En París, a las seis y cuarenta minutos de una mañana de marzo, hace frío; y el frío parece aún más intenso cuando un hombre está a punto de morir frente al pelotón de ejecución. El día 11 de marzo de 1963, a esa hora, en el patio principal de Fort d’Ivry, un coronel de las Fuerzas Aéreas Francesas se hallaba de pie junto a un poste hundido en la glacial arena mientras le ataban las manos al madero, y miraba con incredulidad lentamente decreciente al pelotón de soldados situado frente a él, a veinte metros de distancia.
Un pie restregó el cascajo del suelo, y el leve ruido alivió un tanto la tensión mientras ceñían la venda alrededor de los ojos del coronel Jean-Marie Bastien-Thiry, cerrándolos a la luz para siempre. El murmullo de un sacerdote constituía un inútil contrapunto al rechinar de veinte cerrojos de fusil, al cargar y aprestar sus armas los soldados.
Al otro lado de los muros, un camión Berliet pedía paso, a bocinazos, a otro vehículo más pequeño que se había cruzado en su camino hacia el centro de la ciudad; el sonido se desvaneció, confundiéndose con la orden de «¡Apunten!» dada por el oficial al mando del pelotón. El estampido de los disparos, cuando sonó, no produjo ni la más mínima alarma en la ciudad que despertaba, aparte el hecho de que una bandada de palomas emprendió el vuelo y se mantuvo en el aire unos instantes. Segundos más tarde, el estampido solitario del coup-de-grâce se perdió en el estruendo creciente del tráfico al otro lado de los muros.
La muerte del oficial, jefe de una banda de asesinos de la Organización del Ejército Secreto que se había propuesto asesinar al presidente de Francia debía haber puesto punto final…, punto final a posteriores intentos de atentar contra la vida del Presidente. Por una jugarreta del destino vino a señalar solamente un principio, para explicar, porque será necesario sin duda explicar, por qué un cadáver acribillado quedó colgado de sus ataduras en el patio de la prisión militar de las afueras de París aquella mañana de marzo…
El sol había descendido por fin detrás de los muros del palacio, y largas sombras se extendían por el patio aportando un bien venido alivio. A las siete de la tarde del día más caluroso del año, la temperatura era todavía de 23 grados centígrados. En la ciudad achicharrada, los parisienses, acompañados de quejumbrosas esposas y vociferante chiquillería, atestaban coches y trenes, dispuestos a salir de la ciudad para un fin de semana en el campo. Era el día 22 de agosto de 1962, el día en que un puñado de hombres que esperaban fuera de los límites de la ciudad habían decidido que el Presidente, el general Charles de Gaulle, debía morir.
Mientras la población de la ciudad se preparaba para trocar el calor por el relativo fresco de los ríos y las playas, detrás de la adornada fachada del Palacio del Elíseo, proseguía la reunión del Gabinete. Al otro lado de la tostada gravilla, que empezaba a enfriarse bajo la tan anhelada sombra, dieciséis Citröen DS negros se hallaban estacionados uno detrás de otro, formando un círculo alrededor de tres cuartas partes de la zona.
Los chóferes, cobijados en el lugar más umbroso, junto al muro de poniente, adonde habían llegado primero las sombras, intercambiaban las cuchufletas insustanciales de quienes pasan la mayor parte de sus días de trabajo en espera de los caprichos de sus dueños.
Particularmente aquel día, hubieran podido oírse varios acerbos comentarios acerca de la extraordinaria duración de las deliberaciones del Gabinete, hasta que, un momento antes de las siete y media, un ujier cubierto de collarines y medallas apareció al otro lado de las puertas vidrieras, en lo alto de la escalinata de seis peldaños del palacio, e hizo una seña a los guardias. Los chóferes tiraron inmediatamente sus Gauloises a medio consumir, y los apagaron pisándolos con fuerza sobre la gravilla. Los agentes de seguridad y los guardias adoptaron actitudes rígidas en sus garitas situadas a ambos lados de la entrada principal, y las macizas verjas de hierro se abrieron de par en par.
Los chóferes estaban ya al volante de sus vehículos cuando el primer grupo de ministros apareció al otro lado de las puertas vidrieras. El ujier abrió las puertas, y los miembros del Gabinete bajaron la escalinata, al tiempo que cambiaban los últimos comentarios jocosos y se deseaban un tranquilo y reparador fin de semana. Por el mismo orden en que se encontraban aparcados, los automóviles se detenían al pie de la escalinata, uno detrás de otro, el ujier, con una reverencia, abría la puerta trasera, los ministros ocupaban sus asientos en sus respectivos coches y eran conducidos —tras recibir los saludos de la Guardia Republicana— a través del Faubourg Saint-Honoré.
