HAY UNA SOLA cosa memorable en mi vida: haber tenido un hijo. Todo lo demás carece de importancia ante semejante cataclismo. Sé que muchas personas conocen la envergadura de ese acontecimiento, pero sé también que su apariencia de hecho habitual lo convierte casi en una anécdota, en un cortinaje costumbrista que adorna, con parecidos pliegues, la biografía de muchos seres ordinarios e inconstantes. Millones de personas han redimido toda una vida de afanes malogrados gracias a ese hecho singular, a esa misteriosa transmisión de la conciencia que la carne perpetra sobre sí misma, tercamente, generación tras generación, extendiendo a lo largo de la historia linajes anónimos, secretos, cuya única finalidad es prolongarse, añadir otro eslabón a la cadena, una cadena desprovista de nombre cierto, que no guarda memoria de sí misma, pero que se perpetúa con increíble obstinación. Tener un hijo es un milagro, aunque esa condición venga oscurecida por la frecuencia, por la mera estadística que lo transforma en un hecho casual y numeroso. Tener un hijo es un milagro desdibujado por la burocracia de las anotaciones registrales, y el costumbrismo de bautizos y cumpleaños, y la aburrida letanía de parques públicos, columpios y colegios. No deja de ser un milagro, de todos modos, y no deja de ser al mismo tiempo la comisión de un delito turbador, porque sabes que tu vida es un tránsito penoso, efímero y posiblemente inútil, pero aun así, por circunstancias nunca aclaradas, decides delegar su ejercicio, y la repetición de tus meros problemas, a individuos que morirán en un futuro muy lejano y de los que nunca llegarás a saber nada, del mismo modo que tú no sabes nada de aquel hombre medieval o aquella mujer de la prehistoria a los que rigurosamente debes el mecánico parpadeo que ejecutas, la cadencia de tus pulmones, la posibilidad de pensar ahora mismo en esto que estás pensando. Un hijo, por otra parte, es un acto de fe; y si uno concibe la vida como el trato involuntario y prolongado con toda clase de sufrimientos, un hijo es también un disparate. No puedo sostenerla con completa convicción, pero todavía guardo la débil esperanza de que mi hijo alcance a conocer alguna versión de felicidad que, por circunstancias azarosas o por mi propia culpa, a mí se me ha negado.
Desde aquel día en que contemplé, aturdido, casi incrédulo, cómo el pequeño cuerpo de León, aquella sustancia desesperada y sanguinolenta, emergía de las entrañas de Regina (al principio dificultosamente, ayudado por el médico, pero luego con esa vertiginosa facilidad con que resbala entre las manos un pez escurridizo), comprendí que algo excesivamente grande recaía sobre mí. Ante esa responsabilidad cualquier otra se convirtió de pronto en una insignificancia, casi en una distracción. Esta nueva responsabilidad era enorme y era exacta; y adquiría el peso de todo el universo, un universo que a partir de entonces me vería obligado a sostener sobre los hombros, con la sola ayuda de mis fuerzas, para que no dañara a aquella frágil criatura. Cuando vi por primera vez a León sentí ganas de llorar, y luego me inundó esa perplejidad de los hombres que se sorprenden a sí mismos sollozando, y se avergüenzan, y no se explican qué es lo que está pasando, y paladean, incrédulos, una lágrima salobre que por fin se filtra entre sus labios. He olvidado la composición precisa de la escena, el aspecto del quirófano, el color de las paredes o la voz, quizás tierna, quizás autoritaria, de comadronas y enfermeras. Pero el recuerdo de un vuelco en el corazón, de una impetuosa sacudida, regresa sin esfuerzo cada vez que pienso en aquel momento, y me acuerdo de cómo depositaron el cuerpo de León, sucio, tembloroso, envuelto en líquidos orgánicos, sobre una toalla seguramente demasiado áspera para su piel, virgen aún de roces y de heridas. Él entonces apoyó los brazos, y fingió o intentó levantarse, y sintió por primera vez el peso de su cuerpo, la consistencia de su propia identidad, una percepción abrumadora que debió de confundirle, que arrastra desde entonces como una pesada cadena y que seguirá arrastrando hasta el mismo momento de su muerte. Sin embargo, León nació dos veces. Y yo sólo soy responsable del primero de esos nacimientos. Esta declaración parece complicada, pero nos ha marcado a tres personas, a las tres personas que durante un tiempo compusimos la ficción de una familia: a León, a Regina y a mí.
