OBERTURA

Estaba buscando un sitio tranquilo para morir. Alguien me recomendó Brooklyn, de manera que al día siguiente salí de Westchester y fui para allá a reconocer el terreno. No había vuelto en cincuenta y seis años, y no me acordaba de nada. Mis padres se habían ido de la ciudad cuando yo tenía tres años, pero el instinto me llevó al barrio donde habíamos vivido, arrastrándome como un perro herido al lugar donde nací. Un empleado de una agencia inmobiliaria de la zona me enseñó media docena de pisos en edificios de piedra rojiza, y a última hora de la tarde había alquilado un apartamento de dos habitaciones con jardín en la calle Uno, sólo a media manzana de Prospect Park. No tenía idea de quiénes eran mis vecinos, y no me importaba. Todos trabajaban de nueve a cinco, ninguno tenía hijos, así que en el edificio siempre habría un relativo silencio. Más que nada, eso era lo que buscaba. Un fin silencioso para mi triste y ridícula vida.

Ya se había firmado un contrato de compraventa para la casa de Bronxville, y una vez que se formalizaran las escrituras a finales de mes no habría problemas de dinero. Mi ex mujer y yo pensábamos repartimos lo que sacáramos de la venta, y con cuatrocientos mil dólares en el banco tendría más que suficiente para mantenerme hasta que exhalara el último aliento.

Al principio, no sabía cómo ocupar el tiempo. Me había pasado treinta y un años yendo y viniendo entre los barrios residenciales y Manhattan, donde estaba la oficina de la compañía de seguros de vida y accidente Mid-Atlantic, pero ahora que ya no trabajaba, al día le sobraban horas. Más o menos una semana después de mudarme al apartamento, mi hija Rachel, ya casada, vino de Nueva Jersey para hacerme una visita. Me dijo que lo que yo necesitaba era dedicarme a algo, buscarme una ocupación provechosa. Rachel no es ninguna tonta. Es doctora en bioquímica por la Universidad de Chicago y trabaja de investigadora en una gran empresa farmacéutica de las afueras de Princeton, pero, como digna hija de su madre, raro es el día en que dice algo que no sean lugares comunes: todas esas frases manidas e ideas trilladas que saturan los vertederos del saber contemporáneo.

Le expliqué que probablemente estaría muerto antes de que acabara el año, y eso de buscar ocupaciones me importaba un carajo. Por un momento, Rachel pareció a punto de echarse a llorar, pero contuvo las lágrimas y, parpadeando, me dijo que era una persona cruel y egoísta. No era de extrañar que «mamá» hubiera acabado divorciándose de mí, añadió, no le sorprendía que hubiera sido incapaz de aguantarlo más. Estar casada con un hombre como yo debía de ser una continua tortura, un verdadero infierno. Un verdadero infierno. Qué lástima, pobre Rachel: sencillamente no puede evitarlo. Mi única hija lleva veintinueve años habitando este mundo y ni una sola vez se le ha ocurrido una observación original, algo que sea genuina y enteramente suyo.

Sí, supongo que a veces me pongo desagradable. Pero no siempre; y no por principio. En mis días buenos, soy tan amable y simpático como el que más. No se puede ser tan buen agente de seguros como yo, al menos durante treinta largos años, sin ganarse la confianza de los clientes. Hay que ser agradable. Hay que saber escuchar. Hay que persuadir a la gente. Yo poseo todas esas cualidades y algunas más. No niego que también tenga mis malos momentos, pero todo el mundo sabe los peligros que acechan tras la puerta cerrada de la vida familiar. Eso puede ser un veneno para todos los interesados, especialmente cuando se descubre que, para empezar, probablemente no se está hecho para el matrimonio. Me encantaba acostarme con Edith, pero al cabo de cuatro o cinco años la pasión pareció haber agotado su curso, y a partir de ese momento estuve lejos de ser un marido perfecto. Por lo que dice Rachel, como padre tampoco he sido gran cosa. No quisiera contrariar sus recuerdos, pero lo cierto es que a mi manera las quería a las dos, y si a veces me encontraba en los brazos de otras mujeres, nunca me tomé en serio ninguna de aquellas aventuras. El divorcio no fue idea mía. A pesar de todo, tenía intención de quedarme con Edith hasta el final. Ella fue quien quiso separarse, y, dado el alcance de mis fechorías y transgresiones a lo largo de los años, verdaderamente no podía reprochárselo. Treinta y tres años viviendo bajo el mismo techo y, cuando nos fuimos cada uno por su lado, no habíamos llegado absolutamente a nada.

