LIBRO PRIMERO

I

En el desierto

Jebel-es-Zubleh es una cordillera de noventa y dos kilómetros y medio, aproximadamente, pero tan sumamente angosta, que su representación gráfica en el mapa es de un inmenso reptil que se arrastrara de Norte a Sur. Quien, situado sobre sus cimas peñascosas, entre rojizas y blanquecinas, mirara allá abajo, hacia el lado por donde sale el sol, no vería más que el desierto de Arabia, vasta soledad arenosa en la que los vientos del Este, tan ominosos para los viñadores de Jericó, han conservado su imperio desde los tiempos del Génesis. Al pie de sus laderas se acumulan las arenas, impulsadas desde el Éufrates, por el simoun, y que son detenidas allí por esta cadena de montañas, especie de baluarte que protege las tierras de pastos de Moab y de Amón, más al Occidente, y que en otro tiempo formaba parte del desierto.

Los árabes han impuesto su lengua sobre todas las comarcas al sur y al este de Judea. Así, pues, en su idioma el viejo Jebel es el padre de los numerosos torrentes o barrancos que, cortando la vía romana —en la actualidad imagen mezquina de lo que fue, ya que sólo es un sendero polvoriento para los peregrinos sirios que van a la Meca o regresan de esta población—, dirigen sus cauces, más profundos conforme van avanzando, hacia las quebradas por donde se precipitan las aguas de aluvión, que en la estación de las lluvias se vierten en el Jordán y, finalmente, en el Mar muerto. Por uno de estos torrentes secos —para ser exactos, por el que nace en la punta del Jebel y, extendiéndose hacia el noroeste, se convierte al fin en el cauce del río Jabbok— se dirigía un viajero hacia la alta meseta del desierto.

Podría tener unos cuarenta y cinco años. Su barba, que en otro tiempo debió ser negrísima, tenía hebras plateadas, y le caía abundosa y ondulante sobre el pecho. Su rostro, oscuro como el grano tostado del café, lo ocultaba tanto bajo el rojo «kufiyeh» (nombre que actualmente los hijos del desierto dan al turbante), que apenas era visible. De vez en cuando levantaba los ojos, que eran grandes y negros. Vestía el flotante ropaje tan común en Oriente; pero no podríamos describirlo minuciosamente porque iba sentado sobre un gran dromedario blanco, en una especie de palanquín que cubría un toldo.

Cuando el paciente animal logró trasponer el último recodo del torrente, el viajero se encontraba más allá de los confines del Belka, el antiguo Amón. Eran las primeras horas de la mañana. Todo vestigio de camino había desaparecido, pero el dromedario proseguía la marcha a su albedrío, sin que el viajero pensara en dirigirlo; y sin que, durante las dos horas que aquél avanzara al mismo trote, siempre en dirección al este, se moviera de su posición ni dirigiese la mirada a derecha o a izquierda.

A las doce del día, exactamente, el dromedario, por su propia voluntad, se detuvo, profiriendo ese grito o gemido, extrañamente quejumbroso, por medio del cual protesta contra una carga excesiva o solicita los cuidados del amo. El viajero se enderezó entonces, como si despertara de un sueño; levantó las cortinas del «hudah», miró al sol, examinó el país por todos lados cuidadosamente, cual si tratase de identificar un lugar señalado de antemano, y satisfecho de su inspección aspiró el aire ampliamente y movió la cabeza diciéndose: «¡Al fin! ¡Al fin!» Un instante después cruzaba las manos sobre el pecho y se ponía a orar en silencio.
A su alrededor el silencio era absoluto. Parecía como si la Naturaleza se asociara también a la plegaria del hombre y no quisiera interrumpir con el menor rumor, augusto momento en que una criatura dedicaba a Dios sus pensamientos y su corazón.

II

Encuentro de los magos

El viajero, como ahora podía vérsele, pues se hallaba de pie y apoyado sobre el cuello del dromedario, era de admirables proporciones; no de elevada estatura, pero fuerte y robusto. Habíase aflojado el cordón de seda que sostenía su «kufiyeh» sobre la cabeza y echado hacia atrás los pliegues, quedando al descubierto el rostro, el cual era enérgico, de tez bronceada, casi negra; la frente amplia, la nariz aguileña, el ángulo de los ojos ligeramente levantado, el cabello abundante, lacio, áspero y de un brillo metálico, que caía sobre sus hombros en trenzas, eran signos de su origen imposible de disfrazar. Así están representados los Faraones, los últimos Ptolomeos y Mizrain, el padre de la raza egipcia.

