I

El pánico apareció de repente. No me invadió de un modo paulatino; me golpeó con un rapidísimo zarpazo helado que retumbó en todo el sistema nervioso e instaló su cuartel general en la boca del estómago. Lo acompañó al instante una angustia física y mental, perentoria, insoportable.
—Por favor, por favor…
—¿Decía usted algo?
El taxista vuelve su poco agraciada cabeza de desertor del arado hacia mí y formula la pregunta con uno de esos acentos gallegos que no se quita ni después de pasar medio siglo en Oxford.
Estamos parados a poco más de cien metros del museo Guggenheim, sin avanzar ni un palmo, en medio del atasco de tráfico que colapsa todo el centro de Bilbao en esta noche de víspera de Nochebuena.
—No, no, nada. ¿No podemos salir por ningún otro lado? Por alguna bocacalle, no sé. Llevamos aquí clavados un cuarto de hora.
—Ya me dirá usted por cuál. Está todo hecho un asco. A ver cuando cambie el semáforo. Claro que entonces igual peor porque nos van a joder la marrana los que quieren ir al puente de Deusto. Pero, ¿se encuentra mal?
—Todavía no.
No, creo que no. Aparte de la angustia y sus inequívocos síntomas, no siento otro malestar físico como calambres, náuseas o dolores. ¡La boca! La boca, sí. Me sabe como si estuviera chupando algo metálico, algo de cobre; ¿ése es el primer síntoma? No, tranquilízate Pacho, simplemente se te ha secado por los nervios. Fabrica saliva y trágala. Eso es. ¿O no es? Por favor, por favor…
—Por mí de la hostia, a ver si me entiende, porque el cacharrete corre —da un cariñoso zarpazo al taxímetro, que marca ya ochocientas setenta y cinco pesetas y está colocado bajo un medallón de san Cristóbal con el niño de marras sobre la chepa y al lado de un horrendo esmalte lleno de colorines, el escudo de la dichosa Euskal Herria, la causa remota de mi desgracia presente—. Yo que usted, si tiene tanta prisa por llegar al hospital de Basurto, me bajaba aquí, iba de una corrida a la boca de metro de la plaza Moyúa y, bueno, tampoco es que luego el metro le deje muy cerca, la verdad, las cosas como son. Pero algo más, sí.
—¿Y si saco un pañuelo blanco y usted toca el claxon? Seguro que nos hacen un hueco como sea y pasamos.
—¡De qué! ¿El pañuelo por qué? ¿Para que me pillen y me metan un paquete? ¿No me acaba de decir que no se encuentra mal? —acuca un ojo con desconfianza; me recuerda al abuelo de Popeye.
—Ahora, no. Pero después, igual sí. Seguro que sí.
—Bueno, pues entonces, si pasa, ya se sacará lo que haya que sacar —concluye el nazi.
—¡Avance! ¡Avance! Parece que se mueven.
—Tranquilo. No se me excite. Venga. Vamos a ver si ésta es la buena.
Sí, tan buena como las famosas ostras crocantes que tan fuera de lugar me he comido. Milagrosamente crudas, envuelta cada una en una fresca hoja de espinaca para preservar todos sus jugos, revestidas con un sutil empanado de polvo de…, ¡de hostias! No más de veinte metros en primera y de nuevo parados.
¡Me cago en su puta madre y en el aciago día en que conocí a Antón Astigarraga Iramendi!
La mandíbula me hace un temblequeo propio de un dibujo animado y castañeteo los dientes.
—¿Tiene frío? ¿Pongo la calefacción?
—No. Da igual.
Quizá el monstruo este tiene razón y más me valiera salir pitando de su cochambroso coche, que apesta por cierto como un muladar, e ir al galope al hospital. Pero si corro se incrementará mi ritmo cardiaco —me mantengo por ahora en una semitaquicardia sostenida— y hará que la sangre circule más rápido. Y creo que eso podría acelerar los efectos. ¿O no? No sé qué hacer. Debo distraerme, evitar la obsesión; tarde o temprano el tráfico se tiene que descongestionar.
Venga, me decido y voy corriendo. Es lo mejor, sin duda; no perder más tiempo.
No creo que la Policía haya empezado a buscarme tan pronto. Venga. Le pago al tonto de los cojones, me bajo aquí mismo y salgo de estampía.
¡¡Ay, Dios!!

