortando la distancia desde la parada de bus hasta su trabajo.
Todo está en su sitio. Bajo a tomar mi café, creo notar que Rosa me mira de soslayo, y eso me inquieta, me revuelvo en mi asiento y bajo la mirada. No acudo a la hora de comer, aunque la miro desde mi oficina. Cuando regreso a mi casa, entro en mi despacho y sigo dándole vueltas.
Desde sus vacaciones algo ha cambiado. La noto nerviosa, tensa, la he descubierto asustada al verse sorprendida por cualquier ruido sin importancia dentro de su trabajo. Es una actitud extraña para su forma de ser, fría y distante, como si nada de lo que la rodea le importase de verdad. Al tirar la basura ha vuelto en dos ocasiones la cabeza hacia el callejón cercano a los contenedores.
Hay tres vehículos aparcados entre mi coche y el autobús 768. Es imposible que ella me vea, además no creo que lo conozca, pero he tomado precauciones: lo sigo a distancia. El tráfico es fluido, no me está costando seguirla desde lejos. He tenido que desviarme hacia la derecha para permitir el paso de una ambulancia. Reanudo la marcha mirando los espejos, busco al frente, no lo veo, intento acortar la distancia, pero una serie de semáforos cerrados hace que pierda definitivamente de vista al autobús. Me tranquilizo porque conozco el recorrido de la línea, y apenas unos minutos más tarde reanudo la marcha deteniéndome en las paradas que conozco, pero no la veo. Llego al final del recorrido, sin éxito. Golpeo colérico el volante, respiro hondo y trato de relajarme.
Regreso a casa ya de noche, corro las cortinas del ventanal y, con el telescopio, observo mis estrellas durante casi tres horas. Sin cenar, y molesto por el fracasado intento, me voy a dormir.
En tres días no he ido a tomar café, ni tampoco a comer. Sólo vigilo desde mi oficina.
Ella parece más tranquila, y yo he asimilado la rabia del movimiento fallido.
Al cuarto día madrugo de nuevo, bajo a tomar café y a comer más tarde. A las 17:30 ya estoy listo para seguir al autobús. La veo bajarse en la quinta parada, un barrio obrero, gris y masificado. Aparco, dejando el coche semioculto tras unos setos del breve y básico parque infantil de la plaza cercana, y la sigo a distancia. Entra en el portal coronado por el número 7. Se ha cruzado con apenas cuatro personas con las que no ha mediado saludo ni palabra alguna, deduzco que su actitud de la cafetería es igual en todos sitios. Saco una libreta y anoto, —parada, dirección, hora y número de portal—. Me monto de nuevo en el coche y conduzco tranquilo hasta mi casa. Antes de salir del coche arranco la hoja con las anotaciones y la meto en el bolsillo.
Me siento frente al televisor. Al colocar los pies descalzos sobre la mesa veo que hay una nota dejada por la nueva interina. Se excusa por no haber podido limpiar mi despacho al estar la puerta cerrada con llave.
Mientras miro sin ver las imágenes de un documental sobre animales del desierto pienso en Rosa. Cada día siento más que se parece a alguien que he conocido, quizá esa sea la razón. ¿Se ocultará de alguien? En cierta manera es misteriosa esa manera de ser y hacer, doy vueltas a su imagen y procuro imaginarla en otros escenarios.
Ha pasado una semana desde que descubrí su dirección. Aprovechando mi salida de la oficina por diversas gestiones, me he acercado a su casa, sabiendo por la hora que no coincidiríamos. He esperado la entrada del cartero para ir tras él decidido, y dentro del portal he sacado mis llaves como esperando a que terminara su misión para abrir mi buzón. Ni me ha mirado, en unos segundos estaba fuera. He tenido mucha suerte, —Pérez Rosa, 2do. C—, he salido rápidamente, no me he encontrado con nadie.
Excitado por el nuevo dato vuelvo a mi oficina a tiempo para bajar a comer. Me siento en la mesa y espero a la camarera. Miro para hacer una seña a su compañera, pero es Rosa quien acude. Bajo la mirada hacia la hoja blanca que, junto al servilletero, indica los menús de la semana. Sin levantar la vista del papel digo «el número cuatro por favor», «¿para beber?», me pregunta, «agua fría, gracias», respondo, dando por terminada la conversación y sin levantar la vista. Al volverse con la comanda la observo: me sorprende su olor, hasta ahora nunca había estado tan cerca para notarlo. Mientras se aleja me asalta la imagen de una mujer, se parece a ella, pero su pelo es rubio, de melena lisa y larga. Quiero retener la imagen pero desaparece como con un pestañeo.
Paso unos días tranquilo, pero la inquietud me pide más. Llevo tiempo dando vueltas a su aroma, quiero recordar pero no consigo, sé que lo conozco. Esa posibilidad, lejos de hacerme desistir de mi empeño, me hace insistir en él.
Estamos en noviembre, la televisión ha anunciado una bajada de temperatura y fuertes precipitaciones, incluso granizo. Con el cambio horario ya son las 17:40h, y es de noche. En el parque infantil cercano, débilmente iluminado, al igual que la plaza, no hay nadie.
Espero en mi coche su llegada en el autobús. Tiene que ser hoy. La veo bajar y abrir el paraguas para guarecerse de la fuerte lluvia, avanzando deprisa hacia su portal. Salgo del coche, me calo el gorro de lluvia y voy hacia ella, con paso apresurado y decidido, procurando no hacer ruido. Me aseguro por enésima vez del contenido de mis bolsillos, noto la humedad en el izquierdo y el rígido frío en el derecho, llego a su espalda justo cuando acaba de abrir el portal, me presiente y se vuelve alarmada. En un rápido gesto tapo su boca con el paño bañado en éter, intenta reaccionar pero sus piernas se aflojan y pierde el sentido, la sujeto y entro con ella. Con cuidado de no hacer ruido la dejo en el suelo, cojo su mano derecha y saco una pequeña tijera corta-chapas del bolsillo, coloco la tijera, le miro por última vez a la cara, mientras pienso en mi colección, en el pequeño frasco de cristal con formol, con la etiqueta «Rosa 11/06/15-02/11/15» donde pronto flotará su dedo corazón, su corazón siempre a mi cuidado.
Por un instante la imagen de la mujer de la melena lisa y rubia vuelve a mi memoria, esta vez para quedarse. Lleva uniforme. Siento algo frío y duro en la parte posterior de mi cabeza, una voz grave se dirige a mí, veo cómo salen varias personas desde la puerta del cuarto de contadores. Por la gabardina que cubre el cuerpo de Rosa, asoma su placa.
                                                                                                                                                                                     Maria Luz Olabarria