El largo y fatigoso recorrido debió sin duda entumecer los miembros del viajero, pues se puso a frotarse las manos y a pisotear la tierra dando vueltas en torno a su fiel servidor, cuyos brillantes ojos se entornaban de cuando en cuando, contento por el reposo y el alimento que había logrado al fin. A menudo se detenía en sus vueltas y, con la mano sobre los ojos para protegerlos de la viva luz del sol, examinaba el Desierto hasta los confines extremos del horizonte.

Evidentemente, se sentía contrariado; no obstante, confiaba mucho en que la esperada compañía había de llegar. Como prueba de ello se acercó a la litera, y del cajón opuesto al que había ocupado sacó una esponja y una calabaza llena de agua, y lavó los ojos, el morro y las narices del dromedario. Después extrajo del mismo receptáculo un gran lienzo redondo con rayas rojas y blancas, un manojo de estaquillas y unos trozos de caña embutidos unos en otros. Con estas cañas y luego de algunas preparaciones sumamente ingeniosas, formó un pie central más alto que un hombre de regular estatura. Plantado el mástil y colocadas las estaquillas alrededor, el viajero extendió el lienzo por encima y se quedó, puede decirse, en su casa. De la litera sacó, además, una alfombra y cubrió con ella el suelo. Hecho todo eso, barrió con escrupulosidad alrededor de la tienda.

Después se volvió hacia el dromedario y en una lengua extraña al desierto, le dijo en voz baja:

—Estamos muy lejos de casa, ¡oh, tú, competidor de los vientos más rápidos! Pero Dios se halla con nosotros. ¡Tengamos paciencia!

Tomó algunos puñados de habas secas de una bolsa que pendía de la silla y las metió en un saco que colgó bajo el hocico del animal. Al observar con cuánto gusto saboreaba el alimento su fiel servidor, se volvió y escudriñó nuevamente el mar de arena que le rodeaba, quedando deslumbrado por el resplandor del sol, entonces en su zénit.

—Vendrán —dijo tranquilamente—. El que me guió a mí, los guía a ellos. Estoy dispuesto a recibirlos.

De las bolsas que colgaban dentro del cajón y de una especie de cesta de sauce que formaba parte de su equipaje, extrajo algunos comestibles para un refrigerio.

Como preparación final, alrededor de sus provisiones, extendió tres pequeños trozos de un tejido de seda, que se usaban en los refinados pueblos de Oriente para cubrir las rodillas de los huéspedes mientras comen. Esta circunstancia indica que aguardaba a dos personas, las que habían de participar de la colación.

Salió fuera de la tienda. Allá abajo, hacia el este, se columbraba un punto negro. Se quedó inmóvil, cual si hubiera echado raíces en el suelo sus ojos se dilataron y sintió un escalofrío en todo su cuerpo como si le hubiese tocado con un soplo un ser sobrenatural. El punto negro creció; se hizo grande como la mano y al fin comenzó a adquirir formas definidas. Poco después podía distinguírsele perfectamente; quien se acercaba viajaba a lomos de un camello alto y blanco, en el «hudah» o litera de los viajeros del Indostán. El egipcio cruzó sus manos sobre el pecho y miró al cielo.

—¿Sólo Dios es grande! —exclamó y sus ojos se llenaron de lágrimas y su alma de santo pavor.

El viajero llegó al fin, y se detuvo. Él también pareció como si despertase de un sueño. Contempló el camello, que estaba arrodillado, la tienda y al hombre que, de pie a la puerta, diríase que se hallase en oración; cruzó las manos, inclinó la cabeza y rezó en silencio. Luego saltó ligero desde el cuello de su camello a tierra y avanzó hacia el egipcio al tiempo que éste salía a su encuentro. Por un instante se miraron uno a otro; luego se abrazaron, el brazo de cada uno sobre el hombro izquierdo del otro, y el derecho alrededor del talle, apoyando al propio tiempo la barbilla en el hombro izquierdo primero y en el derecho después.

—La paz sea contigo, ¡oh, siervo del Dios verdadero! —saludó el que llegaba.
—Y tú, ¡oh, hermano de la buena fe! ¡Bien venido y que la paz sea contigo igualmente! —contestó el egipcio con fervor.

El que acababa de llegar era alto y descarnado, de cara enjuta y de ojos hundidos; tenía el cabello y la barba blancos y la tez entre el matiz del cinamono y del bronce. Tampoco llevaba armas.

—¡Sólo Dios es grande! —exclamó luego del abrazo.
—¡Y benditos los que le sirven! —respondió el egipcio, maravillándose de oír en la boca del recién llegado la paráfrasis de su propia exclamación—. Pero aguardemos —agregó—, aguardemos, porque, mira, ¡el otro viene allí!

