Cumbres Borrascosas


CAPÍTULO 1


He vuelto hace unos instantes de visitar a mi casero y ya se me figura que ese solitario vecino va a inquietarme por más de una causa. En este bello país, que ningún misántropo hubiese podido encontrar más agradable en toda Inglaterra, el señor Heathcliff y yo habríamos hecho una pareja ideal de compañeros. Porque ese hombre me ha parecido extraordinario. Y eso que no mostró reparar en la espontánea simpatía que me inspiró. Por el contrario, metió los dedos más profundamente en los bolsillos de su chaleco y sus ojos desaparecieron entre sus párpados cuando me oyó pronunciar mi nombre y preguntarle:

—¿El señor Heathcliff?

Él asintió con la cabeza.

—Soy Lockwood, su nuevo inquilino. Le visito para decirle que supongo que mi insistencia en alquilar la “Granja de los Tordos” no le habrá causado molestia.
—Puesto que la casa es mía —respondió apartándose de mí— no hubiese consentido que nadie me molestase sobre ella, si así se me antojaba. Pase.

Rezongó aquel “pase” entre dientes, con aire tal como si quisiera mandarme al diablo. Ni tocó siquiera la puerta en confirmación de lo que decía. Esto bastó para que yo resolviese entrar, interesado por aquel sujeto, al parecer más reservado que yo mismo. Y como mi caballo empujase la barrera, él soltó la cadena de la puerta y me precedió, con torvo aspecto, hacia el patio, donde dijo a gritos:

—¡José! ¡Llévate el caballo de este señor y danos vino!

Puesto que ambas órdenes se dirigían a un solo criado, juzgué que toda la servidumbre se reducía a él. Por eso entre las baldosas del patio medraban hierbajos y los setos estaban sin recortar, sólo mordisqueadas sus hojas por el ganado.

José era hombre entrado en años, aunque sano y fuerte. Lanzó un contrariado “¡Dios nos valga!” y, mientras se llevaba el caballo, me miró con tanta malignidad que preferí suponer que impetraba el socorro divino para digerir bien la comida y no con motivo de mi presencia.

A la casa donde vivía el señor Heathcliff se la llamaba “Cumbres Borrascosas” en el dialecto local. El nombre traducía bien los rigores que allí desencadenaba el viento cuando había tempestad. Ventilación no faltaba sin duda. Se advertía lo mucho que azotaba el aire en la inclinación de unos pinos cercanos y en el hecho de que los matorrales se doblegaban en un solo sentido, como si se prosternasen ante el sol. El edificio era sólido, de espesos muros a juzgar por lo hondo de las ventanas, y protegidos por grandes guardacantones.

Parándome, miré los ornamentos de la fachada. Sobre la puerta, una inscripción decía “Hareton Earnshaw, 15OO”. Aves carniceras de formas extrañas y niños en posturas lascivas enmarcaban la inscripción. Aunque me hubiese gustado comentar todo aquello con el rudo dueño de la casa, no quise aumentar con esto la impaciencia que parecía evidenciar mientras me miraba desde la puerta como instándome a que entrase de una vez o me marchara.

Por un pasillo llegamos al salón que en la comarca llaman siempre “la casa”, y al que no preceden otras piezas. Esa sala suele abarcar comedor y cocina, pero yo no vi cocina, o mejor dicho no vi signos de que en el enorme lugar se guisase nada. Pero en un ángulo oscuro se percibía rumor de cacharros. De las paredes no pendían cazuelas ni utensilios de cocina. En un rincón se levantaba un aparador de roble con grandes pilas de platos, sin que faltasen jarras y tazas de plata. Encima del aparador había tortas de avena y perniles curados de vaca, cerdo y carnero. Colgaban sobre la chimenea escopetas viejas, de cañones herrumbrosos y unas pistolas de arzón. Se veían encima del mármol tres tarros de vivo colorido. El suelo era de piedra lisa y blanca. Había sillas de forma antigua, pintadas de verde, con altos respaldos.

En los rincones se acurrucaban perros. Una hembra con sus cachorros se escondía bajo el aparador.