En el instante en que iba a decir al taxista que adiós muy buenas, he sentido que caía a un fondo negro, que me iba, que me desconectaba: que me moría. Han sido un par de segundos de ocaso, agónicos pero un par de segundos nada más.
Ya ha pasado.
Respiro hondo. Sudo frío.
Una simple bajada de tensión, una descompensación del sistema nervioso debida a la angustia, eso habrá sido. Seguro.
—¡Oiga! ¿Es que no me oye? —se queja el taxista con tono brusco.
—Perdone, estaba distraído. ¿Qué me decía?
—Que si le ha tocado algo.
—¿Perdón?
—La lotería de hoy, hombre. El sorteo de Navidad. Que si ha rascado algo.
—En esa lotería, no. Pero en otra igual me ha caído el primer premio.
El taxista se vuelve de nuevo hacia mí. Me clava los ojos y con una expresión entre malévola y burlona me dice en un tono opaco, inquietante y distinto:
—O sea que igual ha salido ya su número.
Siento otro escalofrío helado.
—¿Por qué me dice eso? ¿A qué se refiere?
No me contesta. Se vuelve hacia el volante y retoma el gárrulo discurso.
—A mí ni pa ir a tomar por culo. Lo de la lotería de Navidad, digo. Bueno, miento; una pedrea de mil duros y algo de dinero atrás, pero como jugaba treinta y dos mil pelas, pues eso, como todos los años, un pan como unas hostias. Y el gordo entero a Teruel, tiene cojones la cosa.
—Ya.
¿Por qué habrá dicho lo de que ha salido mi número?
Es igual. A lo que estaba. Seguimos sin movernos. Pasado el mareo ya puedo irme. Venga, me bajo: me largo de esta puta trampa y me libro de esta cruz de tío.
Pensándolo mejor voy a esperar un poquito más. Pero si en cinco minutos como mucho el atasco no se disipa, me bajo. Esta vez de verdad.
¿Y si ya da igual que espere o que corra? ¿Si ya es demasiado tarde y no se puede hacer nada por salvarme?
Cálmate Pacho, que has salido de otras peores, viejo coyote, seguro, aunque ahora no te acuerdes de ninguna; entretente con algo.
En la radio, cuyos altavoces traseros me taladran democráticamente ambos oídos, un cretino suelta babosadas de espíritu navideño tan entrañables como el sitio de Leningrado.
—Claro, laztana[1]. Si te has portado bien con los aitas, y estoy seguro de que sí, el Olentzero te traerá todos los juguetes y las cosas bonitas que le has pedido. A ver, ¿has sido una niña buena, Irati? La verdad de la buena, ¿eh?
—Regular.
—¿Cómo que regular? ¿Un poco desobediente quizá?
—Sí. El osaba[2] Joseba dice que sí.
—¿Y por qué dice eso el osaba Joseba?
—Porque no le dejo que me toque debajo del vestido y no quiero darle besitos al muñeco feo que vive en su pantalón.
—Ya, bueno. Entiendo… Me dicen del control que hemos perdido la llamada… Ahora, a petición de nuestros simpáticos oyentes del reformatorio celular El Niño de La Bola, de Galdakao, el villancico-rumba interpretado por el grupo Costo de Agosto, Los pastorcillos van al pogrom.