Mi nombre es Alberto Durrio. Mi apellido es el de un escultor cuyas huellas aún pueden rastrearse por distintos rincones de esta ciudad. Durrio es la corruptela local, perpetrada acaso hace siglos, de un apellido francés. Alguien vino a vivir entre nosotros cuando aún la formalidad de los registros no había expropiado a los seres humanos la volatilidad de los nombres, la posibilidad de que nuevos hábitos e idiomas modificaran su modo de decir. Sin embargo, y a pesar de esas melancólicas estatuas, erigidas por Durrio, que salpican la ciudad, nunca hubo en mi familia hasta donde se recuerda artistas de renombre. Mi padre trabajó toda su vida como empleado en un banco y sus hábitos eran los de un castizo botarate acostumbrado a beber vino en cuadrilla, acudir al fútbol los domingos y guardar con su esposa una relación de civilizada cortesía, desapego y prolongados periodos de abstinencia. Mi padre aún vive, pero ya no es capaz de reproducir ninguno de esos hábitos, ni siquiera aquellos otros, tan elementales, que sustentan la identidad de las personas. Descansa en una cama de hospital, sometido por los cuidadores que le atienden a una embrutecedora disciplina de limpiezas orgánicas y rutinarias atenciones (porque también la limpieza, el orden sanitario, pueden llegar a ser actos de brutalidad). Hace muchos meses que no acierta a reconocerme. Sus dos hijos, Arturo y yo, nos turnamos en las visitas, unas visitas que realizamos de forma puntual y confiada, con resignación, con docilidad filial, sin esperanza, sin ningún efecto práctico, llevados por la demanda moral de no abandonar a nuestro padre, de seguir presentes en su vida o en lo que aún queda de ella. Y vuelve entonces la percepción del milagro que significa la vida de León: mi padre está ahí, postrado en su lecho terminal, convertido en una materia inerte e inexpresiva. Pero a esa materia ahora profundamente inútil le debo todo lo que soy: el gesto de mis labios, el movimiento tenue de una ceja, la elección del nombre con el que todos me llaman o la oportunidad de que mi hijo también haya nacido. Comprendo que es esa deuda enorme la que nos ata a nuestros padres, y que el amor resulta la única respuesta permitida frente a los que nos dieron algo que no puede pagarse de ninguna otra manera. Pero ese amor que les debemos se transforma en una carga porque se trata de una deuda imposible de saldar, porque no habrá el tiempo necesario para hacerlo, porque ningún precio imaginable llegaría a ser el suficiente.
ME GUSTABA PROCLAMAR, lleno de orgullo, que Regina era una persona fuerte, sólida, constante, la roca inamovible sobre la que se había edificado nuestro hogar. Me gustaba decirlo y me habría gustado que en realidad aquello fuera cierto. Pero en el fondo nunca estuve muy seguro. Había construido una leyenda alrededor de aquella hipótesis, y ahora necesitaba que la realidad la apuntalara. Necesitaba que la fortaleza de Regina se viera confirmada por los hechos. En mi interior, en alguno de esos pozos de la conciencia donde el bien y el mal se mezclan y confunden, yo alumbraba la expectativa de padecer cualquier desgracia sólo para comprobar cómo nuestra familia se resguardaba en el cerco de los brazos de Regina. Creía que, ante las mayores dificultades, ella sería capaz de sostenerlo todo, que incluso habitaríamos una felicidad aún más consistente, apoyados el uno en el otro, recogidos en el calor de nuestra casa, defendiéndonos de la intemperie, del viento hostil que soplaría en la noche y que pugnaría por alcanzarnos, filtrándose por las rendijas de las ventanas. Necesitaba creer en esa fuerza que Regina atesoraba en su interior y que administraba sabiamente, ocupándose de León, sobrellevando al mismo tiempo su trabajo y la intendencia de nuestro hogar.