Todo era muy propio de la morada de uno de los campesinos de la región, gente recia, tosca, con calzón corto y polainas. Esas salas y esos hombres sentados en ellas ante un jarro de cerveza espumeante abundan en el país, mas Heathcliff contrastaba mucho con el ambiente. Por lo moreno, parecía un gitano, pero tenía las maneras y la ropa de un hombre distinguido y, aunque algo descuidado en su indumentaria, su tipo era erguido y gallardo.

Dijeme que muchos le tendrían por soberbio y grosero y que, sin embargo, no debía ser ninguna de ambas cosas. Por instinto imagine su reserva, hija del deseo de ocultar sus sentimientos. Debía saber disimular sus odios y simpatías y juzgar impertinente a quien se permitiera manifestarle los suyos.

Es probable que yo me aventurase mucho al atribuir a mi casero mi propio carácter. Quizá él regateara su mano al amigo ocasional, por motivos muy diversos. Tal vez mi carácter sea único.

Mi madre solía decirme que yo nunca tendría un hogar feliz y lo que me ocurrió el verano último parece dar la razón a mi progenitora, porque, hallándome en una playa donde pasaba un mes, conocí a una mujer bellísima, realmente hechicera. Aunque nada le dije, si es cierto que los ojos hablan, los míos debían delatar mi locura por ella. La joven lo notó y me correspondió con una mirada dulcísima. ¿Y qué hice? Declaro avergonzado que rectifiqué, que me hundí en mí mismo como un caracol en su concha y que cada mirada de la joven me hacía alejarme más, hasta que ella, probablemente desconcertada por mi actitud y suponiendo haber sufrido un error, persuadió a su madre de que se fuesen.

Esas brusquedades y cambios me han valido fama de cruel, sin que nadie, no siendo yo mismo, sepa cuánto error hay en ello.

Heathcliff y yo nos sentamos silenciosos ante la chimenea. La perra, separándose de sus cachorros, se acercó a mí, fruncido el hocico y enseñando sus blancos dientes. Cuando quise acariciarla emitió un gruñido gutural.

—Déjela —dijo Heathcliff haciendo coro a la perra con otro gruñido y asestándole un puntapié—. No está hecha a caricias ni se la tiene para eso.

Incorporóse, fue hacia una puerta lateral y gritó:

—¡José!

José masculló algo en el fondo de la bodega, mas no apareció. Entonces su amo acudió en su busca. Quedé solo con la perra y con otros dos mastines que me miraban atentamente. No me moví, temeroso de sus colmillos, pero pensé que la mímica no les molestaría y les hice unas cuantas muecas. Fue una ocurrencia muy desgraciada, porque la señora perra, ofendida sin duda por alguno de mis gestos, se precipitó sobre mis pantalones. La repelí y me di prisa a refugiarme tras de la mesa, acto que puso en acción a todo el ejército canino. Hasta seis demonios en cuatro patas confluyeron desde todos los rincones en el centro de la sala. Mis talones y los faldones de mi levita fueron los más atacados. Quise defenderme con el hurgón de la lumbre, pero no bastó y tuve que pedir auxilio a voz en cuello.

Heathcliff y José subían con desesperada calma. La sala era un infierno de ladridos y gritos, pero ellos no se apresuraban nada en absoluto. Por suerte, una rolliza criada acudió más deprisa, arremangadas las faldas, rojas las mejillas por la cercanía del fogón, desnudos los brazos y en la mano una sartén, merced a cuyos golpes, acompañados por varios denuestos, se calmó en el acto la tempestad. Al entrar Heathcliff, ella, agitada como el océano tras un huracán, campeaba en medio de la habitación.

—¿Qué diablos ocurre? —preguntó mi casero con tono que juzgué intolerable tras tan inhospitalario acontecimiento.
—De diablos es la culpa —respondí—. Los cerdos endemoniados de los Evangelios no debían encerrar más espíritus malos que sus perros, señor Heathcliff. Dejar a un forastero entre ellos es igual que dejarle entre un rebaño de tigres.
—Nunca se meten con quien no les incomoda —dijo él—. La misión de los perros es vigilar. ¿Un vaso de vino?
—No, gracias.
—¿Le han mordido? —En ese caso lo habría conocido usted por lo que yo habría hecho al que me mordiera.
—Vaya, vaya —repuso Heathcliff, con una mueca—. No se excite, señor Lockwood, y beba un poco de vino. En esta casa suele haber tan pocos visitantes que ni mis perros ni yo acertamos a recibirles como merecen. ¡Ea, a su salud!