  1. En euskera, cariño.
  2. Tío.

Te está bien, charlatán de feria; buena plancha, por meticón y gilipollas. Le ha pillado tan desprevenido la candorosa delación de Irati que hasta ha cambiado la voz impostada de galán pedorrero por una parecida a la del gallo Claudio.
Y el cachondo del tío Joseba va a pasar unas navidades inolvidables: pederastia en las ondas, ése sí que es un buen regalo del puto Olentzero.
Claro que el mío tampoco es para quejarse.
¿Quién me lo iba a decir? Bien jodido a cuenta del carbonero borrachón y guipuzcoano, del que tantas veces me he reído a cuenta de la patética cruzada de los nacionalistas, empeñados en sustituir a los fastuosos pero demasiado poco vascos reyes magos por un aldeano autista rescatado de la mitología de un valle perdido de la Guipúzcoa profunda —valga el pleonasmo—. El oro, el incienso y la mirra sustituidos por las boñigas del asno del carbonero.
El leño gallego no comenta nada sobre el osaba sobaniñas; es probable que lo explicado por la angelical Irati exceda su capacidad de asimilación conceptual. Eso sí, animado por el ritmillo de hormiguero del sorprendente villancico-rumba, vuelve a colocar el brazo sobre el respaldo del asiento del copiloto y tamborilea con dedos de uñas largas y jiñosas —parece la garra de una fiera— sobre el tapizado de plástico; no lo soporto.
—Perdone. ¿Puede dejar de hacer eso?
—¿Lo qué?
—Eso. ¡Tap-pa-tap!, con los dedos.
—¡Huy, qué sensible! Usted perdone. ¿Y la radio, le molesta también?
—También, pero menos.
—Pues no puedo quitarla; sólo se apaga cuando paro el motor. Claro que si quiere apago el motor, total.
—¡No, no! ¡Ni se le ocurra! Oiga, de verdad, no estoy para muchas fiestas.
—Ni yo tampoco, señor. Mejor estaría ahora en el bar, o por ejemplo comprando cosas, como todos estos chorras; cagándome en Dios en el atasco pero de otro modo. ¡Hala! Todos como borregos al Corte Inglés. Y a ver a qué hora puedo ir yo, dígame, ¿eh? Pues yo se lo digo: cuando ya no quedan más que las mierdas que los demás no han querido; hecho un desgraciao, como siempre.
El fenómeno interrumpe su monólogo de lógica parahumana, evitándome así un acceso de histeria, para volver a darle fuego a la repugnante colilla de su purito barato. Un humo grisáceo, denso y picante, que no hubiera deslucido junto a la nube radiactiva de Chernobil, se expande de nuevo por el insalubre interior del taxi. Y encima no tengo tabaco, me he dejado el paquete de Benson & Hedges en El Mapamundi, al lado del ordenador con la confesión del sociópata y de la botella de Glenmorangie, cuando comprendí la que se venía encima y salí zumbando hacia el museo.
—Perdone, me he quedado sin tabaco. ¿No tendría por ahí un cigarrillo o un Farias de ésos aunque sea? —pregunto con bien fingida humildad.
—Qué va. No tengo más que éste. Y no le voy a pasar esta piltra, con lo pequeña y chupada que está. Pero si quiere que le sea sincero, aunque tuviera no le daba: no dejo fumar en el taxi. Hago una excepción por los nervios que pone el atasco, y sólo conmigo, claro.
—Es usted encantador. Tiene que ser maravilloso que le toque a uno a su lado en un vuelo a Nueva York.
—¿Eso va de cachondeo o lo dice de veras?
—¡Se mueven! ¡Venga!
—Tranquilo hombre, no se ponga nervioso, que conozco el oficio. Conque no le gustaría ir conmigo a Nueva York, ¿eh?
—Que sí me gustaría, era broma. ¡Pero arranque de una puta vez!
Gracias a Dios, aunque en realidad no crea ni en mí mismo. De repente el tráfico fluye, con lentitud, pero fluye.
La angustia me desciende un grado pero a continuación, sin un respiro, sube tres. Se oyen sirenas, sirenas inequívocas de ambulancias y Policía a mi espalda, en dirección al Guggenheim. Eso quiere decir que las manzanas maduras ya han empezado a caer del árbol.

 