Dije a Rachel que tenía los días contados, pero eso no era más que una réplica acalorada a su inoportuno consejo, pura descarga hiperbólica. El cáncer de pulmón estaba remitiendo, y según lo que el oncólogo me había dicho a raíz del último examen, había motivos para un cauteloso optimismo. Eso no quería decir que le creyera, desde luego. El susto del cáncer había sido tan grande que seguía sin confiar en la posibilidad de superarlo. Estaba seguro de que iba a morirme, y una vez que me extirparon el tumor y pasé el extenuante suplicio de la radio y la quimioterapia, después de sufrir los largos periodos de náusea y mareos, la pérdida del pelo, la pérdida de la voluntad, la pérdida del trabajo, la pérdida de mi mujer, me resultaba difícil imaginar cómo iba a salir adelante. De ahí Brooklyn. De ahí el inconsciente regreso al lugar donde había empezado mi historia. Tenía casi sesenta años, y no sabía cuánto tiempo me quedaba. A lo mejor veinte años más; quizá sólo unos meses. Cualquiera que fuese el pronóstico médico de mi estado, lo fundamental era no dar nada por seguro. Mientras siguiera en este mundo, tenía que encontrar la manera de empezar a vivir otra vez, pero incluso si me moría pronto, debía hacer algo más que quedarme de brazos cruzados esperando el fin. Como de costumbre, mi científica hija tenía razón, aunque yo fuera demasiado terco para admitirlo. Debía buscar una ocupación. Debía ponerme las pilas y hacer algo.

Me mudé a principios de primavera, y durante las primeras mañanas me entretuve explorando el barrio, dando largos paseos por el parque y plantando flores en el jardín: una pequeña porción de terreno, llena de trastos y descuidada durante años. Iba a cortarme el renaciente pelo a la barbería Park Slope, en la Séptima Avenida, alquilaba vídeos en un sitio llamado Movie Heaven, y de paso paraba muchas veces en el Brightman’s Attic, una librería de lance repleta y desordenada cuyo dueño era un extravagante homosexual llamado Harry Brightman (más sobre él dentro de poco). Casi todas las mañanas me preparaba el desayuno en el apartamento, pero como no me gustaba ni se me daba nada bien la cocina, solía ir a comer y a cenar al restaurante: siempre solo, siempre con un libro abierto delante, siempre masticando muy despacio para alargar la comida lo más posible. Tras probar las diversas posibilidades que me ofrecía el vecindario, me decidí por el Cosmic Diner para ir a almorzar. Allí la comida era mediocre por no decir otra cosa, pero una de las camareras era una adorable puertorriqueña llamada Marina, enseguida me quedé prendado de ella. Le doblaba la edad y además estaba casada, lo que hacía imposible cualquier idilio, pero era tan espléndidamente atractiva, tan amable conmigo, estaba siempre tan dispuesta a reírse de mis insípidas bromas, que cuando tenía el día libre suspiraba literalmente por ella. Desde un punto de vista estrictamente antropológico, descubrí que los habitantes de Brooklyn son menos reacios a hablar con desconocidos que cualquier tribu con que me haya tropezado antes. Se inmiscuyen en los asuntos ajenos cuando les viene en gana (señoras mayores regañando a jóvenes madres por no poner a sus hijos suficiente ropa de abrigo, transeúntes llamando la atención a quienes pasean al perro tirando demasiado fuerte de la correa); se disputan un aparcamiento con la rabia de niños de cuatro años; sueltan réplicas deslumbrantes como quien no quiere la cosa. Un domingo por la mañana, entré en una atestada delicatessen con el absurdo nombre de La Bagel Delight. Iba a pedir una rosquilla con canela y pasas, pero se me trabó la lengua y me salió una rosquilla con qué pasa. Sin inmutarse, el joven que estaba detrás del mostrador contestó: «Lo siento, de ésas no nos quedan. ¿Qué le parece una rosquilla con guasa?» Rápido. Con tan vertiginosa rapidez que casi me meo encima.

