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                                                                                                                                        UN MAR DE NIEBLA

650.000 Horas
Faltaba un suspiro para que acabara un año y empezara otro. Inventos humanos para vender calendarios. A fin de cuentas, nosotros hemos decidido arbitrariamente cuándo empiezan los años, los meses, incluso las horas. Ordenamos el mundo a nuestra medida y eso nos tranquiliza. Quizá, bajo el aparente caos, el universo tenga un orden a fin de cuentas. Pero sin duda no será el nuestro.
Mientras ponía en la solitaria mesa del comedor un benjamín de champán y doce uvas, pensaba en las horas. Había leído en un libro que las baterías de una vida humana se agotan al cabo de unas 650.000 horas.
Por el historial médico de los varones de mi familia, calculé que mi esperanza de horas era algo menor a la media: unas 600.000 a lo sumo. A mis 37 años podía hallarme perfectamente a mitad de recorrido. La cuestión era, ¿cuántos miles de horas había malgastado ya? Hasta ese 31 de diciembre, al filo de la media noche, mi vida no había sido una aventura precisamente.
Sin más familia que una hermana a quien no veía casi nunca, mi existencia transcurría entre la facultad de filología alemana -donde soy profesor adjunto- y mi oscuro apartamento.
Fuera de mis clases de literatura, apenas tenía contacto social. En mi tiempo libre, además de preparar las asignaturas y corregir exámenes, me entregaba a las típicas ocupaciones de un solterón aburrido: leer y releer libros, música clásica, noticias… Una rutina donde lo más emocionante eran mis ocasionales viajes al supermercado.
Los festivos a veces me daba un premio y entraba en los cines Verdi a ver una película en versión original. Siempre en la penúltima sesión. Salía igual de solo que había entrado, pero lo que había visto me procuraba distracción hasta la hora de acostarme. Ya entre las sábanas, leía la hoja que publica este cine sobre la película. Ahí está la ficha técnica, los elogios de la crítica (las malas críticas nunca las ponen) y alguna entrevista con el director o los actores.
En ningún caso cambiaba la opinión que ya me había formado sobre la película. Luego apagaba la luz.
Justo entonces me invadía una sensación muy extraña. Pensaba que no tenía la seguridad de que al día siguiente me fuera a despertar. Y, lo que es peor, me angustiaba calculando cuántos días, semanas incluso, pasarían hasta que alguien se diera cuenta de que había muerto.
Tenía esa inquietud desde que leí en el periódico que un japonés había sido encontrado en su apartamento tres años después de su fallecimiento. Al parecer, nadie lo había echado en falta.
Pero volvamos a lo de las uvas. Mientras pensaba en las horas perdidas, conté doce uvas y las puse en un platito. Delante, la copa alargada y el benjamín. Nunca he sido un gran bebedor.
Abrí el botellín cuando aún faltaban seis minutos para las campanadas, no fueran a pillarme desprevenido. Luego encendí el televisor y sintonicé uno de los programas que conectaban con un reloj emblemático. Creo que era la Puerta del Sol de Madrid. Tras la pareja de presentadores, guapos y relucientes, se agitaba una multitud entusiasta que hacía volar tapones de espumoso. Algunos entonaban cantos o saltaban con los brazos en alto para que los captara la cámara.
Qué extrañas resultan las diversiones de la gente cuando se está solo.
Las campanadas llegaron al fin, y cumplí el rito de llenarme la boca de uvas al son del reloj. Cuando desatascaba el paladar con un trago de champán, no pude evitar sentirme ridículo por haber mordido el anzuelo de la tradición. ¿Quién me mandaba participar en esa pantomima?
Decidí que el asunto no merecía que le dedicase más tiempo, así que me sequé la boca con una servilleta y apagué el televisor.
Mientras me desvestía para meterme en la cama, de la calle me llegaba el fragor de petardos y risotadas.
«Son infantiles», me dije al apagar la luz un día más.
Esa noche me costó conciliar el sueño. Y no por el jolgorio callejero, bastante notable al vivir entre dos plazas de Gracia. Tengo la costumbre de dormir con antifaz y tapones en los oídos.
Por primera vez aquellas fiestas me sentí solo y desamparado, y deseé que la farsa navideña acabara cuanto antes. Me esperaban cinco días tranquilos, por decirlo de algún modo. Luego la comida de Reyes con mi hermana y su marido, que sufre depresiones desde que le conozco. No han tenido hijos.
«Eso será un mal trago», me dije, «menos mal que al día siguiente vuelve la normalidad».
Reconfortado con este pensamiento, noté que los párpados se me cerraban. ¿Los volvería a abrir?
«Ya estoy en un nuevo año», fue mi último pensamiento, «pero nada nuevo va a venir.»
Y me dormí ignorando cuánto me equivocaba.