En diez minutos se hubieron alejado todos. Quedaban en el patio dos largos Citröen DS 19 negros que se acercaron lentamente hasta el pie de la escalinata. El primero, que lucía el gallardete de la Presidencia de la República Francesa, era conducido por Francis Marroux, un chófer policía, procedente del campamento de instrucción del cuartel general de la Gendarmería Nacional de Satory. Su carácter retraído le había mantenido alejado de la alegre cháchara de los chóferes ministeriales en el patio; gracias a sus nervios de acero y a su habilidad como chófer, que le permitía conducir velozmente y con seguridad, se le había dado el cargo permanente de chófer personal de De Gaulle. Aparte de Marroux, el coche estaba vacío. Detrás de él, el segundo DS 19 era conducido también por un gendarme de Satory.
A las siete cuarenta y cinco, otro grupo apareció al otro lado de las puertas vidrieras, y de nuevo los hombres situados en la gravilla adoptaron la posición de firmes. Vestido con su habitual traje gris carbón de corte militar, con su corbata oscura, Charles de Gaulle apareció al otro lado del cristal. Con una cortesía muy al estilo antiguo, invitó a Madame Ivonne de Gaulle a cruzar primero la puerta, y luego la tomó del brazo para acompañarla por la escalinata hasta el Citröen que esperaba. Al llegar al coche se separaron, y la esposa del Presidente subió al asiento trasero del primer vehículo por el lado izquierdo. El general se acomodó a su lado, entrando por el lado derecho.
Su yerno, el coronel Alain de Boissieu, entonces jefe del Estado Mayor de las Unidades Blindadas y de Caballería del Ejército francés, comprobó que las dos puertas traseras quedaban bien cerradas, después de lo cual se acomodó en el asiento delantero, al lado de Marroux.
Ocuparon el segundo automóvil dos miembros del grupo de funcionarios que habían acompañado al Presidente y a su esposa al bajar la escalera. Henri d’Jouder, el corpulento guardia de corps de servicio aquel día, un cabileño de Argelia, se acomodó en el asiento delantero, al lado del chófer, y colocándose bien el revólver que llevaba en el sobaco, se recostó cómodamente contra el respaldo. A partir de aquel momento sus ojos se moverían incesantemente, clavándose no solamente en el automóvil que les precedía, sino en las aceras y en las esquinas por donde pasaba a toda marcha. Tras dar una última orden a uno de los agentes de seguridad de servicio que se quedaban en el palacio, el segundo hombre se acomodó, solo, en el asiento trasero. Era el comisario Jean Ducret, jefe del Cuerpo de Seguridad de la Presidencia.
Junto al muro de poniente, dos agentes motorizados con casco blanco pusieron en marcha los motores de sus máquinas y se dirigieron lentamente, emergiendo de entre las sombras, hacia la verja. Se detuvieron a unos tres metros de la entrada y miraron hacia atrás. Marroux alejó el primer Citröen del pie de la escalinata, giró hacia la verja y se detuvo detrás de los motoristas. El segundo automóvil le siguió. Eran las siete y cincuenta minutos de la tarde.
De nuevo la verja de hierro se abrió de par en par, y el breve cortejo, pasando entre la guardia, enfiló el Faubourg Saint-Honoré. Al llegar al extremo del mismo, el convoy penetró en la Avenue de Marigny. A la sombra de los castaños, un joven con casco blanco, sentado a horcajadas en un scooter, vio pasar el cortejo; entonces se apartó del bordillo y siguió en pos del mismo. El tráfico era el normal en un fin de semana de agosto, y no se había dado previo aviso del paso del Presidente. Sólo el ulular de las sirenas de los dos motoristas advertía a los guardias de la circulación que estaban de servicio, quienes, en cuanto las oían, empezaban a agitar los brazos y a dar pitidos frenéticamente para detener a tiempo la corriente circulatoria.