Comprendiendo que sería absurdo formalizarme por la agresión de unos perros feroces, me calmé y correspondí al brindis. Además se me figuró que mi casero se mofaba de mí y no quise darle más razones de irrisión. En cuanto a él, debió juzgar necio el tratar tan mal a un buen inquilino, y, mostrándose algo menos conciso, empezó a charlar de las ventajas e inconvenientes de la casa que me había arrendado, lo que sin duda le parecía interesante para mí. Opiné que hablaba con buen criterio y resolví decirle que repetiría mi visita al día siguiente. Y, aun cuando él no mostrara ningún entusiasmo al oírlo, he decidido volver. Me parece mentira comprobar lo amigo del trato social que soy, por comparación al dueño de mi casa.

CAPÍTULO 2


Ayer por la tarde hizo frío y niebla. Primero dudé entre quedarme en casa, junto al fuego, o dirigirme, a través de cenagales y yermos, a “Cumbres Borrascosas”.

Pero después de comer (advirtiendo que como de una a dos, ya que el ama de llaves, a la que acepté al alquilar la casa como si fuese una de sus dependencias, no comprende, o no quiere comprender, que deseo comer a las cinco), al subir a mi cuarto, hallé en él a una criada arrodillada ante la chimenea y esforzándose en extinguir las llamas mediante masas de ceniza con las que levantaba una polvareda infernal. Semejante espectáculo me desanimó. Cogí el sombrero y tras una caminata de cuatro millas llegué a casa de Heathcliff en el preciso instante en que comenzaban a caer los primeros copos de una nevada semilíquida.

El suelo de aquellas solitarias alturas estaba cubierto de una capa de escarcha ennegrecida, y el viento estremecía de frío todos mis miembros. Al ver que mis esfuerzos para levantar la cadena que cerraba la puerta de la verja eran vanos, saltó la valla, avancé por el camino bordeado de groselleros, y golpeé con los nudillos la puerta de la casa, hasta que me dolieron los dedos. Se oía ladrar a los canes.

“Vuestra imbécil inhospitalidad merecía ser castigada con el aislamiento perpetuo de vuestros semejantes, ¡bellacos! —murmuré mentalmente—. Lo menos que se puede hacer es tener abiertas las puertas durante el día. Pero no me importa. He de entrar.”

Tomada esta decisión, sacudí con fuerza la aldaba. La cara de vinagre de José apareció en una ventana del granero.

—¿Qué quiere usted? —preguntó—. El amo está en el corral. Dé la vuelta por el ángulo del establo.
—¿No hay quien abra la puerta?
—Nadie más que la señorita, y ella no le abriría aunque estuviese usted llamando hasta la noche. Sería inútil.
—¿Por qué? ¿No puede usted decirle que soy yo?
—¿Yo? ¡No! ¿Qué tengo yo que ver con eso? —replicó, mientras se retiraba.

Espesábase la nieve. Yo empuñaba ya el aldabón para volver a llamar, cuando un joven sin chaqueta y llevando al hombro una horca de labranza apareció y me dijo que le siguiera. Atravesamos un lavadero y un patio embaldosado en el que había un pozo con bomba y un palomar, y llegamos a la habitación donde el día anterior fui introducido. Un inmenso fuego de carbón y leña la caldeaba, y, al lado de la mesa, en la que estaba servida una abundante merienda, tuve la satisfacción de ver a “la señorita”, persona de cuya existencia no había tenido antes noticia alguna. La saludé y permanecí en pie, esperando que me invitara a sentarme. Ella me miró y no se movió de su silla ni pronunció una sola palabra.

—¡Qué tiempo tan malo! —comenté—. Lamento, señora Heathcliff, que la puerta haya sufrido las consecuencias de la negligencia de sus criados. Me ha costado un trabajo tremendo hacerme oír.

Ella no movió los labios. La miré atentamente, y ella me correspondió con otra mirada tan fría, que resultaba molesta y desagradable.