Ambos miraron hacia el norte: un tercer camello, también blanco, avanzaba majestuosamente hasta ellos, al igual que un buque entra en el puerto. Esperaron de pie uno al lado del otro, hasta que el que llegaba se aproximó, desmontó y adelantó hacia donde se encontraban.

—La paz sea contigo, ¡oh, hermano mío! —exclamó, dirigiéndose primeramente al indio, el cual contestó:
—¡Hágase la voluntad de Dios!

El que acababa de llegar no se parecía a sus amigos; su constitución era más delicada, su tez blanca; una maraña de cabellos ligeramente rizados y rubios formaban una perfecta corona sobre su cabeza pequeña, pero hermosa; el ardor de sus pupilas, de color azul oscuro, denotaba un espíritu entusiasta y un carácter jovial. No llevaba nada en la cabeza y tampoco usaba armas. Vestía un manto tirio, que le caía con graciosa negligencia, y bajo él una túnica de mangas cortas y sin cuello, plegada a la cintura por una faja, llegándole aquélla hasta cerca de las rodillas, dejando la garganta, brazos y piernas al descubierto. Calzaba sandalias. Cincuenta años, acaso algunos más, habían pasado por él sin otro efecto, al parecer, que hacer más severo su continente y más concisa y reflexiva su palabra. En cuanto a la raza a que pertenecía podría afirmarse que si no procedía directamente de la estirpe de Atenea, de allá descendían sus abuelos.

Cuando sus brazos cesaron de apretar contra su pecho al egipcio, dijo éste con voz trémula:

—El Espíritu me trajo a mí el primero; me considero, por consiguiente, como el escogido para siervo de mis hermanos. La tienda está levantada y el pan dispuesto para el desayuno. Permitidme que cumpla con mi deber.

Y cogiendo a ambos por las manos los condujo dentro y les quitó las sandalias y ungió sus pies, vertiéndoles agua en las manos y secándolas luego con un paño blanco.

Acto seguido se lavó él también las manos y dijo:

—Cuidemos de nuestro cuerpo, hermanos, como lo exige nuestra misión; comamos para encontrarnos fuertes y poder cumplir con nuestro deber hasta el final. Ahora bien, sepamos cada uno quién es el otro, de dónde viene y de qué forma ha sido llamado.

Les hizo sentar uno enfrente del otro. Los tres, al mismo tiempo, inclinaron sus cabezas, cruzaron las manos sobre el pecho, y en voz alta y al unísono pronunciaron esta sencilla acción de gracias: «Padre de todo lo que vive. ¡Oh Dios! Lo que tenemos delante es tuyo; recibe nuestro agradecimiento y bendícenos a fin de que podamos proseguir cumpliendo tu voluntad.»

Tras la última palabra alzaron los ojos y se miraron asombrados: cada uno se había expresado en una lengua que nunca hasta entonces había sido oída por los otros y, no obstante, cada cual comprendió perfectamente lo que dijeron los otros dos. Sus almas se exaltaron llenas de la emoción divina; por este milagro reconocían la Divina Providencia.

Tan verdad es que el lenguaje humano empezó a ser confuso cuando los hombres se olvidaron de Dios, y volvió a ser claro e inteligible cuando Él volvió a ser el centro de los afanes de los hombres.

Los tres reyes venían a verlo a Él y a adorarlo.

Una misma idea les unía. ¿Era extraño que sus lenguas se entendieran, cuando su misión era la misma?

Dios había vuelto su mirada a la tierra y el Verbo estaba a punto de llegar. Tres hombres sabios y buenos empezaban a entenderse en lenguas distintas. La Providencia divina se manifestaba ya.

III

Habla el ateniense – La fe

Esta entrevista tuvo lugar en el mes de diciembre. El que en dicha estación viaja por el desierto, experimenta vivo apetito. Los tres viajeros tenían hambre y comieron alegremente, y tras el vino, empezaron a hablar. A propuesta del egipcio, hizo primeramente uso de la palabra el viajero que había llegado el último. Comenzó éste diciendo, con voz lenta que poco a poco se fue haciendo más viva, que sentía un gozo indecible por la misión que le había sido confiada, lo que indicaba, sin lugar a dudas, que tal era la voluntad de Dios. Sus compañeros le miraban llenos de simpatía y con ojos empañados de lágrimas. El griego se refirió luego a su país, añadiendo que se llamaba Gaspar y era hijo de Cleanto, el ateniense. Continuó diciendo que él, como hijo de un país entregado siempre al estudio, había heredado esta pasión por el saber. Dos de los más esclarecidos filósofos griegos enseñaban, el uno la doctrina del alma individual, afirmando la inmortalidad; el otro, la doctrina de un solo Dios infinitamente justo. Creyendo firmemente que había una estrecha relación entre la existencia del Dios único y el alma del hombre, invocó al Cielo para que le esclareciese este misterio; pero como ninguna voz descendiera en su ayuda, lleno de desesperación huyó de las ciudades, abandonando las escuelas de los filósofos.