El convoy aumentó la velocidad en la avenida sombreada por los árboles y desembocó en la soleada Place Clemenceau, cruzándola en línea recta hacia el Pont Alexandre III. Marchando al amparo de los coches oficiales, el joven del scooter no tuvo dificultad en seguirles. Pasado el puente, Marroux siguió a los dos motoristas por la Avenue Général Gallieni y desde allá al ancho Boulevard des Invalides. Al llegar a aquel punto, el joven del scooter ya supo lo que deseaba averiguar. En la esquina del Boulevard des Invalides y Rue de Varennes aminoró la marcha y dobló en dirección a un café situado en la misma esquina. Ya en el interior del local, sacose del bolsillo una ficha metálica, pasó a la parte trasera del café, donde se hallaba situado el teléfono, e hizo una llamada local.
El coronel Jean-Marie Bastien-Thiry esperaba en un café del suburbio de Meudon. Tenía treinta y cinco años; estaba casado y con tres hijos y trabajaba en el Ministerio del Aire. Tras la fachada convencional de su vida profesional y familiar, sentía un profundo resquemor contra Charles de Gaulle, quien, a su juicio, había traicionado a Francia y a los hombres que en 1958 lo habían llamado de nuevo al poder al ceder Argelia a los nacionalistas argelinos.
En nada le había afectado económicamente la pérdida de Argelia, y su actitud no se basaba en ninguna consideración de tipo personal. Bastien se consideraba un patriota, y estaba convencido de que serviría a su amada patria eliminando al hombre que la había traicionado. En aquella época, muchos millares de personas compartían tal opinión, pero relativamente pocos de ellos eran miembros fanáticos de la Organización del Ejército Secreto que había jurado matar a De Gaulle y derrocar su Gobierno. Bastien-Thiry era uno de éstos.
Estaba tomando una cerveza cuando lo llamaron al teléfono. El barman le pasó el auricular, y luego se dirigió al otro extremo del bar, para regular el televisor. Bastien-Thiry escuchó unos segundos, murmuró: «Muy bien, muchas gracias», y colgó. La cerveza ya estaba pagada. Salió del bar a la acera, sacose de debajo del brazo un periódico enrollado, y cuidadosamente lo desplegó dos veces.
Al otro lado de la calle, una mujer joven dejó caer el visillo de su piso de la primera planta y, volviéndose hacia los doce hombres que se hallaban en la estancia, dijo: «Carretera número dos». Los cinco más jóvenes, novatos en el arte de matar, dejaron de retorcerse las manos y se levantaron al instante.
Los otros siete eran de más edad y estaban menos nerviosos. El más veterano entre ellos en el proyecto de asesinato, y segundo de a bordo de Bastien-Thiry, era el teniente Alain Bougrenet de la Tocnaye, miembro de la extrema derecha y perteneciente a una familia de grandes terratenientes. Tenía treinta y cinco años, y estaba casado y con dos hijos.
El hombre más peligroso de la estancia era Georges Watin, de treinta y nueve años, un fanático de la OAS, de anchos hombros y mandíbula cuadrada, que había sido ingeniero agrícola en Argelia y al cabo de dos años se había acreditado como uno de los más peligrosos pistoleros de la OAS. A causa de una vieja herida en una pierna lo apodaban el Cojo.

Cuando la muchacha comunicó la noticia, los doce hombres empezaron a bajar la escalera en dirección a la parte trasera de la casa, que daba a un pasaje donde se hallaban estacionados seis vehículos, todos ellos robados o alquilados. Eran las 7.55.
Bastien-Thiry había pasado muchos días preparando personalmente el escenario del asesinato, midiendo ángulos de tiro, velocidad y distancia de los vehículos en marcha, y el nivel de concentración de los disparos necesarios para detenerlos. El lugar elegido era un largo trecho recto de carretera llamado Avenue de la Libération, que conducía al cruce principal de Petit-Clamart. Según el plan, el primer grupo compuesto por los tiradores con sus fusiles, abriría fuego contra el coche del Presidente a unos doscientos metros del cruce. Los tiradores se ocultarían detrás de una furgoneta de Correos aparcada a un lado de la avenida, y empezarían a disparar contra los vehículos casi de frente, para no verse obligados a hacerlo «al vuelo», al paso de los coches.
Según los cálculos de Bastien-Thiry, ciento cincuenta balas habrían atravesado el primer coche cuando éste llegara a la altura de la furgoneta. Detenido el coche presidencial, el segundo grupo de la OAS saldría bruscamente de una travesía para acribillar el coche de la Policía de Seguridad casi a quemarropa. Ambos grupos dedicarían unos pocos segundos más a liquidar totalmente el grupo presidencial, y luego echarían a correr hacia los tres vehículos preparados, en otra travesía, para la huida.