—Siéntese —gruñó el joven—. Heathcliff vendrá enseguida.

Obedecí, carraspeé y llamé a Juno, la malvada perra, que esta vez se dignó mover la cola en señal de que me reconocía.

—¡Hermoso animal! —empecé—. ¿Piensa usted desprenderse de los cachorrillos, señora?
—No son míos —dijo la amable joven con un tono aún más antipático que el que hubiera empleado el propio Heathcliff.
—Entonces, ¿sus favoritos serán aquéllos? —continué, volviendo la mirada hacia lo que me pareció un cojín con gatitos.
—Serían unos favoritos bastante extravagantes —contestó la joven desdeñosamente.
Desgraciadamente, los supuestos gatitos eran, en realidad, un montón de conejos muertos. Volví a carraspear, me aproxime al fuego y repetí mis comentarios sobre lo desagradable de la tarde.

—No debía usted haber salido —dijo ella, mientras se incorporaba y trataba de alcanzar dos de los tarros pintados que había en la chimenea.

A la claridad de las llamas, pude distinguir por completo su figura. Era muy esbelta, y al parecer apenas había salido de la adolescencia. Estaba admirablemente formada y poseía la más linda carita que yo hubiese contemplado jamás. Tenía las facciones menudas, la tez muy blanca, dorados bucles que pendían sobre su delicada garganta, y unos ojos que hubieran sido irresistibles de haber ofrecido una expresión agradable. Por fortuna para mi sensible corazón, aquella mirada no manifestaba en aquel momento más que desdén y una especie de desesperación, que resultaba increíble en unos ojos tan hermosos.
Como los tarros estaban fuera de su alcance, fui a ayudarla, pero se volvió hacia mí con la airada expresión de un avaro a quien alguien pretendiera ayudarle a contar su oro.

—No necesito su ayuda —dijo—. Puedo cogerlos yo sola.
—Dispense —me apresuré a contestar.
—¿Está usted invitado a tomar el té? —me preguntó. Se puso un delantal sobre el vestido y se sentó. Sostenía en la mano una cucharada de hojas de té que había sacado del tarro.
—Tomaré una taza con mucho gusto —repuse.
—¿Está usted invitado? —repitió. —No —dije, sonriendo—; pero nadie más indicado que usted para invitarme.

Echó el té, con cuchara y todo, en el bote, volvió a sentarse, frunció el entrecejo, e hizo un pucherito con los labios como un niño a punto de llorar.

El joven, durante esta charla, se había puesto un andrajoso gabán, y en aquel momento me miró como si hubiese entre nosotros un resentimiento mortal. Yo dudaba de si aquel personaje era un criado o no. Hablaba y vestía toscamente, sin ninguno de los detalles que Heathcliff presentaba de pertenecer a una clase superior. Su cabellera castaña estaba desgreñadísima, su bigote crecía descuidadamente y sus manos eran tan toscas como las de un labrador. Pero, con todo, ni sus ademanes ni el modo que tenía de tratar a la señora eran los de un criado. En la duda, preferí no conjeturar nada sobre él.

Cinco minutos después, la llegada de Heathcliff alivió un tanto la molesta situación en que me veía situado.

—Como ve, he cumplido mi promesa —dije con acento fingidamente jovial— y temo que el mal tiempo me haga permanecer aquí media hora, si quiere usted albergarme durante ese rato…
—¿Media hora? —repuso, mientras se sacudía los blancos copos que le cubrían la ropa—. ¡Me asombra que haya elegido usted el momento de una nevada para pasear! ¿No sabe que corre el peligro de perderse en los pantanos? Hasta quienes están familiarizados con ellos se extravían a veces. Y le aseguro que no es probable que el tiempo mejore.
—Acaso uno de sus criados pudiera servirme de guía. Se quedaría en la “Granja” hasta mañana. ¿Puede proporcionarme uno?
—No, no me es posible.
—Pues entonces habré de confiar en mis propios medios…
—¡Hum!
—¿Qué? ¿Haces el té o no? —preguntó el joven del abrigo haraposo, separando su mirada de mí, para dirigirla a la mujer.
—¿Le damos a ese señor? —preguntó ella a Heathcliff.
—Vamos, termina, ¿no?