II
TARJETA RETENIDA
CONSULTE CON SU BANCO

La debacle comenzó con semejante bofetada visual una fría noche de enero de este año 2000 que no sé si voy a ver acabar. ¡Cuánto ha cambiado mi vida y por ende yo mismo en estos escasos doce meses! Entonces era felizmente inútil e irresponsable, quizá un poquito chorra, pero dichoso a mi manera.
No di crédito a lo que leía en la pantalla, o mejor dicho, el que no me daba crédito era el cajero automático. Estaba en el Gran Casino Nervión, mi segunda residencia. Habían dado las doce de la noche, ya era otro día y podía volver a extraer cincuenta mil pelas —el magro límite— con las que remontar el petit descalabro que había sufrido a la ruleta. Con el rearme de la inyección económica y una prudente hégira a otra ruleta, ya pelado en la primera, perdiendo de vista a la señorita Soraya, una crupier canija con aires de femme fatale de colocar sobre la mesilla de noche, que atrae sobre mí la desgracia como un lerdo a las moscas, columbraba remontar el socavoncillo. Y de repente la frase aterradora en la cochina superficie virtual: tarjeta retenida. ¿Por qué? Me asaltaron funestos presagios.
La putada era exhaustiva, como si a un resacoso le mearan en su plato de sopa de cebolla; el ignaro cacharro no sólo me cortaba el suministro, sino que me secuestraba el plástico salvavidas, la Visa que es como mi tercer brazo, y la confinaba en su despiadada panza metálica. ¡Francisco Javier Murga Bustamante tratado como un perdulario!
Sentí una punzada de franco pánico —creí entonces; pánico auténtico el de ahora— algo más abajo de la cintura y un denso mareo. Para no besar el suelo y doblegar el soplo lipotimizador me relajé con la contemplación del juego óptico de mi reloj de pulsera, en el que unos conseguidos Tintín y Milú holografiados dan cabriolas cogidos de manos y patas.
—¿Qué te pasa, Pacho? ¿Ya estás cocido? ¿Te está dando un jamacuco?
Horror. El insufrible Nacho Totela, un niño de papá que vive a la sopa boba con un insultante excedente de liquidez, me había pillado en tan comprometido trance. Hice raudo acopio de autodisciplina zen y le dediqué una sonrisa mundana y displicente.
—Nada de eso, amigo Nacho. Un fútil contratiempo con este objeto inane. Sin ninguna razón me ha tragado una tarjeta de crédito. A veces se me antoja que estos artefactos tienen como vida propia, you know.
—Sí, ya sé cómo me dices —farfulló el mamón mirándome de reojillo con rudimentaria suspicacia.
—Y el caso es que me he dejado la American Express y la Master Card en otra cartera. Una fatalidad, ahora que atisbaba la buena racha.
—Qué cosas.
El mastuerzo se hizo el tonto y me dejó caer hasta más abajo de la fosa de las Filipinas, exhibió una Visa Platino y sacó ante mis caninos ojos veinte mil duros, del mismo cajero, para tocarme más los cojones.
—Pues parece que funciona bien la maquinita. Que te mejores, Pacho.
Me dio la espalda y regresó a sus torpes apuestas. Las cosas en caliente: anoté mentalmente el nombre del atorrante en el top ten de mi lista negra. ¡Se iba a enterar de lo que vale un peine este gañán insolidario!, que tiene por cierto fama de que le gusta chupar pollas más que a un tonto soplar un silbo.
Volví a la zona de juego. Estaba de jefe de sala esa noche el hosco Pelagra, que fingió no verme para disimular su falta de mundo; le hubiera hecho tan feliz concederme un crédito en fichas; pero jamás me rebajaría a pedir nada a semejante siervo de la gleba.
Aturdido por el disgusto, confundí mi vaso marchito con un whisky mediado que había al lado y lo despaché de un trago. El libador titular, un patán sudoroso, osó amonestarme por el baladí error; ¡qué gentuza insensible frecuenta el casino!
Asqueado por la mediocridad y sordidez circundantes, hice mutis sumido en lóbregos pensamientos.
Milo, mi fiel foxterrier ratonero, me aguardaba paciente, amarradito a un bolardo de la entrada del casino, bajo la protectora vigilancia de Roque, el amable cancerbero, que parecía haber olvidado ya la noche en que mi mascota le miccionó una pernera del sufrido uniforme.
El cariñoso portero jugaba con Milo a tirarle piedrecitas, quizá un poco grandes para el tamaño de mi can; cosas de buen bruto. Cuando me vio salir, el humilde lacayo se puso a mirar al techo y a silbar para que no me sintiera obligado a darle una propineja por sus desvelos, ¡qué majo! Al desatar a Milo me di cuenta de que algún desalmado le había marcado la suela del zapatón en el lomo. ¿Cómo puede haber monstruos capaces de semejantes abyecciones? Maltratar a un animalito que no ladra más que a los gitanos. Miré a Roque con severidad. Avergonzado por mi muda petición de cuentas ante su falta de celo, el desdichado portero se sacó brillo a un zapato con la dichosa pernera del uniforme servil.
Acompasado mi paso elástico al alegre trotecillo de Milo, me dispuse a dar un melancólico paseo.