Una grave sonrisa de aprobación iluminó la enjuta faz del indio.

—En el septentrión de mi país, en la Tesalia —continuó el griego—, hay una montaña famosa, morada de los dioses, en donde Zeus, a quien mis compatriotas creen el dios supremo, tiene su morada. Su nombre es Olimpo, y allí me dirigí yo. Busqué una gruta en la colina que se halla en el punto donde la montaña que viene del Oeste se inclina hacia el Sudeste, permaneciendo entregado a la meditación, o mejor dicho, esperando alcanzar lo que pedía a cada instante: una revelación. Creyendo en Dios invisible, aunque supremo, consideré posible aplacarlo con mis lamentaciones, para que tuviese compasión de mí y me diese una respuesta.
—¿Lo hizo? ¿Lo hizo? —inquirió el indio, llevando las manos que descansaban sobre el paño de seda hasta su pecho.
—Escuchadme, hermanos —pidió el griego, calmándose con un esfuerzo—. La entrada de mi retiro miraba hacia un brazo de mar, hacia el golfo Termaico. Un día vi a un hombre que se lanzó al agua desde el puente de un buque que surcaba el golfo. Nadó hasta la orilla y yo lo saqué y cuidé. Se trataba de un judío muy versado en la historia y en las leyes de su país. Por él supe que el Dios de mis oraciones existía, en realidad, y que había sido por los siglos su legislador, su libertador, su rey. ¿Qué era esto sino la revelación con que yo soñaba? Mi fe no había sido infructuosa: ¡Dios me respondía!
—Como lo hace todo el que se dirige a Él con fe —observó el indio.

El griego continuó diciendo que el hombre a quien había salvado le aseguró que los profetas, que en las edades que siguieron a la primera Revelación se acercaron a Dios y le hablaron, habían manifestado que El vendría de nuevo, agregando que esta segunda venida era inminente y que en Jerusalén le estaban aguardando con vivísima impaciencia.

Gaspar hizo una pausa y el entusiasmo que reflejaban sus facciones desapareció súbitamente. Al cabo de un rato, prosiguió:

—Verdad es que aquel hombre me dijo que Dios y la revelación de que me hablaba, se referían solamente a los judíos y que únicamente para ellos sería su segunda aparición en la tierra. El que había de venir sería rey de los judíos. «¿No habrá nada para el resto del mundo?», le pregunté. «No», fue la contestación que me dio orgullosamente. «No, sólo nosotros somos el pueblo elegido».
El griego no sintió, por ello, disminuir sus esperanzas. Se entregó con igual fervor a sus oraciones, pidiendo que le fuese dado ver al Rey cuando adviniese y permitido adorarle. Una noche, en que se encontraba sentado a la puerta de su caverna, meditando sobre los misterios de la existencia y del Destino, intentando profundizar en la esencia del ser divino, sintió de repente que el mar se dilataba a lo lejos, o más bien que del seno de las tinieblas en que estaba envuelto, veía surgir una estrella luminosa. La vio remontarse poco a poco hasta subir a lo alto de la colina, precisamente sobre su cabeza, de tal forma que sus rayos caíanle sobre la frente. El griego se prosternó, cayó en éxtasis y en el sueño profundo que se apoderó de él percibió una voz que le decía: «¡Oh, Gaspar! ¡Tu fe ha vencido! ¡Bienaventurado seas! Con otros dos hombres que llegarán de las más distantes regiones de la tierra, verás a Aquél que ha sido anunciado y verás un testimonio de Él y la ocasión de testimonio sobre Él. Vete mañana en busca de ellos y confía en el Espíritu, que te guiará». Así lo hizo el griego, vistiendo su traje de otros tiempos. Hizo señales a un barco que navegaba a lo largo de la costa, y habiéndole admitido a bordo, desembarcó en Antioquía, en donde compró el camello y sus arreos. A través de los huertos y vergeles que esmaltan las orillas del Orontes, marchó a Emesa, pasando por Damasco, Bostra y Filadelfia, hasta llegar al desierto, en donde se reunió con sus dos compañeros.