Había hablado de una forma que delataba una naturaleza auténticamente perversa. No sentí desde aquel momento inclinación alguna a considerar a aquel hombre como un individuo extraordinario.

Cuando el té estuvo preparado, Heathcliff dijo:

—Acerque su silla, señor Lockwood.

Todos nos sentamos a la mesa, incluso el burdo joven. Un silencio absoluto reinó mientras comíamos.

Me pareció que, puesto que yo era el responsable de aquel nublado, debía ser también quien lo disipase. Aquella taciturnidad que mostraban no debía ser su modo habitual de comportarse. Por lo tanto, comenté:

—Es curioso el considerar qué ideas tan equivocadas solemos formar a veces sobre el prójimo. Mucha gente no podría imaginar que fuese feliz una persona que llevara una vida tan apartada del mundo como la suya, señor Heathcliff. Y, sin embargo, usted es dichoso, rodeado de su familia, con su amable esposa, que, como un ángel tutelar, reina en su casa y en su corazón…
—¿Mi amable esposa? —interrumpió con diabólica sonrisa—. ¿Y dónde está mi amable esposa, señor?
—Hablo de la señora de Heathcliff —contesté, molesto.
—¡Ah, ya! Quiere usted decir que su espíritu, después de desaparecido su cuerpo, se ha convertido en mi ángel de la guarda, y custodia “Cumbres Borrascosas”. ¿No es eso?

Me di cuenta de la necedad que había dicho y quise rectificarla. Debía haberme dado cuenta de la mucha edad que llevaba a la mujer, antes de suponer como cosa segura que fuera su esposa. Él contaba alrededor de cuarenta años, y en esa edad en que el vigor mental se mantiene incólume, no se supone nunca que las muchachas se casen con nosotros por amor. Semejante ilusión está reservada a la ancianidad. En cuanto a la joven, no representaba arriba de diecisiete años.

De pronto, como un relámpago, surgió en mí esta idea: “El grosero personaje que se sienta a mi lado, bebiendo el té en un tazón y comiendo el pan con sus sucias manos, es tal vez su marido. Éstas son las consecuencias de vivir lejos del mundo: ella ha debido casarse con este patán creyendo que no hay otros que valgan más que él. Es lamentable. Y yo debo procurar que, por culpa mía, no vaya a arrepentirse de su elección.”

Una ocurrencia tal podrá parecer vanidosa, pero era sincera. Mi vecino de mesa presentaba un aspecto casi repulsivo, mientras que me constaba por experiencia que yo era pasablemente agradable.

—Esta joven es mi nuera —dijo Heathcliff, en confirmación de mis suposiciones. Y, al decirlo, la miro con expresión de odio.
—Entonces, el feliz dueño de la hermosa hada, es usted —comenté, volviéndome hacia mi vecino.

Con esto mis palabras acabaron de poner las cosas mal. El joven apretó los puños, con evidente intención de atacarme. Pero se contuvo, y desahogó su ira en una brutal maldición que me concernía, pero de la que tuve a bien no darme por aludido.

—Anda usted muy desacertado —dijo Heathcliff—. Ninguno de los dos tenemos la suerte de ser dueños de la buena hada a quien usted se refiere. Su esposo ha muerto. Y, puesto que he dicho que era mi nuera, debe ser que estaba casada con mi hijo.
—De modo que este joven, es…
—Mi hijo, desde luego, no.

Y Heathcliff sonrió, como si fuera un disparate atribuirle la paternidad de aquel oso.

—Mi nombre es Hareton Earnshaw —gruñó el otro y le aconsejo que lo pronuncie con el máximo respeto.
—Creo haberlo respetado —respondí, mientras me reía íntimamente de la dignidad con que había hecho su presentación aquel extraño sujeto.

Él me miró durante tanto tiempo y con tal fijeza, que me hizo experimentar deseos de abofetearle o de echarme a reir en sus propias narices. Comenzaba a sentirme a disgusto en aquel agradable círculo familiar. Tan ingrato ambiente neutralizaba el confortable calor que físicamente me rodeaba, y resolví no volver en mi vida.