Regina trabajaba en casa. Tenía un pequeño taller de restauración que habíamos habilitado en una de las habitaciones. Allí pasaba horas y horas, sentada en su banco de trabajo, fatigando incansablemente la madera de viejos muebles carcomidos, la arcilla de quebradas piezas de cerámica. El cuarto tenía un olor denso y penetrante, que acaso ya impregnaba toda nuestra casa, pero que para nosotros sólo se revelaba allí, frente a las baldas donde Regina almacenaba los ungüentos que aplicaba en sus tareas: la trementina, la acetona, la goma arábiga o el aceite de linaza. Era un estudio íntimo apenas iluminado por un flexo que dibujaba un círculo de luz sobre su mesa de trabajo y dejaba el resto de la estancia sumida en la penumbra. A menudo Regina alcanzaba sus herramientas guiada sólo por el tacto, como si su memoria conservara un mapa con el emplazamiento exacto de cada pieza del utillaje. Los pinceles, los escoplos, los botes de barniz y de betún de Judea descansaban en las estanterías, formando hileras perfectas y ordenadas, como un abigarrado despliegue de recursos dispuestos siempre a mano. Regina, en el taller, vestía una bata blanca y unas zapatillas del mismo color; trabajaba absorta, concentrada, envuelta en un profundo silencio, habitante de una madriguera íntima y segura. Para ella el taller era una versión más radical de nuestra propia casa, que siempre habíamos concebido como un abrigado refugio. Y mientras trabajaba entonaba en voz muy baja una canción de cuna, la misma que utilizaba por las noches para dormir a León.
Siempre tendemos a adjudicar virtudes nunca del todo comprobadas a aquella persona a la que amamos. Creemos en ella firmemente, pero además, de algún modo misterioso, sabemos que adjudicarle virtudes es también una forma de confirmar nuestra esperanza. Yo atribuía a Regina una fortaleza legendaria, propia de sólidas matronas, diosas griegas, impasibles mujeres campesinas de manos gruesas y endurecidas, dispuestas a sobrellevar la penuria con buen ánimo. Confiaba en que atesorara una fuerza sobrehumana, como si ello fuera una excusa que acaso, con el tiempo, pudiese compensar mis debilidades, mis renuncias, mis pequeños chantajes cotidianos, un acceso de desesperación o un arrebato de cólera. En realidad yo no era una persona difícil (trabajaba en exceso, nunca la engañaba con otras mujeres, me manejaba como un correcto padre de familia cuya conducta es siempre previsible y ordenada), pero sentía un miedo exacerbado a la realidad en que vivía, como si la ciudad fuera un páramo repleto de peligros. La ciudad (esa ciudad particular que uno va componiendo poco a poco a base de trabajos, compromisos, viviendas, comercios y oficinas) me parecía un campo minado. Llegaría el día en que yo cometería algún error, pisaría en el lugar equivocado y todo estallaría, dinamitando mis convicciones y principios, con la misma violencia con que una bomba despedaza a un ser humano y reparte sus fragmentos sobre el campo de batalla. Yo tenía miedo de que algo así ocurriera en nuestra vida. Pero sería entonces, pensaba, cuando Regina se alzaría en medio de la destrucción convertida en un refugio, en una fortaleza donde León y yo siempre estaríamos seguros.
Necesitaba creer en ella, necesitaba creer, necesitaba. Quizás todo se resuelve en que, cada vez que decimos creer en algo, la certeza más oculta es que sólo necesitamos creer. Y yo creía en León. Y creía en Regina. Y qué remedio me quedaba. Y sigo creyendo en ellos, incluso ahora, cuando ya no están aquí.