Tras aquel involuntario lapsus, se me acabó ocurriendo un plan que habría merecido la aprobación de Rachel. No era una idea genial, desde luego, pero al menos era algo, y si me dedicaba a ello con todo el rigor y la constancia con que pretendía hacerlo, tendría mi ocupación, el pequeño caballo de batalla que andaba buscando para salir de mi rutinaria y soporífera indolencia. Pese a lo modesto de la empresa, y con objeto de hacerme la ilusión de que me dedicaba a algo importante, decidí darle un título llamativo, un tanto ampuloso: El libro del desvarío humano. En él pensaba escribir, en un lenguaje lo más claro y sencillo posible, un relato de cada equivocación, torpeza y batacazo, de cada insensatez, flaqueza y disparate que hubiera cometido durante mi larga y accidentada existencia. Cuando no se me ocurrieran anécdotas que contar sobre mí mismo, escribiría cosas que hubieran sucedido a conocidos míos, y cuando esa fuente se agotara a su vez, me inspiraría en hechos históricos, recordando las locuras de mis congéneres a lo largo de los siglos, empezando por las civilizaciones perdidas de la antigüedad y llegando hasta los primeros meses del siglo XXI. Aunque no consiguiera otra cosa, pensé que podría suscitar unas cuantas carcajadas. No tenía el menor deseo de desnudar mi alma ni dedicarme a sombrías introspecciones. Adoptaría un tono ligero y burlesco de principio a fin, con el único propósito de distraerme y tener el día ocupado durante el mayor número de horas posible.

Pensaba en el proyecto como si fuese un libro, pero en realidad no lo era. Utilizando cuadernos de papel amarillo, hojas sueltas, el reverso de sobres e impresos publicitarios de préstamos y tarjetas de crédito, me dediqué a compilar lo que venía a ser una desordenada serie de notas, una mezcolanza de anécdotas sin relación entre sí que iba guardando en una caja de cartón a medida que las terminaba. El plan era más absurdo de lo que parecía. Algunas historias no pasaban de unas cuantas líneas, y buen número de ellas, en especial las relativas a la transposición de sonidos o la confusión de vocablos que tanto me gustaban, se componían de una sola frase. Hamburguesa con queso graseada en lugar de hamburguesa con queso braseada, por ejemplo, que una vez se me escapó cuando estaba en primero de instituto, o la declaración involuntariamente profunda, casi mística, que solté a Edith durante una de nuestras amargas peleas conyugales: Si no lo creo no lo veo. Cada vez que me sentaba a escribir, cerraba los ojos y dejaba que mis pensamientos vagaran en la dirección que les apeteciese. Imponiéndome esa especie de relajación, logré desenterrar toda una serie de elementos del pasado remoto, cosas que hasta entonces había creído perdidas para siempre. Un fugaz momento en sexto de primaria (por citar alguno de esos recuerdos), cuando un chico de la clase llamado Dudley Franklin soltó un pedo largo y estridente, semejante a un toque de corneta, durante un breve silencio en plena clase de geografía. Todos nos reímos, claro (nada resulta más gracioso en un aula llena de chicos de once años que una súbita ventosidad), pero lo que hacía a ese incidente distinto de la categoría de bochornos menores y lo elevaba a la calificación de clásico, de perdurable obra maestra en los anales de la vergüenza y la humillación, residía en el hecho de que Dudley fue lo bastante ingenuo como para cometer el error fatal de ofrecer una disculpa. «Perdón», dijo, bajando la mirada al pupitre y enrojeciendo hasta que sus mejillas parecieron un coche de bomberos recién pintado. Jamás debe reconocerse un pedo en público. Ésa es la ley no escrita, la única norma protocolaria que debe seguirse estrictamente en la etiqueta norteamericana. Los pedos no salen de nadie ni de ningún sitio en concreto; son emanaciones anónimas que tienen su origen en el conjunto del grupo, y aunque hasta el último de los presentes pueda señalar al culpable, la única actitud sensata consiste en negarlo. Sin embargo, el bobalicón de Dudley Franklin era demasiado honrado para hacer eso, y no le permitieron olvidar el incidente. Aquel mismo día se le puso el mote de Perdón Franklin, y todo el mundo lo llamó así hasta que acabamos el instituto.