Concluida la colación, y en vista de que nadie pronunciaba una palabra, me acerqué a la ventana para ver el tiempo que hacía. El espectáculo era muy desagradable: la noche caía prematuramente y torbellinos de viento y nieve barrían el paisaje.

—Creo que sin alguien que me guíe, no voy a poder volver a casa —exclamé, incapaz de contenerme—. Los caminos deben estar borrados por la nieve, y aunque no lo estuvieran, es imposible ver a un pie de distancia. —Hareton —dijo Heathcliff—, lleva las ovejas a la entrada del granero, y pon un madero delante. Si pasan la noche en el corral, amanecerán cubiertas de nieve.
—¿Cómo me arreglaré? continué, sintiendo que mi irritación aumentaba.

Pero nadie contestó a esta pregunta. Paseé la mirada a mi alrededor y no vi más que a José, que traía comida para los perros, y a la señora Heathcliff que, inclinada sobre el fuego, se entretenía en quemar un paquete de fósforos que habían caído de la repisa de la chimenea al volver a poner el bote de té en su sitio. José, después de vaciar el recipiente en que traía la comida de los animales, gruñó:

—Me maravilla que se quede usted ahí como un pasmarote cuando los demás se han ido… Pero con usted no valen palabras. Nunca se corregirá de sus malas costumbres, y acabará yéndose al infierno de cabeza, como su madre.

Creí que aquel comentario iba dirigido a mí, y me adelanté hacia el viejo bribón con el firme propósito de darle de puntapiés y obligarle a que se callara. Pero la señora Heathcliff se me adelantó:

—¡Viejo hipócrita! ¿No temes que el diablo te lleve cuando pronuncias su nombre? Te advierto que se lo pediré al demonio como especial favor si no dejas de provocarme. ¡Y basta! Mira —agregó, sacando un libro de un estante—: Cada vez progreso más en la magia negra. Muy pronto seré maestra en la ciencia oculta. Y, para que te enteres, la vaca roja no murió por casualidad, y tu reumatismo no es una prueba de la bondad de la Providencia…
—¡Cállese, perversa! —clamó el viejo—. ¡Dios nos libre de todo mal!
—¡Estás condenado, réprobo! Sal de aquí si no quieres que te haga un mal de veras. Voy a modelar muñecos de barro o de cera que os reproduzcan a todos, y al primero que se extralimite… ya verás lo que le haré… Se acordará de mí… Vete… ¡Que te estoy mirando!

Y la linda bruja puso tal expresión de malignidad en sus ojos, que José salió precipitadamente, rezando y temblando, mientras murmuraba:

—¡Malvada, malvada!

Presumí que la joven había querido gastar al viejo una broma lúgubre y, en cuanto nos quedamos solos, quise interesarla en mi cuita.

—Señora Heathcliff —dije con seriedad—: perdone que la moleste. Una mujer con una cara como la de usted tiene necesariamente que ser buena. Indíqueme alguna señal, algún jalón de límite de propiedades que me sirvan para conocer el camino de mi casa. Tengo tanta idea de por dónde se va a ella como la que usted pueda tener de por dónde se va a Londres.
—Vuélvase por el mismo camino que vino —me contestó, sentándose en una silla, y poniendo ante sí el libro y una bujía—. El consejo es muy simple, pero no puedo darle otro mejor.
—En ese caso, si mañana le dicen que me han hallado muerto en una ciénaga o en un hoyo lleno de nieve, ¿no le remorderá la conciencia?
—¿Por qué había de remorderme? No puedo acompañarle. Ellos no me dejarían ni siquiera ir hasta la verja.
—¡Oh! Yo no le pediría por nada del mundo que saliese, para conveniencia mía, en una noche como ésta. No le pido que me enseñe el camino, sino que me lo indique de palabra o que convenza al señor Heathcliff de que me proporcione un guía.
—¿Un guía? En la casa no hay nadie más que él mismo, Hareton, Zillah, José y yo. ¿A quién elige usted?
—¿No hay mozos en la granja?
—No hay más gente que la que le digo.
—Entonces me veré obligado a quedarme hasta mañana.
—Eso es cosa de usted y de Heathcliff. Yo no tengo nada que ver con eso. —Confío en que esto le sirva de lección para hacerle desistir de dar paseos —gritó la voz de Heathcliff desde la cocina—. Yo no tengo alcobas para los visitantes. Si se queda, tendrá que dormir con Hareton o con José en la misma cama.
—Puedo dormir en este cuarto en una silla —repuse.
—¡Oh, no! Un forastero, rico o pobre, es siempre un forastero. No permitiré que nadie haga guardia en la plaza cuando yo no estoy de servicio —dijo el miserable.