El propio Bastien-Thiry, el decimotercer hombre del equipo, se pondría al acecho y daría el aviso en el instante preciso. A las 8.05, los grupos se hallaban ya en sus sitios. A unos cien metros del punto de la emboscada, en dirección a París, Bastien-Thiry se había situado en una parada de autobús, con un diario en la mano. Agitando el diario, daría la señal a Serge Bernier, jefe del primer comando, quien estaría de pie junto a la furgoneta de Correos. Éste transmitiría la orden a los tiradores agazapados en la hierba, a sus pies. Bougrenet de la Tocnaye conduciría el coche que debía interceptar a la policía de seguridad, y Watin el Cojo, empuñando un fusil ametrallador, ocuparía el asiento a su lado.
Mientras los tiradores retiraban el seguro de sus armas, preparándose para el ataque, a poca distancia de Petit-Clamart el convoy del general De Gaulle dejaba atrás el denso tráfico del centro de París y alcanzaba las avenidas más despejadas de los suburbios, donde aumentaba su velocidad hasta cerca de los cien kilómetros por hora.
Ante la carretera expedita, Francis Marroux echó una breve ojeada a su reloj de pulsera, e intuyendo la quisquillosa impaciencia del anciano general en el asiento trasero pisó aún con más fuerza el acelerador. Los dos motoristas le cedieron el paso para pasar a situarse detrás del convoy. A De Gaulle nunca le había gustado la ostentación que entrañaba el hecho de que le precedieran unos motoristas, y prescindía de ella siempre que podía. Así fue como el convoy entró en la Avenue de la División Leclerc, en Petit-Clamart. Eran las 8.17 de la noche.
Mil quinientos metros más allá, Bastien-Thiry estaba experimentando los efectos de su gran equivocación, aunque no se enteraría de la misma hasta meses más tarde, cuando se lo dijera la Policía. Al estudiar el horario del asesinato había consultado un calendario para enterarse de que el 22 de agosto oscurecía a las 8.35, lo que le parecía bastante tarde aun en el supuesto de que De Gaulle se retrasara en sus movimientos habituales, como en realidad así lo hizo. Pero el calendario que el coronel de las Fuerzas Aéreas había consultado correspondía al año 1961. Y el 22 de agosto de 1962 oscurecía a las 8.10. Aquellos veinticinco minutos habían de cambiar la historia de Francia. A las 8.18 Bastien-Thiry divisó el convoy que, a ciento diez por hora, marchaba por la Avenue de la Libération en dirección hacia él, y agitó frenéticamente el periódico.
Al otro lado de la carretera, cien metros más allá, Bernier tenía fijos los ojos en la vaga figura situada en la parada del autobús y que la creciente oscuridad apenas le permitía distinguir. «¿Ya ha hecho la señal el coronel?», preguntó, enojado, a nadie en particular. Apenas hubo dicho estas palabras cuando vio la nariz de tiburón del coche del Presidente que pasaba como un relámpago por delante de la parada de autobuses. «¡Fuego!», ordenó a los hombres situados a sus pies. Los tiradores dispararon en el momento en que el convoy llegaba a su misma altura, en un ángulo de noventa grados, contra un blanco móvil que se desplazaba a ciento diez kilómetros por hora.
El hecho de que el coche recibiera el impacto de doce balas constituye el mejor elogio de la puntería de los pistoleros. La mayoría de las doce balas se incrustaron en la parte trasera del Citröen. Reventaron dos neumáticos, y aunque eran del tipo que se sueldan por sí mismos automáticamente, la súbita pérdida de presión hizo que el coche diera un bandazo y que las ruedas delanteras patinaran. Fue entonces cuando Francis Marroux salvó la vida a De Gaulle.
Mientras el as de los tiradores, el exlegionario Varga, disparaba contra las ruedas, los restantes vaciaron sus cargadores contra la ventanilla trasera. Varias balas atravesaron el blindaje, una de las cuales rompió el cristal trasero y pasó á pocos centímetros de la nariz presidencial. En el asiento delantero, el coronel De Boissieu se volvió y rugió a sus suegros: «¡Agachaos!» Madame De Gaulle bajó la cabeza hacia las rodillas de su marido. El general soltó un glacial: «¡Cómo! ¿Otra vez?» y se volvió a mirar por la ventana trasera.