Como parecía que las historias podían clasificarse en apartados diferentes, después de trabajar aproximadamente un mes en el proyecto, cambié de sistema y empecé a utilizar varias cajas en vez de una, lo que me permitía organizar las historias terminadas de manera más coherente. Una caja para deslices verbales, otra para percances físicos, otra para ideas fallidas, otra para meteduras de pata, y así sucesivamente. Poco a poco, fueron interesándome cada vez más los momentos cómicos de la vida cotidiana. No sólo los innumerables golpes que me he dado en la cabeza o en el dedo gordo del pie a lo largo de los años, ni tampoco únicamente la frecuencia con que se me han caído las gafas del bolsillo de la camisa cuando me he agachado para atarme los cordones de los zapatos (con la ulterior humillación de tropezar y pisadas), sino también las increíbles calamidades que me han venido sucediendo desde mi más tierna infancia. Bostezar en una merienda campestre en el Día del Trabajo de 1952 y dejar que me entrara en la boca abierta una abeja, insecto que accidentalmente, entre el asco y el súbito pánico, acabé tragando en lugar de escupir; o aún más inverosímil, disponerme a abordar un avión en un viaje de trabajo hará sólo siete años con la matriz de la tarjeta de embarque descuidadamente cogida entre el dedo corazón y el pulgar, y al soltarla a consecuencia de un empujón que me dieron por detrás, verla revolotear hacia la abertura del final de la rampa y la puerta del avión -el espacio más pequeño que pueda imaginarse, como mucho un milímetro-, y luego, para mi absoluto asombro, deslizarse limpiamente por aquella imposible abertura para aterrizar en la pista a siete metros bajo mis pies.

Ésos sólo son algunos ejemplos. Escribí docenas de relatos parecidos en los dos primeros meses, pero aunque hice cuanto pude por mantener un tono frívolo y ligero, descubrí que no siempre era posible. Todo el mundo está expuesto a caer en la melancolía, y confieso que hubo ocasiones en que sucumbí al cerco de la soledad y el abatimiento. Había dedicado la mayor parte de mi vida laboral a una actividad relacionada con la muerte, y puede que hubiera oído demasiadas historias deprimentes para no recordarlas cuando estaba con la moral baja. Toda la gente que había visitado a lo largo de los años, todas las pólizas que había hecho, todo el horror y la desesperación de que había tenido conocimiento al hablar con los clientes. Finalmente, añadí otra caja a mi colección. Le puse la etiqueta de «Destinos crueles», y la primera historia que guardé en ella fue la de un hombre llamado Jonas Weinberg. Le había hecho en 1976 una póliza de seguro de vida a todo riesgo por valor de un millón de dólares, una suma bastante considerable para la época. Recuerdo que acababa de celebrar su sexagésimo aniversario, era médico, especialista en medicina interna, trabajaba en el Hospital Presbiteriano de Columbia y hablaba inglés con un leve acento alemán. Hacer seguros de vida no es una actividad carente de pasión, y un buen agente ha de saber defenderse en los frecuentes momentos en que las deliberaciones con los clientes se vuelven difíciles y tortuosas. La perspectiva de la muerte hace pensar en asuntos serios, y aunque en parte ese trabajo sólo sea cuestión de dinero, también toca los más graves interrogantes metafísicos. ¿Cuál es el sentido de la vida? ¿Cuánto tiempo más voy a vivir? ¿Cómo podría proteger a las personas que quiero cuando ya no esté en este mundo? Debido a su profesión, el doctor Weinberg poseía una aguda percepción de la fragilidad de la existencia humana, de lo poco que costaba borrar nuestro nombre del libro de los vivos. Nos encontramos en su apartamento de Central Park West, y una vez que le hube explicado todos los pros y los contras de las diversas pólizas a las que podía acogerse, se puso a rememorar su pasado. Había nacido en Berlín en 1916 y era hijo único, según me contó, y, tras la muerte de su padre en las trincheras de la Primera Guerra Mundial, se crió solo con su madre, actriz de personalidad sumamente independiente y a veces turbulenta que nunca mostró la menor inclinación a casarse de nuevo. Si no interpreto mal sus palabras, creo que el doctor Weinberg insinuó que su madre prefería las mujeres a los hombres, y en los años caóticos de la República de Weimar debió de hacer alarde de tal preferencia de manera descarada. A diferencia de la obstinada Frau Weinberg, el joven Jonas era un muchacho silencioso y amante de los libros que sobresalía en los estudios y soñaba con ser médico o científico. Tenía diecisiete años cuando Hitler se hizo con el poder, y al cabo de unos meses su madre empezó los preparativos para sacarlo de Alemania. Su padre tenía unos parientes en Nueva York, que aceptaron acogerlo. Salió en la primavera de 1934, pero su madre, que ya había demostrado su capacidad de percibir los inminentes peligros para los no arios en el Tercer Reich, rechazó tercamente la oportunidad de marcharse también. Su familia había sido alemana durante cientos de años, explicó a su hijo, y un tirano de tres al cuarto no iba a mandarla al exilio. Pasara lo que pasase, estaba resuelta a aguantar hasta el final.