Mi paciencia llegó a su límite. Me precipité hacia el patio, lanzando un juramento, y al salir tropecé con Earnshaw. La oscuridad era tan profunda, que yo no atinaba con la salida, y mientras la buscaba, presencié una muestra del modo que tenían de tratarse entre sí los miembros de la familia. Parecía que el joven al principio se sentía inclinado a ayudarme, porque les dijo:

—Le acompañaré hasta el parque.
—Le acompañarás al diablo —exclamó su pariente, señor o lo que fuera—. ¿Quién va a cuidar entonces de los caballos?
—La vida de un hombre vale más que el cuidado de los caballos… —dijo la señora Heathcliff con más amabilidad de la que yo esperaba—. Es necesariamente preciso que vaya alguien…
—Pero no lo haré por orden tuya —se apresuró a responder Hareton—. Más valdrá que te calles.
—Bueno, pues entonces, ¡así el espíritu de ese hombre te persiga hasta tu muerte, y así el señor Heathcliff no encuentre otro inquilino para su “Granja” hasta que ésta se caiga a pedazos! —dijo ella con malignidad.
—¡Está echando maldiciones! —murmuró José, hacia quien yo me dirigía en aquel momento.

El viejo estaba sentado y ordeñaba las vacas a la luz de una linterna. Se la quité y diciéndole que se la devolvería al día siguiente, me precipité hacia una de las puertas.

—¡Señor, señor, me ha robado la linterna! —gritó el viejo corriendo detrás de mí—. ¡Gruñón, Lobo! ¡Duro con él!

Cuando yo abría la puertecilla a la que me había dirigido, dos peludos monstruos se arrojaron a mi garganta, haciéndome caer. La luz se apagó. Mi humillación y mi ira llegaron al paroxismo. Afortunadamente, los animales se contentaban con arañar el suelo, abrir las fauces y mover las colas. Pero no me permitían levantarme, y hube de permanecer en el suelo hasta que a sus villanos dueños se les antojó. Cuando estuve de pie, conminé a aquellos miserables a que me dejasen salir, haciéndoles responsables de lo que sucediera si no me atendían, y lanzándoles apóstrofes que en su desordenada violencia evocaban los del rey Lear.

En mi exaltación nerviosa, comencé a sangrar por la nariz. Heathcliff seguía riendo y yo gritando. No sé cómo hubiera terminado todo aquello, a no haber intervenido una persona más serena que yo y más bondadosa que Heathcliff. Zillah, la robusta ama de llaves, apareció para ver lo que sucedía. Y, suponiendo que alguien me había agredido, y no osando increpar a su amo, dirigió los tiros de su artillería verbal contra el mozo.

—No comprendo, señor Earnshaw —exclamó—, qué resentimientos tiene usted contra ese semejante suyo. ¿Va usted a asesinar a las gentes en la propia puerta de su casa? ¡Nunca podré estar a gusto aquí! ¡Pobre muchacho! Está a punto de ahogarse. ¡Chist, chist! No puede usted irse en ese estado. Venga, que voy a curarle. Quieto, quieto…

Mientras hablaba así, me vertió sobre la nuca un recipiente lleno de agua helada, y luego me hizo pasar a la cocina. El señor Heathcliff, vuelto a su habitual estado de mal humor después de su explosión de regocijo, nos seguía.

El desmayo que yo sentía como secuela de todo lo sucedido me obligó a aceptar alojamiento entre aquellos muros. Heathcliff mandó a Zillah que me diese un vaso de aguardiente, y entró en una habitación interior. La criada, después de traerme la bebida, que me entonó mucho, me condujo a un dormitorio.