Marroux sujetó con fuerza el volante y giró suavemente en la misma dirección del patinazo, al tiempo que reducía la presión sobre el acelerador. Por un momento, el Citröen perdió velocidad, pero la recobró de nuevo para correr en dirección al cruce con la Avenue du Bois, la calle donde esperaba el segundo comando de hombres de la OAS. Detrás de Marroux, el coche de los agentes de seguridad seguía pegado a su cola, sin haber recibido un solo impacto.
A Bougrenet de la Tocnaye, que esperaba con el motor en marcha en la Avenue du Bois, la velocidad de los coches que se acercaban le ofrecían una clara alternativa: o interceptar su paso, lo cual equivalía a un suicidio, puesto que sin duda alguna moriría estrujado por las planchas retorcidas de su propio coche, o seguir el plan previsto pero con medio segundo de retraso. Se decidió por esto último. Cuando emergió con su vehículo de la travesía para coincidir con el convoy presidencial, no quedó situado a la altura del coche de De Gaulle, sino a la del guardia de corps D’Jouder y el comisario Ducret.
Asomándose por la ventanilla del lado derecho, y sacando fuera todo el cuerpo hasta la cintura, Watin vació su metralleta contra la parte trasera del primer DS, en el cual, a través del cristal hecho añicos, pudo ver el altivo perfil de De Gaulle.
—¿Por qué no disparan a su vez esos idiotas? —preguntó De Gaulle en tono de queja.
D’Jouder estaba intentando disparar contra los pistoleros de la OAS a través de la distancia —unos tres metros— que separaban los dos coches, pero el chófer no le permitía ver. Ducret gritó al chófer que siguiera al Presidente, y un segundo más tarde la OAS quedó rezagada. En cuanto a los dos motoristas, uno de los cuales estuvo a punto de ser despedido de su montura por la súbita entrada de De la Tocnaye desde la travesía lateral, se rehicieron y se unieron a los coches. El convoy, íntegro, entró en el cruce, lo pasó y prosiguió hacia Villacoublay.
En el lugar de la emboscada, los hombres de la OAS no perdieron tiempo en recriminaciones. Ocasión habría para ello. Dejando abandonados los tres coches empleados en la operación, saltaron a los vehículos preparados para la fuga y desaparecieron en la oscuridad.
Desde su propio coche, el comisario Ducret llamó por el transmisor a Villacoublay y contó brevemente lo ocurrido. Al llegar el convoy, diez minutos más tarde, el general De Gaulle insistió en dirigirse directamente a donde les esperaba el helicóptero. Cuando el coche se detuvo, un grupo de oficiales y funcionarios lo rodeó y abrieron las puertas para ayudar a la trastornada Madame De Gaulle a apearse del vehículo. Por el otro lado, el general salió del coche y se sacudió las esquirlas de cristal que tenía en la solapa. Sin prestar atención a la impresionada solicitud de los oficiales que le rodeaban, dio la vuelta al coche y tomó del brazo a su esposa.
—Vamos, querida; iremos a casa —le dijo, y finalmente pronunció ante el personal de las Fuerzas Aéreas su veredicto sobre la OAS—. No tienen puntería.
Tras estas palabras, condujo a su esposa hasta el helicóptero y tomó asiento a su lado. D’Jouder se unió a ellos, y emprendieron el vuelo para un fin de semana en el campo.
En la pista, Francis Marroux permanecía sentado, muy pálido, detrás del volante. Los dos neumáticos del lado derecho del coche habían cedido por fin y el DS descansaba sobre sus llantas. Ducret murmuró un breve cumplido a su oído, y después prosiguió con su tarea de despejar a los curiosos.
Mientras en todo el mundo los periodistas especulaban en torno al intento de asesinato y, a falta de algo mejor, llenaban sus columnas con conjeturas personales, la Policía francesa, dirigida por la Sûreté Nationale y respaldada por el Servicio Secreto y la Gendarmería, lanzaba la mayor operación policíaca de la historia francesa. Pronto debía convertirse en la más vasta caza del hombre que el país hubiera conocido jamás, y que sólo más tarde debía ser aventajada por la caza del hombre destinado a atrapar a otro asesino cuyo nombre sigue siendo desconocido, pero que figura todavía en los archivos por su apodo de el Chacal.