Por algún milagro, sobrevivió. El doctor Weinberg me dio pocos detalles (puede que él nunca llegara a conocer la totalidad de la historia), pero al parecer su madre fue ayudada en diversos momentos críticos por un grupo de amigos no judíos, y hacia 1938 o 1939 se las había arreglado para obtener una serie de documentos de identidad falsos. Cambió radicalmente de aspecto -cosa nada difícil para una actriz especializada en papeles de personajes excéntricos-, y con su nuevo nombre cristiano y tras mucho insistir consiguió un trabajo de contable en una mercería de una pequeña ciudad cerca de Hamburgo, disfrazada de rubia con gafas, anticuada y sin mucha gracia. Al acabar la guerra en la primavera de 1945, hacía once años que no veía a su hijo. Jonas Weinberg tenía casi treinta años por entonces, era todo un médico a punto de terminar su residencia en el Hospital Bellevue, y al enterarse de que su madre había sobrevivido a la guerra empezó a hacer los preparativos para que fuese a verlo a Estados Unidos.

Todo estaba previsto hasta el más mínimo detalle. El avión aterrizaría a tal y tal hora, estacionaría frente a tal y tal puerta, y Jonas Weinberg estaría allí para recibir a su madre. Justo cuando iba a salir hacia el aeropuerto, sin embargo, lo llamaron del hospital para una operación de urgencia. ¿Qué remedio le quedaba? Era médico, y por ansioso que estuviera de volver a ver a su madre después de tantos años, se debía en primer lugar a sus pacientes. Un nuevo plan se puso enseguida en marcha. Llamó a las líneas aéreas y les pidió que enviaran a alguien para que recibiera a su madre cuando llegara a Nueva York y le explicara que lo habían llamado a última hora y que tenía que ir sola en taxi a Manhattan. Le dejaría una llave al portero de su edificio para que subiera y lo esperase en su apartamento. Frau Weinberg hizo lo que le dijeron y enseguida cogió un taxi. El conductor salió a toda velocidad, y diez minutos más tarde perdía el control del volante y se estrellaba de frente contra otro coche. Tanto el taxista como su pasajera resultaron heridos de gravedad.

Para entonces, el doctor Weinberg ya había llegado al hospital y se disponía a empezar la operación quirúrgica. Duró poco más de una hora, y cuando terminó, el joven doctor se lavó las manos, se puso la ropa de calle y salió apresuradamente del vestuario, ansioso por volver a casa y reunirse por fin con su madre. Nada más poner el pie en el pasillo, vio que metían una camilla con otro paciente en el quirófano.

Era la madre de Jonas Weinberg. Según lo que me contó el doctor, murió sin recobrar el conocimiento.